La American Fiction hondureña

Texto: Jennifer Ávila

Portada: Persy Cabrera

 

Hace unos días vi American Fiction, la película que ganó un Oscar por mejor guión adaptado y que pasó desapercibida, opacada por fenómenos como «Barbenheimer» y películas muy complejas, como Zona de interés o Anatomía de una caída. Todas me gustaron, pero con American Fiction llevo ya varios días pensando en los ejemplos que aparecen en la película, sus situaciones, dramas y conflictos.

 

En mis pensamientos obstinados había preguntas ocultas que merodeaban, que  finalmente se develaron y me han llevado a escribir estas reflexiones: ¿cuál es la Ficción hondureña, y por qué me molesta tanto que la industria de los medios, el arte más comercializado, el folklore y la política circense, reduzcan nuestra identidad a lo más bajo de nuestras costumbres populares, muchas de ellas despreciables? 

 

Monk, un escritor y maestro universitario negro, de gran nivel literario, está pasando por una mala racha, no logra que lo publiquen y sus libros son encasillados en la sección de «estudios afroamericanos», aunque sean novelas que no tienen nada que ver con esos estudios. La razón: porque es negro, y la industria editorial reduce su calidad literaria a su color de piel y su pertenencia a un grupo demográfico. La industria espera de él que escriba «sobre negros», como si toda la diversidad de una población cupiera en un tema, el cual, además, está delimitado por una batería de estigmas y prejuicios sobre lo que ese grupo de población «debe» contar. 

 

Así, Monk, cansado de su situación y en bancarrota, decide escribir un libro lleno de clichés sobre «lo que es ser negro en Estados Unidos», reproduciendo en tono de burla todos los lugares comunes que calman las conciencias de los lectores supuestamente sensibles, y lo manda a las grandes editoriales para, según él, dar un mensaje de rechazo a la trivialización y la condescendencia en las que ahora se esconde muy bien el racismo. Presenta el libro con un pseudónimo y personaliza, sin revelarse, al negro prototípico que autoriza — según la industria — ese tipo de narrativa. Lo que él pensaba que debió haber sido sarcasmo, es tomado como autenticidad y el libro se convierte en un best seller llamado Fuck! («¡Puta!») y en una película hollywoodense. 

 

Para calmar la ansiedad que le produce a Monk la creciente insensatez y el absurdo, su editor le explica que él puede escribir tres tipos de libros, así como la marca Johnny Walker hace varios tipos de whisky: el popular red label, el intermedio black label y el azul, de mejor calidad para quien puede pagarlo, el blue label. Fuck! sería un red label, que todos consumen creyendo que por ser Johnny Walker es bueno, pero que por sus réditos le permitiría escribir lo que él quiere, probablemente unos cuantos blue label, de menor consumo, pero calidad superior. 

 

Con esa premisa parecería que todo está bien, pues el arte, la literatura e incluso el periodismo segmentan sus productos según su audiencia; pero ¿cómo termina lo más superfluo o lo más estereotipado siendo no solo lo más popular, sino lo más impactante en los valores de las sociedades? Dicen los conocedores que la calidad de un licor es proporcional a la intensidad de resaca que su consumo produce. ¿Cómo es la «resaca social» que nos produce consumir nuestro «Fuck!» hondureño de forma masiva?

 

¿Cuál sería nuestra «Fuck!» (que también puede traducirse como «¡Jodida!») y cuál su resaca? La respuesta se me vino fácil en el momento en que terminé de ver la película. Podría ser algún canal de televisión de mayor rating, esto que no es solo un medio de comunicación, sino ahora también un proyecto político. 

 

HCH le da al pueblo hondureño una sensación de espejos, escribió Óscar Estrada en su artículo «El juego de espejos de HCH». «Por un lado nos muestra una ciudad mórbida que parece creada para la crónica roja. Una ciudad anónima, conformada por miles de almas que nadie nunca sabrá que existieron, excepto cuando forman un espectáculo trágico o cómico, en donde la violencia y la ignorancia es parte de nuestro folclore. Y por el otro lado es la ciudad que se ve a sí misma. Anónimos viendo anónimos», escribió, y cuestionó sobre cómo esta exposición de una realidad caricaturizada o exagerada, estereotipada, ayuda a ocultar lo que realmente está pasando, sus causas, sus consecuencias, la complejidad humana.  

 

En HCH se destaca «el vive» hondureño, televisando el acoso sexual de un televidente fanático hacia una presentadora voluptuosa que baila punta, el baile garífuna que sexualizaron para hacerlo comercial. Mientras un hombre sube al escenario para tocar a una presentadora, miles o incluso millones lo ven en vivo por la televisión o las redes sociales, en donde comentan «se pasó de vivo». Y es que HCH entiende a la gente que quiere hablar como quiera, nalguear a una mujer sin su consentimiento, pasarse de vivo, porque eso es ser hondureño. Los demás medios lo intentan igualar y buscan desesperadamente replicar el fenómeno. 

 

«Fuck!» (otra traducción posible sería «¡Mierda!») — el libro que escribe el protagonista de American Fiction— narra la historia de un criminal en una comunidad negra, llena de pandillas, violencia y alcoholismo. Escrito en un lenguaje callejero, el autor crea una ficción en la que él mismo es un hombre fugitivo que escribió sobre su contexto. La intención no es contar algo sobre cómo viven las comunidades negras en Estados Unidos, sino hacer una crítica a la industria literaria y del entretenimiento que reduce —y por lo tanto condena— a toda una población a eso: peleas pandilleriles en un callejón oscuro. 

 

Podría decirse que HCH y otros medios y programas que lo imitan, muestran una diversidad de estas escenas a diario, de cosas reales, que no son parte de un cuento, es lo que vive la gente y es así; sin embargo, le ponen foco a lo más llamativo: los charcos de sangre, la apariencia de las reporteras, al director comiendo y mostrando todo el bolo alimenticio en cámara, al presentador de noticias reclamando a un banco por el pago excesivo de intereses, a los insultos en redes sociales, al acoso sexual, todo esto ambientado con música religiosa y sellado con un versículo bíblico o una cátedra de «valores». 

 

Esto es todo lo que somos en la pantalla, y la mayoría de la población hondureña que hace de esto un éxito en rating, lo cree, lo perpetúa y, ¡cuidado!, lo puede convertir en gobierno (en el caso específico de los presentadores que postulan a diputaciones o la presidencia). Este es un negocio rentable, no hay gobierno ni partido político que se pueda resistir a pagar por esa popularidad, ni empresas ni otros grupos de poder.  

 

Pero en medio de este ruido, en Honduras hay más que violencia, somos más que uno de los países más violentos del mundo, somos más que la etiqueta de narcoestado, más que los gritos con frases soeces que los hombres lanzan cuando una mujer camina por las aceras llenas de mierda de perro. Somos más que «los vivos» que nos gobiernan, que los que nos extorsionan, que los que se enriquecen y usurpan, estafan, expulsan. Somos más que gente comiendo con la boca abierta en cámara, y más que la ilusión por una belleza del canon «latino». 


Somos grupos de gente, clases sociales distintas, orientaciones sexuales diversas, gente que se organiza, unos para el crimen, otros para pelear algún derecho violado. Somos algunos privilegiados con estudios, con uno, dos o tres idiomas, otros no tan privilegiados pero que satisfacen de cualquier manera un mercado voraz. Somos personas que quisieran caminar tranquilas por las calles de día o de noche, y somos los que controlan esas calles. Gente que piensa y busca soluciones, también gente que cuenta lo que le pasa sin dañar a otros, o gente que vive para dañar. ¿Cómo puede salir nuestra sociedad del círculo de conmiseración y su espectáculo? Quizá recordando que, sobre todo, somos gente que tiene una voz, muchas veces opacada por la Ficción hondureña.

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Directora de Contra Corriente Periodista, artista y documentalista. Amante del cine, la música y la literatura. Cofundadora de Contra Corriente.
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