El último refugio garífuna

Comayagüela es el epicentro comercial de la capital de Honduras y también la zona más desigual. Ahí convergen la violencia y las múltiples expresiones de sobrevivencia. En la calle principal del barrio Las Crucitas está Rinconcito Jamaica, un espacio seguro para mujeres garífunas desplazadas internas que ven a Olivia Sierra, la dueña, como una matriarca a quien acudir cuando sus vidas corren peligro.

Texto: Vienna Herrera
Portada: Jorge Cabrera
Edición de texto: Elsa Cabria y Jennifer Avila
Análisis de datos: Ximena Villagrán

Esta crónica fue realizada por el equipo de Contracorriente en 2021 para el proyecto Las que Huyen de Centroamérica coordinado y editado por El Intercambio.

Olivia Sierra cierra la puerta de su casa y se apoya en ella. Está en un pasillo con unas gradas. Va a hablar, pero lo hará bajito, y no permitirá pasar. En 2014, un grupo criminal mató a su nieta de ocho años. Fue la consecuencia de que su hija Marcela se negara a trabajar con ellos. Marcela pidió asilo en Estados Unidos y se llevó a su otro hijo, un bebé de 6 meses.

Por su seguridad, el nombre del grupo que controla su barrio, queda omitido. Olivia Sierra mira nerviosa a su alrededor, no quiere que la escuchen.

Le susurra a la grabadora: «Me la mataron [a mi nieta] porque mi hija no quería vender droga».

Sierra lleva un turbante envolviendo su cabello y un vestido tradicional garífuna azul, verde, amarillo, rojo con flores, puntos y cuadrados en color negro. Su vestimenta es un estallido de color enmarcado en una pared gris.

La mujer que teme ser escuchada tiene 50 años. Nació en la aldea Triunfo de la Cruz, en Tela, una comunidad garífuna, que vive de la pesca, en la costa noroeste. Su madre era muy pobre y su padre las abandonó desde el embarazo.

Los garífunas son un pueblo que desciende de los africanos, en su origen esclavizados, que habitaban la isla caribeña de San Vicente. En 1797, se establecieron en las costas hondureñas. En la última década, estas comunidades, muy organizadas, se enfrentan al despojo de tierras por proyectos extractivos, narcotráfico, desapariciones y acoso judicial.

Sierra regresa a Triunfo de la Cruz al menos dos veces al año a visitar a sus familiares.

Sierra dice no conocer mucho del despojo. La gente se enfrenta a un conflicto porque sus tierras son de interés también para resorts hoteleros. Secuestros, asesinatos, amenazas, criminalización, desplazamiento y desapariciones son la retahíla de problemas que han marcado un lugar que lleva vaciándose décadas, por la precariedad económica.

El despojo y la pobreza provocan un alto nivel de desplazamiento de Triunfo a las zonas urbanas. Entre ellas, a Comayagüela. Comayagüela y Tegucigalpa comparten el título de capital de Honduras, en el Distrito Central. Son ciudades construidas al ritmo de la migración interna, con un trazo urbano intestinal que tritura la voluntad y que enferma las relaciones sociales.

La madre de Olivia Sierra migró con ella a la capital cuando tenía tres meses. Desde entonces, vive en Comayagüela, a más de trescientos kilómetros de distancia, con su hija Denia y seis nietos. Se ha desplazado al menos seis veces en la ciudad.

Comayagüela se sostiene gracias al comercio informal. Es el lugar más desigual. Es una ciudad periférica, inundada de múltiples expresiones de sobrevivencia, donde se consigue desde la comida hasta la ropa de agachón (ropa usada).

Olivia Sierra tiene una casa en la colonia Fuerzas Unidas, en Comayagüela. Pero dice que tuvo que abandonarla porque un grupo criminal llegó a quitársela. Desde hace cuatro años vive en el barrio Las Crucitas, en la misma ciudad.

En Las Crucitas parece que las casas se amontonan entre sí. Siguen la forma de las montañas sobre las que fueron construidas. La mayoría está pintada de verde, morado o azul. No es un barrio con mayoría garífuna, pero viven más afros que en otros lugares del Distrito Central.

En la calle principal de Las Crucitas, está el Rinconcito Jamaica. Fundado en 2018 por dos hombres garífunas, es el hogar de Olivia desde que le rentaron la parte de arriba del negocio. Abandonaron la casa y a Olivia con ella. «De un día para el otro se fueron a México», cuenta para explicar cómo se hizo cargo del lugar. A Rinconcito Jamaica se entra por un espacio donde debería haber una puerta. Se pueden ver cajas de refrescos vacías y algunas sillas sobre las mesas. Es una venta de comida y productos garífunas, como pan de coco, aceite de coco y gifiti (un aguardiente macerado en manzanilla y eucalipto). Por las noches, la gente baila punta (baile típico garífuna), dancehall y reggaetón.

No nos deja entrar a Rinconcito. El negocio es también un refugio para mujeres garífunas.

En la última década, ayudó a su hija a escapar y al menos a otras quince mujeres garífunas y desplazadas internas, que luego fueron refugiadas. Rinconcito ha sido el refugio temporal donde viven por un tiempo y buscan contactos.

La mayoría de mujeres busca a Olivia Sierra cuando huye de violencia machista o de maras y pandillas. Ella les ofrece su casa como refugio durante un tiempo, ellas ayudan a atender en Rinconcito Jamaica. Sierra les apoya económicamente para huir.

«Aquí no se reciben amenazas, simplemente llegan»

Las refugiadas de Rinconcito viven la violencia machista en silencio. Cuando le piden ayuda a Olivia Sierra, les apoya sin preguntar demasiado. Acuden a ella porque es conocida por echar una mano a otras mujeres. Pero también muy cauta.

«Aquí no se reciben amenazas, simplemente llegan», dice Sierra, asiente con la cabeza y se cruza de brazos.

La última mujer a la que ayudó, llegó a ella en 2020. Vivió un tiempo en casa de Olivia y se fue para Estados Unidos en diciembre junto con seis hijos. «Ese día teníamos Rinconcito abierto, no nos quedó de otra que sacar el dinero ahorrado para pagar alquiler y se lo dimos a la compañera para que se fuera», cuenta Olivia.

«Agradezco por todas las compañeras que están allá [en Estados Unidos y México], que les abran los brazos porque es triste la vida aquí», dice.

Y los ojos de Olivia Sierra se llenan de lágrimas.

La guerrera Barauda

Durante diez años, Olivia formó parte de Barauda, una asociación de 26 mujeres garífunas, desplazadas internas en barrios violentos de Comayagüela. Es el nombre de la guerrera garífuna que se enfrentó a los españoles en la Isla San Vicente en 1795 y ahora es un símbolo del legado histórico de las mujeres garífunas.

La asociación Barauda se dedicaba a la venta de panes, hasta que en 2017, una pandilla — «esa gente», como les llama Olivia—, entró a robar y desmanteló el lugar, en la cuadra de atrás de Rinconcito Jamaica. Como tenían que buscar dónde vender, les robaban, y «unas fueron violadas, incluso hasta las hijas», cuenta Olivia Sierra.

A pocos metros de Las Crucitas, está la Posta Policial Belén, un lugar que ha sido denunciado en medios por las condiciones insalubres en que mantienen sus instalaciones y que pasó por una gran depuración de personal, que alcanzó a casi la mitad de su plantilla.

Es 3 de junio de 2021 y las aceras del barrio están concurridas. Las mujeres venden carne asada con frijoles, un plato muy común en Comayagüela y Tegucigalpa. Algunos hombres reparan vehículos en talleres de mecánica callejeros.

En una ciudad de mayoría mestiza, el sentido de comunidad garífuna es fuerte para Olivia. «Un rinconcito donde podemos velar a nuestros muertos, cuando mueren por enfermedad o que nos los maten, donde bailar punta, celebrar acontecimientos importantes como los 200 años de la llegada a Honduras (…) es un rinconcito para todos», dice Olivia.

La matriarca habla dentro de un pasillo en su edificio. No se mueve de la puerta. De vez en cuando, hace sonar las llaves que lleva en las manos. Olivia cuenta su historia con sinceridad, pero pone límites sobre lo que se puede saber de su vida. No invita a pasar ni a Rinconcito ni a su hogar.

Rescatar la alegría del pueblo garífuna no es tarea fácil cuando se está rodeada de violencia. El Gobierno de Honduras no tiene una clasificación de violencia por barrios, pero Las Crucitas —dicen sus vecinas— es muy peligroso.

Las Crucitas está a pocos metros de barrios como Los Profesores, Bellavista y La Obrera, zonas que, según la Policía Nacional, tienen gran presencia de maras y pandillas. Sin datos, la violencia se mide con detalles sutiles, como asaltos y robos, o bruscos, como asesinatos impunes. La vida en los barrios se cuenta en violencias diversas.

En Honduras, para hablar de lugares paupérrimos donde reina la cultura del ver-oír-callar, porque están controlados por maras y pandillas, se usa el término «Los barrios». Es una idea abstracta, pretendidamente ambigua, pero dominada por un significado: latente peligro de muerte.

El Código Penal de Honduras reconoce el delito de violencia doméstica desde 1997. Durante la primera década, la cifra a nivel nacional apenas alcanzaba las 12,000 denuncias, según datos de la fiscalía. Las denuncias aumentaron el doble a partir del 2009, después del golpe de Estado que se produjo en el país. Desde entonces, todos los años la cifra solo aumenta.

La cultura del silencio afecta a las cifras de violencia machista en los barrios. En 2020, el Sistema Nacional de Emergencia registró 282 denuncias diarias de violencia machista. La mayoría no llegó a juicio. El informe anual del Poder Judicial señaló que solo se realizaron 715 audiencias por este delito.

Francisco Morazán, la región donde está Comayagüela, es la que más denuncias por violencia doméstica reporta al Sistema Nacional de Emergencia. En 2020, Honduras cerró con más de 90,000 casos de denuncias de violencia doméstica. De éstas, 10,020 provenientes del Distrito Central. Hasta finales de julio de 2021, hubo 5,758 casos del Distrito Central.

La cultura garífuna es un matriarcado. Por eso, muchas mujeres buscan a Olivia cuando necesitan ayuda. Tanto Rinconcito como ella son el refugio garífuna en esa zona de la ciudad. Olivia rechaza hablar de las razones por las que huyen las mujeres, porque en barrios controlados por maras y pandillas no hay manera de denunciar la violencia machista.

La policía no debe entrar a la zona sin avisar. «Aquí, hija, es de ver, oír y callar, solo así se sobrevive. Tú no puedes participar, ni decir absolutamente nada. Si dices, o hablas o llamas por ejemplo a la policía, antes de que lleguen, ya estás muerta», dice Olivia.

Ante la violencia doméstica, pedir ayuda a grupos criminales tampoco es una opción. «Si llamas y le dices a esa gente —miembros de maras y pandillas— que estás sufriendo violencia doméstica de parte de tu pareja, es prácticamente como que estuvieras vendiéndole tu alma al diablo porque prácticamente para ellos pasas a ser parte de ellos».

Olivia no permite hablar con las mujeres a las que ayudó. Las protege, como protegió a su hija, a su nieto, y a sí misma. Ninguna de sus dos hijas quiere hablar tampoco para contar qué es ser mujer en Las Crucitas ni qué motiva a huir de un día para otro.

El silencio como protección impera. El miedo huye con las mujeres.

El lugar de los golpes

De la zona central hondureña, Comayagüela es el lugar donde le pegan más fuerte los golpes.
En 1998, el devastador Huracán Mitch afectó tanto a la ciudad, que más de veinte años después aún hay secuelas visibles en sus barrios. El primer caso de COVID-19 en Honduras se registró en Comayagüela.

El Gobierno de Honduras decretó un toque de queda que en los primeros meses de 2020 llevó al cierre total de Comayagüela, donde la gente sobrevive principalmente del comercio informal. Fue allí donde los militares tomaron el control y, junto con la policía, reprimieron a la gente que salía a las calles a buscar comida.

El Rinconcito Jamaica cerró durante 10 meses. Olivia Sierra comenzó a vender pan de coco en la puerta del local. Este pan es una receta garífuna que lleva ingredientes fáciles de encontrar. Cada pan lo vendía a 10 lempiras (42 centavos de dólar). Así pudo sobrevivir al inicio de la pandemia.

«Aprendimos a ahorrar, a no regalar comida; aprendimos a comer con la pandemia», dice Olivia y se ríe. Su carcajada es irónica. Solo podían comer lo que estuviera a su alcance. «Fue dramático, pero educativo» dice mientras se desdibuja su sonrisa.

Desde diciembre de 2020 hasta finales de 2021 Olivia no ayudó a ninguna mujer a huir de Honduras. Ahora se dedica a apoyar en lo que puede a aquellas que no se han ido, pero buscan sobrevivir en los barrios. Desde Rinconcito, ella vende el pan de coco que hacen las demás mujeres. Sierra tampoco permite que hablemos con esas mujeres.

Lo que no cambió con la pandemia fue la dinámica de los barrios en esta ciudad. Las fronteras siguen siendo las mismas, el miedo de cruzarlas también. Las mujeres que hablan lo hacen con miedo, no quieren dar su nombre pero cuentan que no se sienten libres, que la regla es ir de la casa al trabajo y viceversa, no desviarse nunca.

Pero ese miedo marca una profunda división de clase. Hay un estigma sobre determinados barrios —como Las Crucitas— que les impide acceder a un empleo estable. La mayoría de las mujeres que tienen un oficio se dedica al trabajo doméstico o al comercio informal, como la venta en mercados o en las calles.

¿Por qué muchas mujeres del interior del país, como las garífunas, migran a un barrio conflictivo, en una ciudad violenta?

Olivia ha preferido echar raíces en Comayagüela y mantener su identidad garífuna, tan lejos de la costa que la vio nacer, porque le ha representado más oportunidades de subsistencia.

Olivia adoptó a Denia hace veinte años, a quien conocía porque su familia —que aún vive en Tela— era vecina de Denia. La niña había perdido a su madre a los 12 años. A los 14 se mudó con ella desde Tela a la capital.

Con los hijos de Denia, de 34 años, Olivia Sierra mira a través de redes sociales y videollamadas la vida que, muy lejos de ella, tienen ahora Marcela y su nieto, que ahora tiene 8 años.

Cuando Marcela llegó a Estados Unidos, le contó a su madre que es lesbiana y que tenía muchos sueños por cumplir estando allá. Quería estudiar para convertirse en otorrinolaringóloga. Ahora Marcela está casada con una mujer y estudia la carrera que deseaba.

«Estoy feliz por mi muchacha, la acepto como es porque es mi hija. Si ella es feliz yo también soy feliz. Ella tiene su vida hecha con la muchacha con la que se casó, se aman, se respetan, se quieren y ahí están criando a mi nieto ellas juntas», dice Sierra con una sonrisa.

En la ciudad convergen tantas garífunas en un lugar porque tienen familias o personas conocidas ya ubicadas. Pero los barrios a los que llegan a vivir generalmente son dominados la violencia de maras, pandillas, asaltantes y racismo, por eso muchas mujeres finalmente terminan huyendo del país. Hay una razón que existe, pero no suena entre las explicaciones que dan las mujeres: cuando hablan de maltrato, abuso o golpizas, no lo llaman violencia machista.

Olivia pensó en irse muchas veces. Nunca lo hizo. Ahora dice que quiere ir a ver a su hija a Estados Unidos, pero la ruta migratoria le parece muy peligrosa y difícil de recorrer a su edad.

«En este país tan bello como es Honduras, la vida es sálvese quien pueda», dice Olivia entre triste y resignada.

Hay algo que Olivia Sierra se repite muchas veces: lo mejor que les pudo pasar a las quince mujeres que ayudó a escapar fue salir de los barrios que les hacen imposible tener una vida digna.

Olivia Sierra dice que ha dormido poco, que se encuentra cansada.

Olivia vuelve a sonar las llaves.

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