Durante los últimos seis años, 2265 labradores, jornaleros y campesinos fueron denunciados en el Ministerio Público (MP) por delitos relacionados con agresiones sexuales. Los hombres que se dedican a labores del campo son los más denunciados, según la base de datos del MP que solamente consigna en 3821 casos de 19,815 la profesión del agresor. A pesar de que hay un aumento de denuncias por parte de mujeres en las zonas rurales, estas enfrentan mayores dificultades para obtener atención integral en casos de violencia sexual y tener acceso a justicia.
Texto: Vienna Herrera
Fotos: Martín Cálix
María Hernández recuerda con claridad el día que puso una denuncia por violencia sexual contra un militar que había violado a su hija Miriam, quien tenía 14 años en ese entonces, tras la agresión la menor quedó embarazada. Un año y medio después de la denuncia, el militar quedó libre de todo proceso, ni María ni su hija fueron notificadas de esa decisión.
Ellas viven en la comunidad de Las Flores, Marcala, en el departamento de La Paz y se dedican a cultivar «toda clase de semilla que haya en la tierra», dice que así es como logró sacar adelante —sola— a sus cuatro hijos.
Miriam es la tercera de los hijos de María, juega con su hija en medio del campo de fresas recién cultivadas que tiene su familia. No habla mucho, excepto cuando cuenta que su hija tiene una discapacidad para caminar y que tanto ella como su madre creen que está relacionada con el estrés que pasó durante su embarazo porque estaban llevando el proceso judicial en contra del agresor. «Fuimos amenazados tanto por familia de él como por la familia de su esposa, andamos con miedo de que alguna vez nos los encontremos en el camino porque somos vecinos, las autoridades no hacen nada», dice María.
De 2014 a 2020 el MP recibió denuncias de 19,815 mujeres víctimas de agresiones que las leyes hondureñas califican como delitos contra la libertad sexual: violación, rapto, hostigamiento sexual, incesto, estupro, trata de personas y explotación sexual. De este dato solo 3821 víctimas consignaron la ocupación del agresor, de ese total 2265 eran hombres que laboraban en el campo.
Karol Bobadilla, abogada con experiencia en acompañamiento a mujeres sobrevivientes de violencia, dice que en las zonas rurales ninguna institución que atiende casos está capacitada: «muchas veces habían fiscales asignados, pero no hablaban ni con las víctimas y solo llegaban a las audiencias sin haber consensuado las líneas de investigación a seguir, sin haberles tomado el testimonio antes para ver si algo podía afectar el proceso, para ver en sí los hechos y que es lo que pretende la víctima con ese proceso judicial», dice.
María cree que lo que dificultó su caso fue acusar a un militar que tenía conexiones para lograr salir libre. Dice que se enteró por una amiga que le habían removido los cargos y que al ir a averiguar donde la fiscal que llevaba el caso no quería darle información: «ahí le dije que podía empezar el caso nuevamente: en otro lado porque ese hombre nos podía hacer daño y me dijo que no, que cuando me golpearan fuera con ella, le dije que ya muerta no iba a poder regresar».
Los datos del MP también indican que entre 2014 y 2020 fueron denunciados 74 casos de militares y policías de distintos rangos, incluso un director de centro penitenciario, por delitos contra la libertad sexual. En el departamento de La Paz hubo cinco denuncias, cuatro contra militares y una contra un policía, tres de las víctimas eran menores de edad.
La abogada Bobadilla asegura que llevar procesos contra elementos de seguridad es mucho más complejo. Además cuenta que en un caso en el que dio acompañamiento «había cierto nivel de hermandad entre los mismos policías. A la víctima la dejaron sola en una sala junto a su agresor, no tomaron ningún tipo de medidas de protección para ella y la revictimizaron llevándola en medio del transporte junto con él a la audiencia. Era evidente el nivel de protección y deslegitimación del testimonio que estaba dando cuando sabían que era un policía».
Una atención en salud limitada para las mujeres del campo
En Honduras desde 2009 existe una prohibición para la venta y distribución de la pastilla anticonceptiva de e:mergencia (PAE) y desde entonces todos los casos de violencia sexual se han atendido sin este método para prevenir un embarazo, también esta prohibición no permite que se apruebe un protocolo de atención integral a víctimas de violencia sexual.
Médicos Sin Fronteras, una organización no gubernamental que solamente trabaja en zonas urbanas y cuenta con atenciones a sobrevivientes de violencia, registró que del total de casos con embarazo que atendieron entre 2016 y 2018, el 81 % consideró que su embarazo fue producto de una agresión.
Fany Acosta, una médica en servicio social que atiende en un centro de salud en una zona rural, le dijo a Contracorriente que las mujeres y niñas no suelen hablar con el personal de salud sobre si son víctimas de violencia sexual.
«Se ve muchos casos de niñas adolescentes que están viviendo con hombres mucho mayores que ellas. Llevamos controles de las embarazadas y hay niñas de 13 años embarazadas de hombres de 21 o más, eso se entiende por la ley que también es abuso, pero no lo ven así, se normaliza», dice Fany Acosta.
Para la doctora in fieri fue muy impactante comenzar a dar atención por la cantidad de casos de menores de edad embarazadas: «pensaba ¿y qué más vamos a hacer?, ¿a quién vamos a denunciar o a quién hay que hablarle? Y la enfermera me dijo que no, que solo le hiciera un control normal. No se hace nada más, simplemente se le piden sus exámenes de rutina, se toman sus datos, sus vitaminas y lo único diferente es que los papeles van en rojo porque es un embarazo de riesgo».
La organización Ipas Centroamérica señala que entre 2009 y 2018, una población de 215,623 niñas menores de 18 años dio a luz en el sistema público nacional, y solo en 2018, de esos partos, 843 correspondieron a niñas menores de 14 años.
Los datos del Ministerio Público detallan que 66 % de las víctimas eran menores de edad, desde uno a 17 años, en el registro de casos en donde el agresor laboraba en el campo.
Dalila Aguilar, integrante de la Central de Trabajadores del Campo (CNTC), en La Paz, que le dio acompañamiento al caso de Miriam y de otras mujeres, dice que hay una deuda grande para las mujeres del campo en salud sexual y reproductiva: «recuerdo que en el 2012 hubo una violación de una chica extranjera. Rápido se hizo todos los trámites, con una atención médica exagerada y buscaron las opciones para que no saliera embarazada. Aquí a las demás mujeres no se les hace esa atención médica al momento de hacerle el estudio forense y son obligadas a que tengan a los niños», menciona.
Dalila que también forma parte del proyecto «lucha por el acceso a la tierra y el empoderamiento de la mujer campesina de La Paz», desde 2017. Añade que en general el acceso a salud reproductiva para las mujeres rurales es muy limitado. En su proyecto tuvieron que añadir el componente de salud «porque había mujeres a las que nunca se les había hecho una citología, esto hizo que salváramos la vida de tres mujeres. Si no pensamos en las necesidades estratégicas de las mujeres en nada estamos porque la salud es lo más importante».
Contracorriente contactó al doctor Alcides Martínez, director de las redes integradas de la Secretaría de Salud que se encarga de la distribución de anticonceptivos, pero dejó de responder a las diferentes solicitudes de entrevistas.
Cuando se decretó cuarentena por COVID-19 en marzo de 2020, pasaron tres semanas para que la Secretaría de Salud se asegurara de que los centros de atención facilitaran anticonceptivos, después de que se había dado una orden de solo atender pacientes sospechosos de COVID-19. Esta situación afectó con mayor fuerza en las zonas rurales, quienes además reportaban mayores dificultades para movilizarse por este tipo de atención, según registros de organizaciones.
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Cuando se reactivó la atención de anticonceptivos a través de un oficio, este detallaba que la aplicación del anticonceptivo inyectable trimestral, los dispositivos intrauterinos (DIU) y los implantes subdérmicos se podrían aplicar únicamente a pacientes que lo usaron antes, no a quienes quisieran usarlo por primera vez, lo cual es una limitante más para las mujeres de las zonas rurales. Fany Acosta asegura que uno de los métodos anticonceptivos que suelen elegir las mujeres en las zonas rurales es la inyección «porque es más fácil esconder a sus parejas que están planificando».
Dificultades en el acceso a la justicia
Los datos del MP indican que el departamento con más denuncias en casos ligados a agresores en zonas rurales es El Paraíso, seguido de Francisco Morazán y luego Lempira. Sin embargo, los registros del Poder Judicial en 2019 indican que los departamentos con más resoluciones en casos de delitos contra la libertad sexual fueron Comayagua, Cortés y Francisco Morazán.
Alejandra Flores, de la Red de abogadas por los derechos humanos, añade que muchas mujeres viven en zonas alejadas del transporte público o no tienen dinero para movilizarse a poner una denuncia: «lo que se alega es que las personas no conocen las leyes y es totalmente cierto, pero a veces esa es la forma en la que se defienden a muchos hombres que cometen delitos de abuso sexual», comenta.
Por su parte, la abogada Bobadilla agrega que las organizaciones que acompañan los casos tienen más dificultades en las zonas rurales: «a veces las capacidades logísticas son pocas porque en las zonas urbanas pueden estar con las mujeres, acompañarlas a hacer la denuncia y si se presenta algún problema acompañarlas. Mientras que en zonas rurales son puntuales en los que una se mueve, la mayoría se acompaña por teléfono».
Datos del Poder Judicial indican que en 2019 el 53 % de los casos por delitos contra la libertad sexual obtuvieron una sentencia absolutoria.
Wendy Cruz, de la Vía Campesina, una organización que aglutina a trabajadores del campo en Honduras, dice que hay una discriminación desde las políticas públicas del Estado: «en el tema de acceso a la justicia en casos de violencia contra las mujeres es una denuncia permanente que hemos hecho como mujeres rurales, no existe una institucionalidad que acompañe a las mujeres en casos de violencia y en el área rural hay un fenómeno de violación que la gente lo ve como normal», dice Cruz
María cuenta que a su nieta le hicieron una prueba de ADN para identificar si el agresor era su padre, pero que nunca tuvieron acceso a los resultados y que nadie les explicó cómo era todo el proceso. La fiscal que les llevaba el caso le dijo que la prueba salió negativa y que mejor hablar con su hija: «Cuando uno está seguro de lo que está haciendo por eso actúa, yo le dije que ya había hablado con ella y no es la única mujer, solo que las otras no quieren denunciar por miedo». María asegura que tuvo que recurrir a defensa pública porque no podía pagar un abogado privado.
Rosmery Álvarez, encargada de la Oficina Municipal de la Mujer en Marcala, La Paz, añade que en el acceso a la justicia hay limitantes: «hay una revictimización del proceso y no hay atención psicológica, no contamos con una logística como se había promocionado a través de las cámaras del MP y también un desafío en el Poder Judicial que le está apostando a estas zonas donde sabemos somos una zona donde convivimos día a día con este tipo de agresiones y que poco o nada se hace».
María y Miriam viven con un miedo latente de que en cualquier momento el agresor regrese y les haga daño, María dice que la justicia le falló: «y no me quedó de otra que quedarnos así». Añade que la fiscal que llevó el caso de Miriam le dijo que podía regresar a abrir el caso si es que el militar le hacía algo y que ella solo le respondió: «muerta no voy a poder regresar».
María dice que las instituciones le han fallado a ella y a su hija. En su búsqueda de justicia el Estado no las protegió y las condenó a vivir con miedo. Para las mujeres en la comunidad de Las Flores, la violencia sexual siempre ha perseguido sus vidas, desde pequeñas buscan huir. «En el camino salen hombres extraños que violan niñas, la verdad a veces hasta han violado adultas, por eso todas caminamos con miedo», dice María, mientras detrás de ella su hija y su nieta juegan entre sus cultivos de fresa.