Por: Jennifer Avila
Portada: Persy Cabrera
El 21 de junio de 2025, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció un «exitoso» bombardeo a tres centrales nucleares en Irán, presentado como un ataque «preventivo» que no contó con la aprobación del Congreso y que, además, viola el derecho internacional. En pocos meses, el segundo mandato de Trump ha desatado protestas masivas en todo el país debido a sus políticas arbitrarias e inhumanas en materia migratoria, ataques a los derechos civiles y políticos, así como la consolidación de un modelo de «presidencia imperial» que debilita los contrapesos del Congreso y del Poder Judicial.
Millones han salido a las calles para decir que no quieren reyes en Estados Unidos, mientras Trump somata la mesa internacional con bombas en Medio Oriente. Algunos, incluido él mismo, aseguran que este es el inicio de la paz en esa región, mientras otros creen que está dispuesto a provocar una guerra para desviar la atención del descontento interno, creando nuevos enemigos públicos que polarizan aún más a la población.
¿Y cómo se percibe todo esto desde una Centroamérica fragmentada?
El Gobierno de Guatemala, a través de su Secretaría de Relaciones Exteriores, ha expresado que «el camino hacia la paz, estabilidad y seguridad internacional solo puede construirse sobre el respeto al derecho internacional, al derecho internacional humanitario y la solución pacífica de los conflictos», haciendo un llamado a las naciones involucradas para que cesen estas acciones y asuman su compromiso con la diplomacia.
Mientras tanto, en Honduras, El Salvador y Nicaragua, predomina un silencio oficial. Estos tres países, hoy alineados en un bloque de corte autoritario, comparten características cada vez más visibles: restricciones a derechos ciudadanos, persecución a las voces disidentes y una tendencia clara al control total del Estado desde la presidencia.
La narrativa prodemocracia que impulsa Guatemala contrasta con su propia crisis interna, marcada por la cooptación del Poder Judicial y del Ministerio Público por parte del llamado «pacto de corruptos». Aun con esas contradicciones, Guatemala representa un contrapeso en una región que se inclina cada vez más hacia regímenes autoritarios o abiertamente totalitarios, modelos de gobierno que, aunque se expresen desde ideologías distintas y cuenten con aliados que tradicionalmente han sido antagónicos a los intereses de Estados Unidos, comparten rasgos con el estilo de Trump: concentración de poder, represión de la disidencia y desprecio por los contrapesos democráticos.
En cuanto a sus posturas frente al conflicto en Medio Oriente, los gobiernos de estos tres países, que podríamos llamar «el trapecio autoritarista de Centroamérica», han sido ambivalentes. Por un lado, han expresado apoyo público a Palestina y han condenado el genocidio en Gaza. Por otro lado, mantienen relaciones estrechas con Israel, particularmente en el uso de su tecnología militar: en El Salvador y Honduras se ha documentado el uso de herramientas como Pegasus y los vehículos Black Mamba, vinculados a la industria bélica israelí.
Nicaragua, por su parte, ha cultivado una relación diplomática más cercana con Irán, que fue uno de los pocos países que asistió a la reciente y cuestionada toma de posesión de Daniel Ortega, y su embajador en Irán, Ramón Moncada, participó el pasado 21 de junio de 2025 en un recorrido diplomático tras los daños causados por los ataques del régimen israelí. Sin embargo, no se ha documentado un intercambio comercial significativo ni apoyos directos entre regímenes más allá del discurso ideológico.
Pero en este momento, la discusión no puede limitarse a si Irán merece o no tener poder nuclear, ni únicamente a la ilegalidad de la ofensiva lanzada por Trump. Hay preguntas más urgentes y estructurales: ¿qué liderazgos estamos eligiendo como sociedades? ¿Qué mensajes son los que hoy arrastran mayor apoyo popular? ¿Y bajo qué justificaciones aceptamos la guerra, la represión o incluso el genocidio en nombre de la seguridad, la paz o la identidad nacional? Estas preguntas pueden sonar más grandes que nuestros problemas locales, pero en realidad requieren respuestas locales, pues se refieren al día a día de lo que vivimos en esta pequeñita región.
En la era de la hipercomunicación, donde las bombas caen en vivo por nuestras pantallas, también estamos decidiendo qué tipo de humanidad vamos a normalizar.
Desde Centroamérica nos cuesta mirar hacia afuera porque nos cuesta mirarnos hacia adentro como región. Sabemos que lo que ocurre en Estados Unidos nos impacta directamente, la guerra fría y la contrainsurgencia son bastante recientes, pero ¿cómo le damos lectura a los nuevos autoritarismos, si muchas certezas ideológicas que se tenían en ese tiempo ahora se han diluido?
Lo que ocurre ahora, sobre la guerra que haga Estados Unidos en Irán o en otros sitios, ya sea en apoyo a Israel o para distraer a su gente de sus desastres domésticos, no nos es ajeno. Esas guerras influyen en nuestras delicadas y precarias economías, en las políticas migratorias en las que nosotros ponemos los migrantes y entregamos el territorio o las cárceles, impacta en nuestras fronteras y sobre todo en nuestras nociones de enemigo público. Y también nos ofrecen un espejo: si el mundo camina hacia modelos autoritarios legitimados por el miedo, la desinformación y la promesa de orden, Centroamérica lleva décadas ensayando —y sobreviviendo— ese futuro.
Aquí aprendimos, muchas veces a la fuerza, que cuando se rompen los frenos democráticos, lo que viene no es paz, sino represión, exilio, destierro. Sabemos lo que se sacrifica cuando el poder se vuelve absoluto y se instala en nombre de la salvación nacional. Lo vivimos con militares, con civiles disfrazados de mesías, con dictaduras de clanes familiares.
Si algo puede aprender el mundo de Centroamérica es a sobrevivir bajo amenaza en una democracia que siempre ha pendido de un hilo. Tal vez por eso, desde este pequeño y fracturado rincón del mundo, podemos decirle algo al resto del planeta: no hay democracia sin límites reales al poder y sin una apuesta por la libertad y el acceso a derechos de manera equitativa.