Un fantasma recorre Honduras: el fraude electoral como tiro de gracia a la democracia

Por: Jennifer Avila

Portada: Persy Cabrera

En Honduras, el fantasma del fraude electoral está presente porque resulta más fácil invocar su sombra como excusa antes que realizar las reformas sustanciales que nuestro sistema político necesita: aquellas que garantizarían que quienes administran los procesos electorales no sean los mismos representantes de los partidos predominantes, es decir, que eviten que el perro cuide la carne. Si antes el bipartidismo se repartía el pastel de la incipiente democracia hondureña, ahora es un tripartidismo el que maneja los controles democráticos de manera impulsiva y violenta. En noviembre, Honduras debe ir a elecciones generales, pero lo que hoy se discute a diario es si habrá elecciones o si, antes, veremos una ruptura del orden constitucional.

La crisis en el Consejo Nacional Electoral (CNE) nace de un pecado original: permitir que los partidos mayoritarios negocien sus cuotas de representación en un órgano que debería ser autónomo y neutral. En un país polarizado como Honduras —que sigue sufriendo las réplicas del terremoto político de 2009, con un sistema en transición de un bipartidismo tradicional a un tripartidismo frágil— esta fórmula solo promete ingobernabilidad. Sabiendo esto, a la hoguera institucional se le agregó más leña cuando se usó la negociación de subvenciones e impunidad en el Congreso Nacional para colocar piezas clave de los partidos en las instituciones y, sobre todo, nombrar suplentes en la Corte Suprema de Justicia y en el CNE. Ahora se tiene una discusión estéril sobre si las cosas se deben aprobar por mayoría o por consenso en un Consejo completamente roto que guarda la posibilidad de ser tomado por completo por el partido oficialista a través de los suplentes. Pareciera que, conscientemente, se sigue el antimanual de la democracia o, más bien, el manual del autoritarismo.

Si el CNE llega a estar bajo control total del oficialismo, las elecciones habrán perdido toda legitimidad, pero si se sigue esperando el consenso entre los consejeros, existe el riesgo alto de que las elecciones no tengan chance de celebrarse. 

Desde el caos del 9 de marzo de 2025, durante las elecciones primarias más caras que hemos tenido que pagar, el mensaje de que el proceso electoral general no está garantizado ha sido encabezado por el oficialismo, específicamente por el partido Libre, que ha logrado posicionar la narrativa de que el caos electoral es responsabilidad de sus adversarios. Sin embargo, pronto se reveló que piezas clave de Libre fueron quienes provocaron y dirigieron ese caos. A pesar de esto, funcionarios y activistas oficialistas (en muchos casos son funcionarios-activistas) siguen usando imágenes denigrantes contra las consejeras del bipartidismo tradicional, acusándolas de ser responsables de las fallas en la entrega de urnas y de la ruptura de la cadena de custodia, aunque ya es de conocimiento público que quienes manejaron la logística electoral respondían a intereses del propio partido en el poder.

Ahora, desde ese mismo discurso, Libre, que ha demostrado ya no ser una fuerza política más ética que el bipartidismo, busca instalar la idea de que se prepara un fraude como el de 2017, supuestamente planificado por sus contrincantes. Aunque solo una empresa, la que les conviene, está participando en la licitación para el sistema de biometría y el consejero oficialista ha logrado retrasar por semanas el calendario electoral, la narrativa oficial es que todos son culpables menos ellos. 

Se distorsionan los hechos: el «fraude de 2017», que ni siquiera está tan lejano, deja de ser el apagón del sistema o la manipulación de actas en ciertos departamentos, para convertirse en la supuesta complicidad de una empresa vinculada con Venezuela. Una narrativa útil para alimentar sospechas y polarización, sobre todo ante un panorama en el que ninguno de los tres candidatos a la presidencia, repunta con una gran diferencia de votos. Recordemos que en Honduras no hay segunda vuelta y el hecho de que los partidos estén tan reñidos es un peligro, genera el ambiente perfecto para introducir el pánico del fraude. 

A pesar de que Honduras tiene una de las democracias más finqueras y menos efectivas de la región, este fenómeno no es exclusivo de Honduras. América Latina ha vivido en los últimos años episodios en los que el discurso de fraude electoral ha sido usado para erosionar la legitimidad democrática y, en algunos casos, justificar intentos de ruptura constitucional. Ahí está Bolivia en 2019 que tras las elecciones presidenciales, la oposición denunció fraude a favor de Evo Morales luego de que el Tribunal Electoral interrumpiera la transmisión de resultados preliminares. La OEA señaló «irregularidades» y la crisis derivó en protestas masivas que culminaron en la petición de renuncia al presidente por parte de las Fuerzas Armadas, lo que constituye un golpe de Estado. Posteriores estudios académicos cuestionaron las conclusiones de la OEA y pusieron en duda que hubiera existido fraude.

En Perú en 2021, durante el balotaje presidencial, Keiko Fujimori denunció un supuesto «fraude sistemático» antes de que concluyera el conteo oficial. Aunque las instituciones proclamaron finalmente a Pedro Castillo, la narrativa de fraude contribuyó a una profunda polarización y debilitamiento institucional.

He nombrado dos casos en los que los líderes en cuestión son de ideologías políticas opuestas puesto que asustar con el fraude -o hacerlo- es conveniente para cualquier partido no democrático independientemente de su ideología política.

Otro de los casos más icónicos es el de Brasil cuando Jair Bolsonaro sembró sospechas sobre el sistema electoral antes y después de su derrota frente a Lula da Silva. Esa narrativa culminó en el asalto a las sedes de los tres poderes en Brasilia, protagonizado por sus simpatizantes que buscaron desestabilizar al nuevo gobierno.

También está Venezuela en 2018 en donde aunque en sentido inverso, Nicolás Maduro instrumentalizó las acusaciones de fraude de sus opositores para cerrar aún más el espacio democrático y consolidar su poder autoritario. Para rematar los extremos ideológicos, recordemos que el mismo Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, instaló esa narrativa desde las redes sociales cuando perdió las elecciones en 2020. 

Y en Honduras en 2017, lo que verdaderamente erosionó la legitimidad fue algo más profundo que el «apagón» o la manipulación de actas pues el sistema fue alterado en múltiples niveles comenzando con la autorización de la reelección presidencial de Juan Orlando Hernández. Según nosotras mismas lo reportamos en aquel entonces, el proceso se fracturó en tres momentos críticos de fraude, empezando por la alteración de datos de votantes para inflar artificialmente los resultados a favor del partido en el poder. Además, el presidente del TSE, David Matamoros Batson, fue denunciado penalmente por falsificación de documentos públicos, abuso de autoridad y violación de deberes, bajo la acusación de haber presidido «un fraude electoral de esta magnitud».

La tensión creció aún más con un recuento inusitadamente lento —hasta 18 días sin resultados definitivos— que debilitó aún más la confianza pública. Las protestas, inicialmente pacíficas, derivaron en bloqueos, saqueos y enfrentamientos con las fuerzas de seguridad; al menos 22 personas murieron y hubo graves denuncias de violaciones a los derechos humanos . Esta crisis culminó con el decreto de un toque de queda de 10 días, la suspensión de garantías constitucionales y un paro nacional que estalló tras la declaratoria de reelección de Juan Orlando Hernández.

Este patrón no fue una falla técnica o un error aislado de un sistema de cómputo o de una empresa, sino una manipulación sistémica de la tecnología electoral y del conteo mismo, combinada con una ingeniería institucional desde el TSE, pero sobre todo, fue el ejercicio del poder político gubernamental lo que lo hizo posible. El resultado fue una crisis de legitimidad que contagió a todo el sistema democrático, provocando una polarización profunda y estableciendo un precedente peligroso para la confianza en nuestros procesos electorales.

Estos ejemplos muestran que la narrativa del fraude electoral se ha convertido en un recurso poderoso ya que erosiona la confianza en las instituciones democráticas, siembra desconfianza entre sectores polarizados de la sociedad y, en ocasiones, justifica incluso golpes de Estado o intentos de desestabilización autoritaria. Por otro lado, estas crisis se convierten en un  arma para que los gobiernos negocien el reconocimiento de elecciones ya sea en procesos fraudulentos o ilegítimos. 

Por eso, en Honduras debemos estar vigilantes estos meses. Las tensiones actuales no son solo una disputa por quién administra el proceso electoral, sino una pugna más profunda por el control y la legitimidad del sistema democrático. En lugar de seguir atrapados en el ciclo de la sospecha y la conspiración, deberíamos exigir reformas serias que garanticen elecciones transparentes, donde las reglas sean claras y las instituciones confiables para todas las partes, pero sobretodo, para la ciudadanía que anhela el respeto a la democracia

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Directora de Contra Corriente Periodista, artista y documentalista. Amante del cine, la música y la literatura. Cofundadora de Contra Corriente.
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