El Gobierno de Xiomara Castro ha priorizado la propaganda antes que la inversión pública en sectores como transparencia, desarrollo económico, derechos humanos, derechos de las mujeres, recursos naturales, cultura, turismo, atención a emergencias y niñez y adolescencia. ¿Por qué? En 2025 habrá elecciones, y es conocido que el proyecto de la refundación que comenzaron Castro y su familia está pensado para continuar por varios periodos más. Su narrativa sobre la extradición, la cooperación internacional, la sociedad civil y la mano dura contra el crimen pretende ocultar una realidad que se desborda todos los días: que Honduras sigue siendo una narco-cleptocracia.
Por: Jennifer Ávila
Quiero comenzar con la noticia del momento: la presidenta de Honduras ha anunciado hoy que pondrá en pausa la denuncia en contra del tratado de extradición con Estados Unidos, después de que ella misma buscara eliminarlo el año pasado. El 28 de agosto de 2024, Castro ordenó denunciar el tratado de extradición de Honduras con los Estados Unidos por la «injerencia e intervencionismo» de ese país en la política de Honduras, una semana antes de que el medio Insight Crime revelara un video en el que Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta y exdiputado del Congreso Nacional, aparece negociando con narcotraficantes. Había sucedido también una reunión entre el jefe de las Fuerzas Armadas de Honduras con Vladimir Padrino, jefe de las Fuerzas Armadas de Venezuela, señalado por vínculos con el narcotráfico.
En ese momento, la extradición era injerencia, una herramienta del imperialismo para derrocar al gobierno progresista de Castro, y su decisión de acabarlo era un acto de dignidad soberana. Hoy, debido a los reclamos ciudadanos en pleno año electoral y a la ausencia de Honduras en la gira por Centroamérica de Marco Rubio como enviado de Washington, la narrativa es otra: «que el Tratado de Extradición continúe con las salvaguardas necesarias para el Estado de Honduras, garantizando su aplicación objetiva».
La objetividad de las extradiciones no había sido un tema de conversación, por ejemplo, cuando el expresidente Juan Orlando Hernandez, su opositor político, fue extraditado. Hoy, ante la desconfianza de la población en el sistema de justicia nacional y la desilusión de la gente frente a la promesa rota de instalar una Comisión Internacional contra la Impunidad y Corrupción en Honduras, la extradición es la única esperanza para ver a los narcos y cleptócratas presos en una prisión, aunque sea extranjera.
Las narrativas sobre la justicia y la lucha contra el crimen y la corrupción son quizá las más manipuladas en estos tiempos; ya hemos hablado antes del uso del término de lawfare en Honduras, pero también está muy de moda en el Estados Unidos de ahora. Lo importante es tener la maquinaria para que no se note la incoherencia, y se transforme fácilmente la idea de justicia y dignidad a conveniencia del poder de turno.
A diferencia de otras latitudes, no es tan nuevo en Centroamérica que los gobernantes quieran mantenerse en el poder y lo intenten con múltiples artimañas —porque las cleptocracias suelen ser lucrativas—; lo que es nuevo es la forma en que han ido modelando esas artimañas y amplificando su propaganda en redes sociales e internet. En el contexto electoral surge esa frase de «el dato mata el relato»; ¿se ajusta a la tradición política de nuestro país, en la que quien más vocifera gana?
De entrada les digo, aunque nos duela a los periodistas: el dato rara vez mata el relato, peor en estos tiempos de manipulación, algoritmos e información masiva. Es humano creer en chismes, conspiraciones y propaganda y, al contrario, dudar de cifras, índices y hechos. Si no, ¿cómo se explica la predominancia de la religión o de las teorías conspirativas sobre la ciencia, cada vez de manera más amplificada, o el ciego fanatismo por el color político? O ¿cómo se explica que tengan más difusión los insultos de un ministro que los hechos que llevan al cuestionamiento que se hace a los poderes del Estado? Por ejemplo, la propaganda de desestabilización del gobierno ante las pruebas irrefutables de la participación de miembros de la Policía Nacional en la masacre en la que murieron 46 reclusas en Honduras. O, ante las pruebas de pagos irregulares a funcionarios públicos, el ataque irracional de que quienes auditan tienen una «agenda oculta». O ante las pruebas que años de investigación han arrojado, las palabras de un caudillo que señala que los medios y la Iglesia se confabulan contra él.
No es particular de Honduras que esto pase. El filósofo Byung-Chul Han nos había advertido de la crisis de la democracia, incluso antes de que el dueño de una red social como Elon Musk terminara destartalado las instituciones en el país que más presumía de tener una democracia inquebrantable, o de que el presidente de la potencia mundial del norte se rodeara de los tecnofeudales cuyo feudo es justamente el control de la información.
En su libro Infocracia, Han escribe: «ante la revolución digital, Schmitt reescribiría su dictum sobre la soberanía: soberano es quien manda sobre la información en la red», en este caso quien tiene el presupuesto para comprar ese pedacito de dominio en los grandes feudos de las redes sociales. En el caso de Honduras, por ejemplo, para eso está sirviendo el dinero público en manos de un ministro como Ricardo Salgado. A la Secretaría de Planificación Estratégica le asignaron 1,025,092,417 lempiras, mientras que otras, como la Secretaría de Derechos Humanos y la Secretaría de Desarrollo Social, tienen un presupuesto que oscila entre 153 y 855 millones de lempiras.
No es extraño que la desinformación y la manipulación mediática en Honduras sea la forma efectiva de ciertos actores para llegar a la gente que les otorga el poder de representarla en el Estado; lo que han cambiado son los canales. Siendo un país con una democracia incipiente, cuyo desarrollo se interrumpió con un golpe de Estado, y uno de los más pobres de una región bastante golpeada por décadas, la propaganda por la que está pagando tanto dinero el gobierno puede ser efectiva para capitalizar votos o para justificar fraudes, como lo hizo la administración del expresidente Juan Orlando Hernández, quien antes de reelegirse ilegalmente y con una gran oposición ciudadana, pagó popularidad en Facebook para inflar la conversación positiva sobre él y su gobierno. Sabemos lo que pasó, pero al menos le dio cuatro años más en el poder.
Es preocupante en estos tiempos que las plataformas en donde la gente se informa y entretiene, y ya no hablo solo de los medios tradicionales que siempre han cumplido ese papel, sino de las redes sociales y el internet, nos presentan unos sesgos caprichosos desde que se convirtieron en feudos de unos magnates de la tecnología que guardan un cierto rencor con el establishment; pero lo más preocupante es ver cómo ese discurso, aun viniendo de personajes en el lado ideológico contrario al del Gobierno hondureño, sea moldeado de manera que no importa de qué lado estén, siempre pueda usarse como un arma contra quien cuestiona el poder.
La comunicación estatal es importante, porque la población debe conocer los servicios a los que tiene acceso gracias a la buena administración de sus impuestos, los cambios que se hagan, como por ejemplo los últimos implementados con el régimen de aportaciones a pensiones o el Servicio de Administración de Rentas, las obras que están por inaugurarse, para que la gente sepa qué caminos se han construido para su beneficio, o los bonos y becas a los que puede aplicar para mejorar su calidad de vida. Sin embargo, la Secretaría de Salgado paga millones en consultores e influencers para coordinar campañas en contra de la oposición, que el gobierno ve no solo en los partidos conservadores, sino hasta en su propio partido y en la sociedad civil. Antes de anunciar un logro del gobierno, este suele reforzar el mensaje negativo de ataque contra quienes lo cuestionan, y eso es el que más difusión tiene.
En este año electoral, la ciudadanía tiene un reto importante: filtrar la enorme masa de propaganda en la cual se está invirtiendo desde los partidos políticos y el gobierno, y hacerlo sopesando no solamente la afinidad ideológica o lo sensacionalista del relato, sino también los hechos y la construcción de argumentos racionales frente a la comunicación afectiva. Y bueno, si bien es cierto que los humanos somos más de relatos que de datos, al menos entendamos que, en la política, es fundamental que quienes quieren ostentar el poder público deben tener la valentía de enfrentarse a los cuestionamientos con hechos, y no con propaganda.