Todo lo demás, lo que se sale de la cancha, lo que una hace para ganarse la vida, lo que una se supone que debe ser, todo eso no es la vida. La vida es lo que una es en el estadio, el aguante y el aliento, la emoción, el amor y el luto. La venganza. Somos nosotras mismas en la barra.
Texto: Jennifer Avila
Fotografía: Martín Cálix
Hope se pinta los labios de rojo para ir a ver a su amado León. Es el clásico Olimpia vs Motagua en Tegucigalpa y Hope apoya a organizar su peña* en una caminata desde el parque central al Estadio Nacional Tiburcio Carías Andino. No pierde tiempo en dar entrevistas pero platica mientras da instrucciones. Su voz ronca es solo parte de una personalidad dura, tiene más de 30 años ya y es de las mayores en la barra Ultra Fiel, seguidora del Club Deportivo Olimpia, un equipo fundado el siglo pasado, el que más copas tiene en la liga nacional.
La algarabía del día del partido y el amor profundo que sale con los gritos, los cantos, los saltos y las risas no son lo único que se conoce de las barras, de hecho es lo que menos se conoce. Las barras deportivas son llamadas «barras bravas» y han sido emisoras y receptoras de una violencia que ya ha cobrado cientos de vidas, según los datos de los propios barristas. La dirigencia de la Ultra Fiel cuenta alrededor de 500 miembros activos de la barra que ha sido asesinados entre 1998 y 2016, muchos de estos en enfrentamientos con barras contrarias. No hay un desagregado, aunque son más hombres que mujeres, los muertos y los vivos. En la Barra Ultra Fiel se calculan al menos 1,800 mujeres, un 15% del total de miembros. Una minoría que no la tiene fácil, por el estigma que recae desde afuera y la desconfianza que desde adentro impide que ejerzan el poder igual que los hombres.
En la entrada al estadio, ese día de un partido que no se disputaba puntos con el enemigo eterno, un par de chicas de un comando° de los Revolucionarios, la barra del equipo Motagua, adversario más grande del Olimpia, pedía una colaboración para celebrar el aniversario del equipo. Algunas chicas querían entrar con sus hijos al área reservada para la barra. El policía a cargo, esa tarde, tajante dijo que los niños no debían subir a las graderías con delincuentes, fumadores de marihuana.
En abril de 2017, el gobierno comenzó a imponer medidas de seguridad para prevenir la violencia entre barras en los estadios, «para que los estadios vuelvan a ser espacios de recreación familiar», decía un comunicado que en ese entonces hacía efectiva una serie de medidas como el censo y levantamiento de perfiles de los integrantes de las barras que en Honduras son 4 (Ultra Fiel – Olimpia, Revolucionarios – Motagua, Mega Barra – Real España y Furia Verde – Marathón). Otra medida fue resguardar con policías antimotines las graderías de los estadios, en las zonas de las barras y la revisión minuciosa de quienes ingresan por ese portón. También el ingreso de bengalas fue prohibido.
Estas medidas encuentran un marco legal en la Ley Especial para la Seguridad y la Prevención de la Violencia e Intolerancia en los Estadios de Fútbol e Instalaciones Deportivas, aprobada en 2015.
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–Nosotras no somos delincuentes, no nos traten así, es como si dijéramos que todos los policías son unos delincuentes. –Suelta una de las chicas que recauda los fondos para la fiesta de cumpleaños. El policía enfatiza que fumar marihuana es un delito y eso sucede en las graderías. Las madres no entraron con sus niños ese día.
El consumo de alcohol y drogas en el sector de la barra dentro del estadio es prohibido, pero el olor a marihuana en las gradas es imposible de ignorar. El clima de celebración se mezcla con el humo pero también con la hostilidad de quienes no quieren ser observados porque siempre han sido señalados.
A Hope la respetan, sin embargo pasa, entre la excitada multitud y un tipo que de repente le roza un pecho. Hope camina con Abby, una chica de 26 años que regaña a los hombres que se acercan, alcoholizados, para acosarlas, aunque sea entre bromas.
«Yo soy violenta, eso no me lo pueden quitar. Para sobrevivir hay que usar un camuflaje, por el tipo de país en el que vivimos», dice Abby justo antes de ingresar al estadio y contar escenas de su infancia, de cuando se enamoró del fútbol, de cuando su padre corría a darle un beso cada vez que anotaba un gol cuando la llevaba a verlo jugar fútbol. Se le ablandan los rasgos a esta chica que tuvo mucha ternura en su familia pero que en la calle conoció la violencia como arma de sobrevivencia.
Cuando tenía apenas dos años Abby pisó por primera vez una cancha de fútbol. Su padre habría preferido tener un niño, cuenta ella, y por eso la llevaba a la canchita donde jugaba con sus amigos. Ése era el momento en el que ella se sentía parte de algo y sobre todo parte de la vida de su padre, allí creció. Su familia no la rechaza por ser miembro de una barra pero ella acepta que su familia no sabe exactamente la dinámica de la misma.
Hope y Abby son amigas, pero saben también que los caminos de confrontación y hostilidad en la barra así como unen, también rompen lazos. Ya no es solo de ir y que tu padre bese tu mejilla al golear, ir al estadio a alentar al equipo también requiere de responsabilidades, sobre todo para las mujeres, sobre quienes pesa la carga que está allí para ellas en todos los espacios, la carga del cuidado.
Carli, enamorada del azul profundo del Motagua, cuenta que a las mujeres les toca un papel importante en la barra cuando se trata de organizar eventos, actividades, juntadas. Ella se enamoró desde niña de la barra, aunque el ingreso no fuera fácil para las mujeres. Para que una chica sea parte pasa por una minuciosa investigación, hay una desconfianza que se arrastra por su género. Las mujeres pueden ser «sapas», novias de los contrarios, chismosas, son sospechosas hasta de poder filtrar información. Pasando ya las pruebas de la barra, ya adentro todos son una familia, muy parecidas las dinámicas también en lo que concierne al rol de las mujeres.
Cuando Carli era una niña, su padre le inculcó el amor al fútbol, pero él era aficionado del Olimpia. Su rebeldía fue a un nivel que su padre no aceptó nunca, que su hija fuera barrista de su equipo enemigo, lo llevó incluso a decirle una vez que se arrepentía de haberse tatuado su nombre en el brazo, una especie de negación de su propia hija. Y ser hija de un aficionado del equipo contrario, le generó a Carli muchas desconfianzas desde adentro de la barra.
Pero Carli está enamorada de su equipo y de su familia, la barra. En su celular carga fotografías de sus compañeras, algunas que ya no están, otras que han tenido pérdidas de sus hijos, todas las historias que están atravesadas por las violencias y estigmas que cargan las mujeres, se juntan en los cantos que con fuerza alientan a un equipo de jugadores que apenas voltea a las graderías durante el juego. Que si anota un gol no suelen celebrarlo con ellos, con ellas.
Según datos de la Barra Revolucionarios, alrededor de 500 miembros han sido asesinados entre 1999 y 2017, son datos difíciles de comprobar e imposible de segmentar por género. Igual que los datos manejados por la Ultra Fiel. Son menos mujeres en la barra, al menos, los Revolucionarios contabilizan unas 1500 miembros.
«Antes eran muy pocas barristas, pero ahora se han enamorado del sentimiento del hincha. Yo de pequeña me ponía cerca del bombo, así me enamoré», dice Carli y recuerda cómo a los 14 años supo lo que era pasar de la alegría al altercado cuando después de uno de sus primeros partidos terminó la noche detenida en una estación policial.
Carli creció en zona con una influencia grande de la barra Ultra Fiel, por allí habitar un buen número de miembros de esta barra, eso la ponía en riesgo. «Muchas veces me buscaron en la casa o me esperaban en la calle al salir de los clásicos. Me ha tocado agarrarme a golpes pero no me han ganado, me he salvado. Me he salvado de las famosas pegadas, he visto a amigos morir, a los 16 años vi a uno morir por un ataque con chimba*, esas cosas lo cambian a uno», cuenta a pesar de sentirse clara en su motivación principal por ser parte de la barra: el amor por el equipo.
«Si me buscan, me encuentran, pero no soy partidaria de comenzar los pleitos porque no voy a buscar violencia a la barra», asegura, pero aclara que cada caso es distinto. «Todo comenzó con el odio cuando comienzan a matarnos a nuestra gente. Antes estas barras estaban pegadas, se respetaban, pero cuando ya le quitan la vida a alguien cercano ya llega al odio. La rivalidad debería ser en la cancha, pero, ¿cómo hace uno para quitarse el odio que está siempre allí?», el odio y la rivalidad trascienden los 90 minutos, dice Carli, quien comienza a enlistar y fácilmente cuenta al menos 5 amigos que ella consideraba sus hermanos, asesinados.
Las «pegadas» entre barras ocurren en las afueras del estadio, en los barrios o en atentados a los buses que los transportan para acompañar a sus equipos. Pero no son estas pegadas la única causa de violencia mortal contra los barristas, quienes siendo jóvenes viviendo en zonas vulnerables se enfrentan a la persecución policial y al gobierno infranqueable de las maras y pandillas.
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Según el más reciente informe del Observatorio de la violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, los homicidios se han reducido en un 12%, en este país que desde 2009, tras el golpe de Estado se convirtió en uno de los países más violentos del mundo con tasas desde 60 a 90 homicidios por cada cien mil habitantes. En 2017, la cifra de homicidios fue de 3.866, mientras que en 2016 llegó a 5.150. De estos casos, se estima que el 90% queda en la impunidad.
Hope recuerda el día en que su compromiso con la Ultra Fiel pasó a un nivel superior, ese peldaño que se escala con el empujón de la impunidad. El líder que la llevó a la barra fue asesinado después de un partido en Tegucigalpa. Ella se sentía su protegida.
La peña de Hope tenía alrededor de 500 miembros, pero este número se ha reducido.
«Hemos tenido muchas bajas, aquí corremos peligro de toda manera, con la contra, con el crimen organizado, y la sociedad que nos ve como algo malo. Aquí la mayoría tratamos de llevarnos por el camino correcto, no nos gusta perder a un integrante. Vivir el fútbol no se trata de muerte, se trata de estar con el equipo. Noventa minutos y un poquito más, dar la vida en las gradas pero no en la calle en cualquier circunstancia», cuenta mientras recuerda su primer altercado cuando viajó a Nicaragua para acompañar a su barra. Hope en ese momento tuvo que tomar una decisión difícil: dejar a su hija al cuidado de alguien más. Ella acabó esa vez en una bartolina en Nicaragua.
«Cuando uno pasa por esas cosas uno siente que estuvo con su equipo hasta el último momento. Aquí el dolor de uno es de todos, nadie se aparta», dice, el espacio de la barra es de comprensión, sus historias son atravesadas por las mismas violencias y esa falta de reconocimiento.
No hay muchas mujeres que toquen instrumentos en la batucada de la barra, pero en la Ultra Fiel hay una chica que se abre camino para tocar el bombo. Intenta acercarse y quienes la rodean la vacilan, ella ríe incómoda, no quiere ridiculizar la imagen de una mujer tocando el bombo, ese que lleva el ritmo de las canciones de hincha. La dejan, esa tribu urbana tiene reglas claras, si los líderes permiten, ella toca el bombo, y es un privilegio que muy pocas veces es otorgado a las mujeres.
Carli, en la barra de los Revolucionarios, por su parte, sueña con aprender a tocar el bombo, y admira a las chicas que aventadas se suben a la malla, se plantan para hacer cosas que solo hacen los hombres por creérseles más hábiles. Carli se cuestiona si en la barra se reproducen los mismos roles de los que intentan huir en la sociedad, en todos los demás espacios. ¿Qué es ser mujer en la barra? Se lo preguntan, discuten y buscan sentirse iguales en el grupo ¿qué las haría distintas?
Es el segundo tiempo y en las gradas de la barra Ultra Fiel, Hope, deja la garganta alentando con fuerza. Su equipo no les ha dado el ansiado gol, apenas se ha acercado al arco contrario. Las canciones son alegres pero cuando llevan rabia comienzan a pedirle «huevos» a los leones o prometer la muerte para «los cutes», apodo dado a los miembros de la barra contraria por ser un águila parte del escudo del Motagua. Todos los dioses requieren sacrificios, Hope ofrenda su garganta. El estadio vibra por las ganas que la afición tiene de celebrar un gol. Y así, a pocos minutos de terminar el encuentro deportivo, Olimpia marca un gol que se funde en uno, en varios besos apasionados.
Abby se ponía cuatro veces a la semana el uniforme del equipo Olimpia. Allí en la barra se enamoró varias veces y actualmente allí encontró a quien ahora es su pareja. «Muchas mujeres entran porque se han enamorado, no necesariamente del equipo, sino de otro barrista y eso es peligroso, porque luego se desconfía que así se vaya a enamorar de un contrario, cosas que han sucedido ya y que han traído consecuencias», asegura.
Y se refiere al asesinato de Silvia Ordóñez, una joven de 20 años asesinada por miembros de su misma barra en la noche después de un partido. La desconfianza llega a estos extremos y la vía de resolver las dudas no es más que violenta. El asesinato de Silvia sigue siendo un misterio para sus compañeras, a pesar que ya hay tres de sus compañeros presos por el caso.
Abby ha sido castigada por la barra con no ir a los partidos por peleas internas. «Nos hemos insultado, nos hemos agarrado a tiros, me he peleado con mi mamá que es mi mamá, es normal que me pelee con ellos», asegura y cuenta que incluso uno de sus mejores amigos en un arranque de cólera le puso el arma en la cabeza, lo cuenta como cuando un hijo hizo una travesura. Con la ternura que conlleva su papel como pilar de cuidado de la barra, un pilar sostenido por mujeres.
«Nos preguntan a las mujeres que por qué no estamos en la casa, por qué no cuidamos a nuestras familias en vez de estar aquí», dice Hope, y protege ese único espacio en el que ella no esconde su pasión. Cuando Hope trabaja, incluso más de 8 horas establecidas para sostener a su hija y a su madre, ella se diluye en el tumulto de obreros uniformados, hace bien su trabajo, pero no es ser ella misma, nadie la reconoce. No es líder por hacer esto. En su peña, es líder, a pesar que le toque hacer lo que se espera de las mujeres: cuidar del grupo.
«Las mujeres coordinan logística, hacen eventos, confeccionan instrumentos y mantas. Hemos vendido cervezas, cigarros menudeados, fiestas, el liderazgo se basa en la organización», explica Abby.
En Honduras cada año se registran más de 20 mil casos de violencia doméstica, cada 17 horas una mujer es asesinada y cada día una mujer desaparece. En los asesinatos de mujeres el 95% está impune y cada vez más se escucha en medios de comunicación que el cambio en los roles de género, el hecho que las mujeres salgan más al espacio público, que se dediquen incluso en las estructuras criminales a acciones más violentas y menos de cuidado podría estar aumentando la violencia hacia ellas.
«Esta chica es botadita, es fácil, putilla, si nos ven con una cerveza y cosas así, nos dicen eso y creen que fácilmente se pueden acostar con nosotras», dice Carli. Para ganarse el respeto, las mujeres deben ser más que leales.
Dice Juan Villoro en su libro «Balón Dividido» que: «los estadios existen para jugar a la magia. El mundo, para vivirla». Si lo trasladamos a lo que se vive en un estadio de uno de los países más violentos del mundo, podría decirse que el estadio es un lugar de catarsis de toda la violencia que afuera se vive. Se juega a una rivalidad que traspasa la dinámica social que predomina, el que gana no solo es mejor, es el que sobrevive.
Abby entró a la barra después de conocer la calle, un lugar con muchas fronteras, allí mismo donde se crece buscando una identidad. Desde muy pequeña le tocó ser colaboradora de alguna pandilla, así como a muchas chicas viviendo en comunidades controladas, y aprendió que con violencia se marca la identidad, sobre todo si sos doblemente excluida.
A veces Abby sueña y trata de organizar un espacio en el que las chicas de las barras se sientan identificadas, una liga de fútbol femenino es una opción, solo faltan los uniformes, algo importante para amar algo que hacen ellas mismas. «Muchas chicas se meten a la barra pero no se quieren, por allí debemos empezar, muchas no tienen a nadie y entran buscando ese refugio, pero se destruyen», explica Abby.
«La violencia en este país es demasiada. En el país que vivimos nosotros necesitamos de qué sentirnos orgullosos, la gente se equivoca pensando que solo somos delincuentes, aquí hay profesionales, de todo hay en la barra. Aquí necesitamos talleres, educación, en nuestro país la violencia es demasiado fuerte, nosotros somos copia de otros países, sí, pero esto se trata de identidad», dice Hope, mientras camina hacia el estadio, ese lugar donde ella, con sus labios rojos, saca lo que es, una mujer con pasión.
-Los nombres usados pertenecen a Hope Solo, Abby Wambach y Carli Lloyd, tres de las futbolistas más famosas del mundo.
-Peña: subgrupo en el que se organizan por sectores los miembros de la barra Ultra Fiel del Olimpia.
-Comando: subgrupo en el que se organizan por sectores los miembros de la barra Revolucionarios del Motagua.
-Chimba: arma artesanal construida con tubos y proyectiles, su uso se popularizó entre las pandillas callejeras.
2 comentarios en “Solo se existe en 90 minutos”
Muy buen documental felisidadez por haser de las barras un sueño echo realidad nuy picas veses los diarios hasian este enfacis.saludos amigos y camaradas.fui parte y miembro activo de la ultra fiel.ahora pertenezco al mejor equipo a los fieles de cristo.
Excelente trabajo. Nunca lei un articulo sobre las mujeres en el futbol, y tan bien escrito. Sus voces, a traves de vos, dicen lo que los medios se empenian en ignorar.
Saludos del norte de un surenio.