Por: Jennifer Avila
Portada: Persy Cabrera
La primera mujer presidenta de un país como Honduras levantó muchas expectativas en el movimiento feminista y, no vamos a negarlo, en muchas mujeres conscientes de las opresiones, la falta de acceso a derechos y la violencia basada en género que sufrimos. Ver a la presidenta rodeada de mujeres jóvenes que ahora ostentan puestos de poder es, sin duda, una imagen refrescante. Aún más disruptivo es saber que la candidata oficialista con altas probabilidades de ganar también sea una mujer, un hito histórico.
Pero, ¿qué ha hecho por las mujeres este gobierno liderado –al menos en apariencia– por mujeres?
La primera medida, y quizá lo mínimo que el movimiento feminista esperaba del gobierno de Castro, era la aprobación de la PAE. Honduras fue el último país de Latinoamérica en aprobar el método de anticoncepción de emergencia, pero a Castro le tomó un año porque la alianza política con grupos conservadores amarró los derechos sexuales y reproductivos. La pieza de negociación más fácil de ceder parece ser siempre la que tiene que ver con los derechos de las mujeres. En otras cosas el gobierno de Castro ha sido autoritario, pero en esto, el pulso se realizó sin patadas.
Con la tardanza de esta aprobación vía decreto ejecutivo y la ausencia de una estrategia de comunicación y educación efectiva sobre este tema, ahora los grupos conservadores amenazan con revertir la medida, incluso cuando la PAE sigue siendo un tabú y por ello su distribución ha sido obstaculizada.
Si la anticoncepción de emergencia es un tema difícil para este gobierno, no digamos la despenalización del aborto, que continúa siendo intocable. En mayo de 2025, una joven de 19 años fue detenida tras ser acusada de abortar un embarazo de 23 semanas. El caso no solo evidenció la violencia institucional hacia las mujeres en situación de vulnerabilidad, sino que volvió a poner sobre la mesa el nivel de crueldad con que se aplica la ley cuando se trata de los cuerpos de las mujeres. En un país donde la violencia sexual es altísima, el acceso a la PAE sigue siendo limitado y la educación sexual es casi inexistente —un tema que este gobierno también prefirió ceder con fines de popularidad electoral—, los embarazos adolescentes y no deseados son una consecuencia esperable. Pero el Estado sigue castigando a las mujeres en lugar de garantizar sus derechos.
Luego está el tema de la seguridad para las mujeres. El punto clave que justificó el traspaso del sistema penitenciario a manos militares y la prolongación de una medida terrible como el estado de excepción fue el asesinato de 46 mujeres bajo custodia estatal. El crimen sigue sin esclarecerse, especialmente en lo que respecta a la participación de agentes del Estado y su responsabilidad directa. Para tranquilidad de todos, se afirmó que «las mujeres se mataron entre sí» y que seguirán presas las que dispararon las armas. Mientras tanto, en las calles de Honduras, el control criminal sigue rampante, a pesar del estado de excepción que solo ha profundizado la militarización de la seguridad pública y la restricción de derechos constitucionales.
En medio de todo esto, los femicidios continúan aumentando. La impunidad persiste. «Es un problema social», dice el ministro de Seguridad. Y lo es, pero también hay un problema en el ejercicio del poder y en el liderazgo de un partido que supuestamente actúa desde los intereses de las mujeres, pero que frente a todo el país demuestra que las prácticas más tradicionales de la política, como el nepotismo, la corrupción, el autoritarismo y las negociaciones bajo la mesa. siguen siendo las que predominan. Y las cosas que se premian en este gobierno también refuerzan esa imagen.
Mientras tanto, la precariedad laboral sigue siendo la norma para la mayoría de las mujeres hondureñas. Aunque se derogó la Ley de Empleo por Hora, no existe hasta ahora una política pública clara para garantizar empleo digno para las mujeres, mucho menos para aquellas que sostienen solas sus hogares. El acceso a créditos, tierra, formación técnica o condiciones para emprender sigue limitado por estructuras clientelares que este gobierno no ha desmantelado, al contrario, aprovecha. Tampoco hay una estrategia clara para dignificar el trabajo de las mujeres en el sector informal, donde muchas enfrentan acoso, bajos ingresos y nula protección social.
Recientemente vimos la entrega de un premio al presidente del Congreso Nacional, Luis Redondo, por parte de la Secretaría de la Mujer, una institución con muchísimo menos presupuesto que la maquinaria de propaganda partidaria del gobierno. Se premia a un político que, además de emplear a su esposa en el Congreso, ha sido señalado y acusado de no responder a la demanda por alimentos de una de sus hijas, y de no hacer nada tras la victimización de la denunciante, quien ha sufrido ciberviolencia por denunciarlo en público. Al mismo tiempo, los programas de prevención y atención a mujeres sobrevivientes de violencia, así como las casas refugio o la Ley de Salud en el Trabajo, que benefician específicamente a las mujeres, siguen sin presupuesto.
Es inevitable preguntarse si la retórica del feminismo en el gobierno de la primera mujer presidenta se ha convertido en una estética más que en una práctica transformadora. Porque la cooptación del lenguaje feminista sin acciones concretas no solo perpetúa las desigualdades, sino que profundiza el desencanto y además la violencia contra las mujeres. En este país, hablar de esto no es fácil. También es de resaltar que las críticas en contra de la administración de Xiomara Castro en muchas ocasiones van rellenadas con misoginia, y eso es también contraproducente para las mujeres que siguen esperando el ejercicio del poder desde una visión menos machista. Si esa transformación no ocurre, si seguimos viendo los vicios autoritarios, corruptos y mafiosos, la promesa de un gobierno para las mujeres será solo un espejismo.