Por: Jennifer Ávila
Portada: Persy Cabrera
Amilcar Alexander Ardón Soriano caminó hacia el estrado para testigos, debajo del imponente altar en donde el juez Castel dirige el juicio que nos supura en la herida a todos los hondureños. Una herida que no podemos explicar, pero que nos ha roto como sociedad, que nos ha hecho resolver o, mejor dicho, complicar todo a golpes a través del despojo.
Amilcar Alexander no pudo deletrear su nombre cuando el juez se lo pidió para que el escribiente lo anotara correctamente. Apenas estudió hasta quinto de primaria, pero eso no impidió que lograra levantar un pequeño imperio en un pueblo pobre de Honduras, traficando más de 200 toneladas de cocaína a Estados Unidos, el imperio que él admiraba.
Este criminal confeso fue alcalde de su pueblo. Dijo incluso que le dio un millón de dólares a quien después se convertiría en presidente del país la primera vez que decidió aportar a su carrera política. Se codeó con él, como si hubieran sido iguales alguna vez, ese joven casi analfabeto de un pueblo perdido de Honduras con el abogado que estudió su maestría en Estados Unidos. Pero nunca fueron iguales. Juan Orlando Hernández lo sabe, lo ve con desprecio desde su silla de acusado; él con los trajes y corbatas que usó cuando era presidente, Ardón con uniforme naranja de presidiario. ¿Por qué una sociedad que crea abismos entre clases sociales une a las personas en negocios perversos que, a la vez, perpetúan esos abismos?
En ese estrado Ardón busca que le devuelvan la libertad como intercambio por toda la información que ha dado para condenar a narcopolíticos hondureños. Pero allí, sentado frente al jurado y una audiencia de periodistas y migrantes hondureños, lloró cuando el abogado defensor del expresidente Hernández le preguntó cuándo había matado por primera vez. Ardón se declaró culpable de participar en 56 asesinatos en Honduras. Contó que la primera vez que mató a alguien fue a los 18 años, a un chico igual que él, de la misma edad y con el mismo contexto, en venganza porque este había asesinado a su hermano. El abogado de la defensa le preguntó por qué no fue a las autoridades a denunciar en lugar de tomarse la justicia por su propia mano, y muchos en la sala cruzaron sus miradas, como si la respuesta a esa pregunta fuera obvia: así se resuelven las cosas en Honduras.
Entre 2000 y 2024, en Honduras ocurrieron alrededor de 103,000 homicidios, lo que nos colocó en el top de los países más violentos del mundo sin una guerra declarada. Desigualdad, pobreza y mucha violencia han sido los ingredientes que han creado un país del cual huyen miles cada día; pero si a esto le agregamos dos ingredientes más, impunidad y cocaína, el resultado es un narcoestado en donde personajes como Ardón, los clanes Valle Valle, Urbina, Hernández, Rivera Maradiaga, Zelaya, concentran el poder y usan las instituciones del Estado para garantizar el negocio lucrativo del narcotráfico. Una sociedad en donde las diferencias se encuentran y complementan, en donde unos pocos logran salir de la miseria y otros, pocos también, se perpetúan en la abundancia, pero ambos a costa de la vida y del futuro de muchos más. Es el perro mordiéndose la cola. No es solo que los políticos financiaron sus campañas con dinero de las ganancias del tráfico de cocaína, sino que también participaron activamente con su autoritarismo, concentrando todo el poder formal e informal para que el mismo Estado —que debía funcionar para proteger a las personas y garantizarles sus derechos básicos— estuviera al servicio del crimen organizado.
¿Para qué se abren y pavimentan carreteras en Honduras?, le preguntaron a Ardón en el juicio. Demostrando tener bien claras las prioridades de su trayectoria de vida, él contestó: para mejorar el camino de la cocaína y también ayudar a las comunidades. En Honduras hay cientos de caminos que las comunidades no pueden usar para comercializar productos lícitos que podrían mejorar su calidad de vida; hay carreteras que atraviesan selvas y que fueron abiertas por narcotraficantes y ganaderos bajo la vista y paciencia de los gobernantes. Varias de estas carreteras se pactan por los caudillos locales o nacionales para que el Estado no las regule y las comunidades no se quejen. Son carreteras pavimentadas desoladas, muchas veces desalojadas para que nadie pasara por allí cuando una avioneta debía aterrizar, o cuando el señor de ese territorio pasara con sus furgones, volquetas y camiones llenos de cocaína.
Los operativos policiales mencionados en el juicio demostraron funcionar, no para proteger a las personas, sino para garantizar el paso libre de la coca y evitar robos por parte de cárteles contrarios. Los helicópteros militares, mientras tanto, fueron usados para transportar al presidente a sus reuniones con narcos o para matar indígenas en la selva, y así simular que el gobierno colabora con Estados Unidos en su guerra contra el narcotráfico, algo que en su momento ese país celebró. Se usó el poder en las instituciones de seguridad para planificar asesinatos de miembros de cárteles en competencia, o de funcionarios o asesores íntegros que comenzaban a denunciar el narcoestado. Todo esto nos ha dejado heridas con nombres y heridas anónimas; algunas se llaman Alfredo Landaverde, Arístides González, Marlene Banegas; otras tantas tienen el nombre de mi primo, de tu tío, de tu sobrino, de nuestros amigos, de los hijos de alguien. Pero la herida más grande se llama Honduras, y nos duele.
Honduras no ha tenido una guerra propia. Ha peleado las guerras de Estados Unidos, la de la contrainsurgencia en la década de los ochenta, la librada por el narcotraficante o la creada para luchar contra este. En todas ha puesto el territorio y las víctimas, los ríos de gente que huye, los cementerios desbordados. En todo este proceso nunca hemos podido hablar de paz, ni formal ni informalmente. Hablar de paz en Honduras significa automáticamente poner en alguien la culpa, en el del otro partido, en el del otro equipo, en el del otro barrio, y cualquier discusión lleva a la inevitable descalificación y hasta agresión del «otro» que somos, al final, nosotros mismos.
Esas son el tipo de heridas que las guerras fratricidas dejan y que la sociedad hondureña tiene. Quizá los juicios en Nueva York son eso, un proceso que nos ayude a abrir diálogos de paz, a crear nuevos pactos sociales, a retejer el tejido social y redireccionar el Estado, unos acuerdos de paz que suceden como las propias guerras que hemos vivido, por la intervención extranjera. Esa es una mirada esperanzadora. La otra, menos optimista, sería ver a una Honduras más polarizada y buscando respuestas simples, como se nos ha enseñado: «todos los políticos son iguales», «la política es sucia», «todo está podrido», «en Honduras nunca habrá justicia», «la mano dura al final resuelve», «ocupamos un autócrata», «sacrifiquemos libertad por seguridad»; así sucesivamente, profundizando la herida.
El narcoestado se consolidó en medio de la polarización que dejó el golpe de Estado y lo hizo sobre una historia de polarización violenta entre partidos políticos tradicionales, terratenientes y políticos oportunistas. Una historia de confrontación fratricida que solo ha beneficiado a las élites políticas que se renuevan en el poder una y otra vez. Porque mientras la población se desgarra arrancándose los ojos, en ese mundo ciego y sangrante, narcos y políticos corruptos han reinado y lo seguirán haciendo porque observan, desde un balcón de privilegio, cómo el resto de la población se destruye a sí misma defendiendo a unos y acusando a otros.
Un acuerdo de paz significa aquí repensar lo que como sociedad hemos creado, ese monstruo hambriento de poder y odio. Reconciliarse no es sinónimo de perdón ni de ejecución masiva de aquellos a quienes se les considera culpables; es el ejercicio colectivo de buscar un camino para llegar al «nunca más», que permita romper el ciclo que alimenta al narcoestado: «mientras haya coca, habrá vida».