Es común que cuando ocurre una tragedia haya un altavoz que la amplifica y que, a veces, la distorsiona y profundiza. Es importante que se sepa lo que sucede, esa es una de las premisas del periodismo, un oficio que se ha vuelto cada vez más importante para los países que construyen democracia. Pero en la tendencia antidemocrática actual, la ciudadanía está atrapada entre un periodismo que se vuelve repetidor de malas noticias y la maquinaria propagandística de gobiernos autoritarios que repiten utopías. ¿Qué pasa cuando un periodista solamente cuenta tragedias? ¿Qué pasa cuando el periodismo es complaciente con la maquinaria propagandística oficial? ¿Estamos reflexionando los periodistas sobre el daño que podemos hacer con nuestro oficio?
Texto: Jennifer Ávila
Fotografía: Fernando Destephen
En Centroamérica, donde los gobiernos autocráticos y populistas exponen a los periodistas independientes como enemigos públicos, la defensa de la libertad de prensa se ha convertido en una necesidad. Es por lo que hay que luchar. El periodismo serio, responsable e independiente del poder político y económico es fundamental para el desarrollo de una democracia, porque denuncia los autoritarismos y revela verdades inconvenientes —como los pactos político-criminales que afectan la vida de millones de ciudadanos y ciudadanas—. De eso estamos convencidos los que ejercemos este oficio con esos valores. Sin embargo, la popularidad de los autoritarios y, en muchos casos, el abandono de nuestras audiencias tiene que ver con una serie de cosas que no hemos tomado en cuenta por muchos años sobre nuestra relación con la ciudadanía tanto como audiencia y como protagonista de las historias que contamos e investigamos.
En el último mes, estuve conversando —sin grabadora— con diferentes sectores de la sociedad sobre su visión de lo que hacemos los periodistas y me di cuenta de que, en esa lucha constante por ejercer nuestro oficio en ambientes hostiles, dedicamos poco tiempo a la autocrítica y a reflexionar sobre cómo hacer nuestro trabajo de la manera más ética y menos dañina para quienes están contando sus historias; sobre todo para los que lo hacen desde lugares mucho menos privilegiados que los nuestros.
El Sondeo de Opinión que realizó el Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC), en 2020, en el que se publicó la opinión de las personas encuestadas sobre los medios de comunicación, daba datos interesantes. Por ejemplo, que la mayoría de las personas ve, lee y escucha noticias con una frecuencia bastante alta (casi todos los días), pero, a pesar de eso, los medios de comunicación no gozan con el mayor nivel de confianza que se diga. Un dato importante es que, a pesar de que los medios más vistos en la televisión tienen tribunas abiertas —donde leen los «mensajitos» que manda la audiencia sin ningún filtro y llevan frente a las cámaras de vez en cuando a una persona necesitada de ayuda para que la gente apoye su causa—, la ciudadanía no se percibe como una fuente generadora de opinión para los medios. Y es que una cosa es la fuente experta hablando en un foro, y otra es la persona vulnerable pidiendo ayuda. El tratamiento de esa diferencia es una cuestión de clase que se hace evidente en las pantallas.
Existe una brecha enorme entre los periodistas y la audiencia, y eso es sano porque es esa distancia la que justamente nos permite sacar a la luz sus historias, pero no siempre la motivación detrás de esa distancia está clara para todas las partes involucradas. También hay una diferencia entre los medios de comunicación masivos, cuyo modelo de negocio ha sido el de la extorsión política y la venta del morbo, y los medios independientes que en Honduras tienen muy poco tiempo de existir —y yo escribo esto desde la última posición, sin creer que por eso no me aplica la autocrítica.
Puedo decir que, en muchos barrios a los que hemos ido a reportear como Contracorriente, es común ver a los colegas de los medios con más rating de la televisión siendo recibidos como estrellas, o hasta como amigos —como si la distancia que comenté antes no existió nunca—. Más de alguna vez hemos visto fixers pagar por entrevistas para que los colegas de medios internacionales escriban una historia merecedora de algún premio y a colegas que se meten y empujan a otros reporteros con tal de hacer su contacto en vivo sin previamente hablar con las personas a las que le ponen una cámara en la cara sin importar que eso le podría costar la vida a sus fuentes. Aunque en el ejercicio del oficio nosotras no tengamos esas prácticas, muchas personas nos han cerrado las puertas de sus comunidades y sus casas porque «todos vienen aquí solo cuando hay muertos», o porque la relación con los periodistas terminó en amenazas y los periodistas se desentendieron del daño que dejaron a pesar de que alguna vez se mostraron como amigos incondicionales. Y sí, es cierto, también nosotras hemos ido a comunidades que no habíamos conocido antes, siguiendo una historia trágica, y, es cierto, hay lugares a los que nunca más volvimos. Es cierto: hay personas a las que no sabemos qué les pasó después de haber contado su historia. Es por eso que la autocrítica constante y el análisis de cada caso son necesarios.
Está tan normalizada esa relación tóxica, que esos medios que han traicionado la confianza de las comunidades siguen siendo los más vistos, Y es que la ética no es un valor tan común como el morbo. A veces las métricas nos recuerdan que si tomáramos el camino fácil y poco ético tendríamos más likes y quizá mayor sostenibilidad. Por otro lado, las narrativas de los autoritarios —que muchas veces muestran el país que quisiéramos ser y no el que tenemos— se imponen porque cada vez invierten más recursos en su maquinaria propagandística. Algo muy difícil con lo cual competir.
Ante esta oferta —la de los medios tradicionales y la de la propaganda política—, muchas comunidades han encontrado en las redes sociales su canal para informar lo que sucede desde su perspectiva. Cualquiera puede reportear desde un teléfono para su comunidad, algo que en muchos casos puede mostrarse como una solución para que la gente cuente su historia desde su propia voz, pero, en la mayoría de los casos, eso los pone en un mayor riesgo.
No es una amenaza para los periodistas que cada quien tenga un altavoz para dar su versión de la historia, siempre será necesario el trabajo periodístico que permite escuchar diversas versiones, corroborarlas y explicarlas o llegar al fondo de ellas. Pero en ese sentido, en la premisa de que lo que hacemos es necesario, es ahora más importante preguntarnos: ¿Cómo podemos hacer mejor nuestro trabajo y contar las historias con todos sus matices sin comprometer la verdad pero tampoco la vida de las personas más vulneradas? Es necesario que los periodistas sean transparentes y que construyan una relación de confianza con las personas a quienes abordan para contar sus historias o para contarles las historias de otras personas. Y por otro lado, es necesario contarle a esas audiencias, inundadas de propaganda política, lo que se está sacrificando al perder la democracia.
Las redacciones deben contar con manuales editoriales. Deben abrir discusiones internas sobre cómo cubrir de manera ética las historias y temas que pueden ser muy complejos, como los conflictos comunitarios por la defensa de algún bien común, la violencia de maras y pandillas en comunidades empobrecidas sumidas en la sobrevivencia, o contar con sensibilidad por qué el clientelismo político es tan efectivo en nuestros países. Y debemos hacerlo con todas las voces, con todas las imágenes, sin caer en la vocería y siendo incisivos en nuestras conclusiones.
Pero también es necesario ampliar la mirada; porque donde hay tragedia, hay también resiliencia. Preguntémonos: ¿Por qué narramos las lágrimas que bajan por la mejilla de una madre que ha perdido a su hijo, y no sus pasos bajo el sol de todos los días mientras lo busca con esperanza y exige justicia? ¿Estamos rompiendo más el tejido social ya desgarrado por décadas de separaciones forzadas de las familias, por la pobreza, la desigualdad y la corrupción al narrar solo la desesperanza?
Si estamos contando la fragmentación de nuestra sociedad, es imprescindible contar también de dónde viene el poco pegamento que la mantiene unida y que, de vez en cuando, nos da muestra de ciudadanía cuando se organiza para reclamar un derecho o cuando se va en caravana exponiendo las múltiples causas que deben abordarse para hacer de este un país digno para vivir. Y ese es un reclamo común cuando hemos hablado con comunidades estigmatizadas, porque «los medios solo lo malo cuentan de mi barrio», dicen, y sienten.
Los periodistas sí somos importantes para la construcción de la democracia y para dejar memoria de lo que le ha pasado a nuestros países —algo más que escribir en un muro que se borra en 24 horas—, pero eso solamente es posible si lo hacemos de manera responsable y escuchamos más.