Una plancha de pelo para sobrevivir

Rosy Flores siempre quiso ser abogada penalista en El Progreso, una pequeña y violenta ciudad al norte de Honduras. Diez meses pasaron para que decidiera dejar su empleo, en una especialidad en la que las mujeres tienen un techo de cristal y las amenazas provienen de todos lados: de los imputados pero también de sus colegas abogados.

Texto Leonardo Aguilar
Fotografías: Antonio Gutiérrez
Edición de fotografía: Oliver de Ros
Edición de texto: Elsa Cabria
Análisis de datos: Ximena Villagrán

Esta crónica fue realizada por el equipo de Contracorriente en 2021 para el proyecto Las que Huyen de Centroamérica coordinado y editado por El Intercambio.

«Rosy, aquí hay alguien que quiere hablar con vos, tengo que pasártelo», dijo por teléfono un preso a la abogada Rosy Flores. Esa llamada salió, un día de febrero de 2020, desde la cárcel de El Progreso, al norte de Honduras, donde hay centenares de pandilleros de la pandilla Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha (MS-13) hacinados.

Al recordar aquel día, Flores, de 28 años, junta y entrelaza los dedos. Usa lentes grandes de tipo aviador y su cabello rizado está teñido de rojo. «(Esa otra persona) me lanzó una amenaza», dice Rosy.

La penalista escuchó a un preso, molesto, que le exigió mandar un mensaje intimidante a otra persona, sin cometer equivocaciones. «Lleve este mensaje, tenemos su número, su ubicación, la conocemos abogada, háganos ese favor, no se vaya a meter en problemas», evoca, sin aclarar qué le dijo y sin detallar si hizo lo que le pedía.

Como consecuencia, Flores dejó de contestar números desconocidos. Empezó a usar gorros, lentes de sol, ropa floja y decidió alisarse a diario el cabello. Evitó al máximo visitar los juzgados, donde la conocen como la abogada ‘colochita’, como se denomina en Centroamérica a la gente con rizos. Ella pensaba en su madre y se preguntaba: «Si me matan, ¿cómo queda mi mamá?».

Sin mecanismos de protección, las abogadas en Honduras sobreviven en un ámbito de violencia criminal, acoso sexual y estigmatización. «Se me venía a la mente que la gente seguro se preguntaría en qué cosas andaba yo y que por eso me habían matado», dice Flores.

Después de dos meses alisándose el cabello para no ser reconocida, tomó una decisión: dejó el derecho penal. Llevaba diez meses ejerciéndolo, en un país en el que su presidente, Juan Orlando Hernández, fue señalado como narcotraficante por la justicia de Nueva York y su hermano Tony, condenado a cadena perpetua por la misma razón, sin jamás pasar por la justicia en Honduras.

Honduras registró más de 160 abogadas y abogados asesinados desde el 2010 hasta el 2020. El Progreso —una ciudad con cerca de medio millón de habitantes— es uno de los peores lugares para ser abogada: el 97 % de los crímenes contra abogados permanecen en la impunidad. Para 2021, cuando Rosy nos contó su historia, El Progreso era una de las cinco ciudades más violentas de Honduras.

La mayoría de casos penales en Honduras son llevados por hombres abogados. Por lo general, según Rosy, muchos de estos no tienen miedo de defender narcos o pandilleros ni de romper relaciones con ellos, porque cuentan con conexiones importantes en el gobierno, fiscalía, juzgados, policía y ejército.

«Las mujeres no alcanzan las mismas alianzas o los vínculos que tienen algunos hombres, ellos tienen más oportunidades de entrar en estos espacios. Y tal vez no de una manera tan limpia», opina Flores, sentada en su oficina, en donde ahora trabaja para que personas perseguidas por la violencia puedan obtener refugio en otros países.

En julio de 2013, en El Progreso, la jueza de sentencia Mireya Mendoza fue asesinada dentro de su camioneta. Las autoridades encontraron más de 20 casquillos de nueve milímetros en la escena. Fue el último asesinato de una mujer abogada en El Progreso.

La nueva en el bufete

Desde antes de graduarse, algunos bufetes contactaron a Rosy por su potencial como abogada penalista. Pero cuando terminó la carrera de Derecho, no sabía que salía a un campo laboral tan impune como el poder judicial: el 18 de enero de aquel año, el Congreso aprobó un nuevo Código Penal, que rebajaba las penas a los delitos de corrupción y narcotráfico.

Ese mismo año, además, El Progreso alcanzó una tasa de 94 homicidios por cada cien mil habitantes, 35 puntos por arriba de la tasa promedio en Honduras.

Rosy empezó, en mayo de 2019, a trabajar dentro de un bufete para llevar casos en materia penal No recibía un salario fijo, una dinámica común y asumida, pese al riesgo profesional por ser mujer. Percibía en sus colegas abogados un sentimiento de superioridad porque era recién graduada, mujer y joven. «Me veían como una niña que andaba aprendiendo», cuenta.

Los imputados a los que defendía, tenían una mirada morbosa. Recuerda que le hacían saludos subliminales, pero se mostraba dura. «Toca imponerse, cambiar el tono de voz, cambiar tus palabras, saber cómo tratarlos, identificarte como abogada. Entonces ellos retroceden un poco y de repente pueden tratarte normal», explica.

Con 26 años era la abogada más joven. La única mujer. A veces viajaba a Tegucigalpa, la capital, para defender a unos clientes pandilleros, acusados por la muerte de un periodista. Aunque asegura que jamás se reunió con ellos ni con sus familiares. «Porque ahí corrés el riesgo, como mujer, de que un miembro de la pandilla sienta una atracción física o sexual por vos», dice.

La falta de ética para proteger la información confidencial, la necesidad de ser del agrado de los servidores judiciales, las presiones de los defendidos y el carácter corrupto de la policía y el ejército. En ese orden, Rosy cita las dificultades a las que se enfrentó como penalista. «Si (las fuerzas de seguridad) tienen intereses, vas a ser víctima de un atentado, asesinato, de una amenaza».

La influencia de la política partidista es determinante. La mayoría de los empleados judiciales en El Progreso, han sido colocados por Roberto Micheletti, expresidente del Legislativo. Otra parte, gracias a diputados del partido de gobierno.

Queda fuera de esa dinámica de poder la mayoría de abogadas. Flores no conoce asociaciones de abogadas en El Progreso y explica el porqué: «Existen campañas de desprestigio por el hecho de ser mujeres y surgir de forma organizada».

Flores cree que la situación de las abogadas hondureñas no puede solucionarse con la creación de más leyes, sino con campañas para concienciar a la población.: «Las mujeres debemos continuar en la lucha por el respeto a nuestras vidas, a la integridad física, psíquica y dignidad humana».

Rosy cuenta que en las pláticas con los imputados, estos siempre prestaban más atención al abogado varón, aun y cuando ella dirigía el caso. Trabajó durante diez meses en el bufete, pero los últimos dos meses, se la pasó evitando el juzgado, planchándose el pelo, evitando ser vista. Uno de los abogados que participó en la defensa de los pandilleros —el mismo caso en el que participó Rosy— fue asesinado meses después.

La ex penalista siente que una mujer, al ser vista con un abogado, siempre va a ser señalada de haber tenido relaciones sexuales con él. «Eso me afectó mucho al inicio (de ejercer)», pero su buena reputación como abogada comprometida con las causas sociales, le abrieron las puertas. «Yo significaba más que aquellos comentarios», dice dos años después de haber comenzado su carrera.

El estrés en los juzgados

Es martes, 26 de octubre. Es mediodía y el sol está en su esplendor en una ciudad que ronda los 30 grados diarios. Rosy Flores se baja de su vehículo y camina por el polvoriento parqueo de tierra de los juzgados de El Progreso, que está atestado de vehículos. Ya no suele visitar estas instalaciones — salvo asuntos civiles o de familia—, pero ha llegado porque yo se lo pedí.

Flores lleva tacones y busca mantener el equilibrio entre las piedras del suelo. Las hay de todos los tamaños. Las grandes sirven como bancas para sentarse. Las medianas —del tamaño de un balón de fútbol— son utilizadas como líneas de estacionamiento. Las pequeñas, por donde camina Rosy, son las más peligrosas. Un mal paso deriva en una torcedura de tobillo.

En las afueras de este juzgado hay cerca de un centenar de personas, entre taxistas, abogados, fiscales, clientes, vendedores de comida, etcétera. También hay policías y militares, con sus rostros cubiertos, custodiando. Flores siente tensión y estrés siempre que lo visita.

En el edificio, que está a un kilómetro de la cárcel de la que recibió la llamada hace casi dos años, se han presentado algunos de los criminales más temidos de Honduras. El 13 de febrero de 2020 se produjo una balacera dentro, que terminó con la liberación de Yulan Archaga, alias El Porkys —designado por el FBI de los Estados Unidos en la lista de los 10 más buscados—, rescatado por un comando de su pandilla, la MS-13.

Las marcas de disparos por la fuga de El Porkys continúan intactas en la entrada del juzgado, que hace años no pintan y tiene las paredes descascaradas.

Actualmente hay una orden de sacar todos los archivos del edificio y evacuar paulatinamente a todo el personal. La razón: hay grietas importantes en su estructura y, como en los últimos días hubo actividad sísmica, hay riesgo de que todo el edificio se venga abajo.

A petición nuestra, Rosy posa junto a una estatua deteriorada de la diosa Temis que está frente a la puerta principal del juzgado. Temis representa la justicia. Hemos pactado quedarnos afuera, sin entrar, pero dentro de este juzgado hay prácticas surrealistas: los servidores judiciales son víctimas de intimidación por parte de abogados que cuentan con poder económico y el favor de grupos armados. Reciben gritos, insultos, vejámenes y hasta amenazas de muerte.

Algunos abogados han optado por aceptar sobornos y colaborar con este sistema como un mecanismo de protección. Constantemente, muchos de ellos, son expuestos en redes sociales como operadores de justicia corruptos.

Honduras vivió un golpe de Estado en 2009. Después, la falta de independencia judicial aumentó, en un país con alta injerencia del Ejecutivo y el Legislativo en el organismo judicial.

Los jueces que se rebelan contra el sistema se enfrentan a procesos disciplinarios. En Honduras, hubo 77 destituciones y despidos de jueces y empleados judiciales, entre 2014 y 2017 (no hay cifras posteriores), según la Asociación de Jueces por la Democracia (AJD).

Los empleados del Poder Judicial sin protección, lidian en este contexto de violencia e injerencia política. Algunos colaboran descaradamente filtrando información confidencial a pandilleros, bufetes de abogados, policía y ejército. «La información fluye de inmediato desde que una abogada presenta un poder de representación para defender a un cliente», dice Flores.

Esa información pasa a los abogados que buscan clientes como si de un mercado se tratara, luego esta información pasa a los cuerpos policiales y finalmente es vox populi dentro del centro penal. «Los imputados dentro del centro penal conocen todo lo que pasa en los juzgados. Por eso llegan a acuerdos para recomendarse mutuamente a los abogados», cuenta.

En el juzgado de El Progreso hay un método pulido para obtener favores, descuentos, ganancias. Un intercambio de información, advierte Flores, basado en la búsqueda de intereses.

Quien va contra el sistema, es prescindible.

El pelo colocho

El mismo martes después de visitar el juzgado, entramos en un café que tiene las mesas en una especie de galera. Frente a nosotros hay un patio amplio de tierra, cubierto de grama, con árboles, una piscina, palmeras y flores. No pedimos café porque no hay energía eléctrica y las máquinas no pueden operar. Nos traen limonada.

Las suspensiones de energía son habituales en Honduras —en donde una empresa colombiana, contratada por el Estado de Honduras, interrumpe el servicio a diario, con jornadas que duran hasta 8 horas—. Afuera se escuchan los carros. La plática contrasta con el silencio del lugar.

Al preguntarle a Rosy qué acaba de sentir en la visita a los juzgados, con hombres que le lanzaban miradas morbosas, responde que sintió una incomodidad familiar: «Solo llegué y sentí la tensión que se agarraba en el aire».

Flores dejó el empleo en el bufete un mes antes de que Honduras registrara el primer caso de Covid en 2020. Cuando los juzgados y tribunales fueron cerrados, los abogados independientes, como Flores, se quedaron sin salario. A finales de ese mismo año, dos huracanes, Eta y Iota, sacudieron la zona norte, donde está El Progreso.

En ese contexto, Flores se puso a estudiar durante un año. Tenía tiempo. Recibió dos diplomados sobre derechos humanos. Se capacitó en propiedad intelectual, derechos constitucionales y el impacto de nuevas normativas aprobadas por el Congreso. Al parar, descubrió que quería servir «como defensora de vidas desplazadas», dice.

A mediados de 2021, Flores empezó a trabajar con un consorcio de organizaciones nacionales e internacionales, para acompañar a personas en riesgo por la violencia: «Las presiones y las responsabilidades son también grandes en este trabajo, sin embargo, el riesgo puede manejarse de manera más privada. Existen acuerdos de confidencialidad».

—¿Hace cuánto no usa su plancha de pelo? —le pregunto a Rosy.

—Hace más de un año —responde, extrañada por la pregunta.

—¿Piensa volver a usarla? —le pregunto.

—Espero que si la vuelvo a usar sea por placer y no para proteger mi vida —contesta en medio de carcajadas.

Es miércoles 24 de noviembre de 2021. Faltan cuatro días para las elecciones generales. Nuestra conversación se da detrás de la puerta blindada de su oficina. Tiene prisa porque tiene que prepararse por si hay violencia el día de las elecciones.

En las dos últimas elecciones, hubo cruentas protestas por sendos fraudes electorales, saqueo de negocios y represiones brutales por parte de las fuerzas de seguridad en contra de manifestantes. Después de los comicios de 2017, al menos una veintena de manifestantes murió a manos de la policía y el ejército, según datos de Naciones Unidas.

—¿Y si hay otro fraude usted saldrá a protestar? —le pregunto.

—Claro que sí. No hay de otra.

Un mes antes le pregunté si había pensado en huir de Honduras. Dijo tajantemente que sí.

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Sobre
Editor de actualidad y reportero en Contracorriente. Abogado y periodista. Sus estudios los ha realizado en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula (UNAH-VS). Ha trabajado en radio, prensa escrita, periodismo web e investigativo. Ha colaborado con organizaciones defensoras del ambiente y en investigaciones sobre desplazamiento forzado por razones de violencia ligada al narcotráfico.
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