El periodismo sirve para contar, quizá para advertirle a la sociedad que hay males que le afectan, que la destruyen desde adentro. ¿Quieren ustedes saber lo que pasa para estar preparados y cambiar los rumbos equivocados?, o ¿es mejor solo ser parte del espectáculo político del momento, para entretención de una conciencia que prefiere estar anestesiada? La advertencia de hoy es: más cárceles no significan más libertades.
Por Jennifer Ávila
Portada: Persy Cabrera
—Algunos dicen que hemos encarcelado a miles, pero yo digo que hemos liberado a millones —dijo Nayib Bukele, el dictador de El Salvador, a Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, en una conferencia de prensa televisada desde la Casa Blanca.
—Es bueno… ¿Quién le dio esa línea? ¿Creen que yo pueda usarla? —respondió Trump, quien en su silla, encorvado, se veía pequeño, naranja y anciano, a la par de Bukele, quien estaba erguido, sonriente, con una barba perfectamente diseñada.
Cuando escuché esa frase de Bukele que tanto amó Trump, pensé: ¿qué de nuevo tiene esto? ¿No es acaso el mismo discurso que se dice cuando se justifican las guerras, los estados de sitio, las leyes marciales, la militarización total? «Encerremos a unos pocos por el bien de muchos», «matemos a unos pocos por el bien de muchos», «sacrifiquemos libertad por seguridad», «make america great again», etcétera.
Trump parece querer aprender de este joven dictador —¿el más cool?— quien, sobre todo, es un publicista que ha vendido su método de destruir grupos criminales a muchos países del mundo. Su modelo en extremo punitivista ha sido replicado con muy pobres resultados en Honduras, Ecuador, y quizá próximamente en Haití. Ahora, Bukele le alquila las cárceles de El Salvador a Trump y le dice que es su aporte para ayudarlo a acabar con el terrorismo porque esa es la narrativa que él ha implantado, la que vende y la gente elige creer: que acabó con las pandillas porque su estado de sitio es eficiente y encarceló a todos los criminales, y que este método le ayudará a Trump a hacer «América» grande de nuevo.
Pero ¿es extraordinario lo que Bukele está diciendo o haciendo? ¿Es una apuesta nueva el punitivismo y la mano dura, o solo estamos viendo el rebranding de lo que ya conocemos de siempre: dictadores encarcelando y sacrificando a muchos por el bien de unos pocos? ¿Qué se puede esperar de un presidente que ha llevado a que la única oferta productiva que tiene su país sean prisiones?
El periodismo salvadoreño nos ha contado lo que ha pasado en estos años de dictadura de Bukele en El Salvador, aun en contra de la corriente de su narrativa que inunda los medios y las redes sociales. Esa realidad puede ser incómoda: concentración del poder en un partido único, reelección inconstitucional, desfalco del estado, enriquecimiento ilícito, encarcelamiento masivo y arbitrario, y lo que desencadenó la supuesta destrucción de las pandillas: treguas criminales dirigidas desde su gobierno. Esto es lo que mucha gente elige no creer, porque la verdad de Bukele es más simple, menos terrible aparentemente. Se cumple la alegoría platónica de que es mejor quedarse en la caverna viendo las sombras, ya que la luz de la realidad/verdad deslumbra tanto que causa dolor el solo asomarse a verla.
Pero volvamos a su frase, «encarcelar a muchos». ¿Quiénes llenan las prisiones salvadoreñas ahora? Migrantes venezolanos y de otras nacionalidades sin un proceso judicial que determine su culpabilidad en delitos de terrorismo o crimen organizado. El caso más conocido hasta ahora es el de Andy Hernández, un venezolano estilista que por unos tatuajes comunes fue incriminado con ser parte del Tren de Aragua, una organización criminal de Venezuela convertida en el enemigo público actual. O el otro caso, el de Kilmar Ábrego, un salvadoreño con estatus legal en EE. UU., erróneamente deportado a El Salvador, de donde huyó por la violencia de las pandillas. Y otros miles desconocidos, como los nueve jóvenes lencas hondureños capturados hace 18 meses cuando cruzaron por un punto ciego a El Salvador en una faena de trabajo rural.
En este momento de política convulsa, donde la retórica autoritaria se disfraza de solución eficaz, las cárceles se convierten en monumentos al poder. Y no al poder del derecho o de la justicia, sino al poder del miedo. El sistema penal, en muchos lugares del mundo, ha dejado de ser la última herramienta del Estado de derecho para convertirse en su negación más visible: una máquina de encierro «preventivo», de castigo sin juicio, de represión política.
Ya no se castiga por lo que alguien hizo, sino por lo que representa: su nacionalidad, su estética, su pobreza o su desobediencia. Desde Estados Unidos hasta China, pasando por Israel, Rusia o El Salvador, los gobiernos —autoritarios o pretendidamente democráticos— han creado cárceles sin jurisdicción. Espacios donde las leyes no aplican, donde la justicia no llega y donde la humanidad se suspende bajo el pretexto de la seguridad.
Guantánamo en Estados Unidos es quizá el ejemplo paradigmático de una cárcel sin jurisdicción: ubicada en un enclave extraterritorial, negaba inicialmente el acceso a tribunales federales y establecía un régimen de detención indefinida basado en la figura del «combatiente enemigo ilegal». Rusia ha replicado prácticas similares en Chechenia y en territorios ocupados de Ucrania, utilizando centros clandestinos para operar fuera del derecho internacional. China, por su parte, ha legalizado el encierro masivo en Sinkiang a través de una burocracia autoritaria que disfraza la represión con «reeducación». Israel, finalmente, mantiene un sistema de detención administrativa que permite encarcelar a palestinos por tiempo indefinido sin juicio, con base en evidencia secreta.
En este contexto, El Salvador emerge como un caso tropicalizado de esta arquitectura global. Las cárceles construidas bajo el mandato de Bukele se articulan con lógicas transnacionales, en especial con Estados Unidos, que ha incentivado (directa o indirectamente) la externalización de su problema migratorio y de seguridad mediante la financiación, colaboración y validación política de este régimen de control. El resultado es un sistema penal al servicio de objetivos políticos, disfrazado de cruzada contra el crimen.
Recordar que esto no es nuevo, sino parte de una genealogía autoritaria del uso del encierro, permite visibilizar que el peligro no radica solo en las cárceles mismas, sino en el modelo de sociedad que las necesita para sostener su orden. El periodismo, por su parte, sigue advirtiendo. Nos ha advertido del resultado de pactos criminales, nos ha advertido de la copia de regímenes autoritarios y sus implicaciones y riesgos, nos ha advertido sobre qué sucede cuando una dictadura se establece.
Cuando la sociedad está tan cansada de su realidad, comienza a navegar y a decidir con base en teorías conspirativas, en emociones y pasiones, en los discursos y mitos creados por los gobernantes autoritarios, dictadores que apelan a lealtades ideológicas o a la necesidad colectiva de tener un poco de esperanza, aunque el sacrificio sea mayor. ¿Es útil seguir contando, advirtiendo en un mundo en el que los discursos y las opiniones manipuladoras superan los hechos, la ética, la razón?
¿Y ustedes, quieren escuchar las advertencias o prefieren quedarse con el rebranding de la tiranía?