Las mujeres hondureñas que huyeron de la violencia en sus hogares cargando a su hijos e hijas, huyeron también de un país que no las escuchó ni las protegió. En su camino de escape han encontrado más violencia pero también pequeños refugios. Las políticas migratorias las han hecho asentarse temporalmente en las ciudades de la frontera norte de México con los Estados Unidos, pero ahora, con la oportunidad de avanzar, deben justificar «el miedo creíble» que las hizo escapar para preservar su vida. La migración y la búsqueda de asilo ha sido para ellas una forma de aceptar las cicatrices y avanzar a pesar del dolor de abandonar su hogar, un lugar al que no pueden regresar.
Por: Patricia Mayorga y Jennifer Avila
Este reportaje se realizó con el apoyo de OXFAM con el financiamiento del Departamento de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea (ECHO) y es una publicación colaborativa entre Raichallí (Chihuahua, México) y Contracorriente (Honduras)
Ilustraciones de Stefany Fonseca
Es un milagro, un destello de esperanza para Rosa* el haber llegado hasta aquí acompañada de sus seis hijos, después de huir del infierno que vivían en su casa en un pequeño pueblo del norte de Honduras.
Aquí es Ciudad Juárez, en la frontera norte de México, una ciudad que por muchos años ha cargado el estigma de ser altamente femicida. De acuerdo con cifras de la Fiscalía General del Estado de Chihuahua, Juárez tiene un registro de más de 2200 mujeres asesinadas las últimas tres décadas, con cifras ascendentes durante los últimos 15 años y a lo que se suman alrededor de 200 desaparecidas, según la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas (CNBP). Aun así, llegar aquí es para Rosa un alivio, ha encontrado una comunidad, un refugio para ella y sus hijos mientras se prepara para buscar asilo en los Estados Unidos.
Para Rosa, ver hacia atrás es ver a un país que no la protegió, un lugar que solo la hace pensar en su tumba.
En 2022, la hija de Rosa, con apenas 16 años de edad, denunció a su padre por incesto. Cuando la niña cumplió 14 años, el hombre la violó y por dos años lo siguió haciendo hasta que un día pudo decírselo a su madre y decidieron denunciarlo.
El día que Rosa se enteró recién salía del hospital, había sufrido un aborto espontáneo y estuvo dos semanas hospitalizada; en ese tiempo las cosas en casa empeoraron. El padre siguió violando a la niña hasta que ésta decidió huir con ayuda de su novio y en una carta le explicó a su madre lo que vivió los últimos dos años al ser violada por su padre.
«El momento en que ella se fue, él casi me mata a mí. Él quería culpar al cipote [el novio de su hija] de que la había violado, eso quería, que lo denunciara y como no lo hice, casi me mata. Me agarró del cuello. El niño grande me lo quitó de encima porque me iba a volar la cabeza con un machete y el cipote le dio en la mano; si no me lo quita me hubiera matado. Estaba enojado porque se había ido ella», así recuerda Rosa los siguientes días.
La violencia escaló. El hombre obligó a Rosa a cavar una tumba para ella y la forzó a meterse en ella mientras le apuntaba con una pistola a la cabeza. Su hijo impidió otra vez que su padre matara a su madre y allí comenzó su huida, primero dejaron atrás su casa y ocho meses después, el país.
Rosa tiene seis hijos con apenas 33 años de edad y su agresor es un criminal. Ella sabía esto antes de saber que violaba a su hija o antes de entender que fueron años de violencia los que vivieron ella y sus hijos, Rosa dice que su esposo era un criminal porque él trabajaba para un grupo de crimen organizado de los que controlaban su comunidad.
«Aguanté golpes por años, pero ya cuando me violó a mi hija, no le aguanté ya. Las primeras veces que me pegó fue como a los cinco años de estar casados. Yo le aguantaba porque andaba en la iglesia, él también iba pero no le importaba, el pastor lo ponía a predicar», contó Rosa mientras esperaba en un refugio de Palenque, Chiapas, donde permaneció varios meses antes de continuar su camino hacia Ciudad Juárez.
Durante ocho meses, Rosa y sus hijos se escondieron en varios pueblos y casas de Honduras. Un día, una familia la alertó porque su esposo los estaba buscando, estaba furioso. De madrugada, les pagaron un taxi hasta la frontera con Guatemala y así iniciaron su búsqueda de refugio.
«Un día me dio como 80 golpes en la cabeza. El otro [hijo] pequeño le dio con un garrote en el lomo; si no me lo quita, me hubiera matado a golpes» dijo esta mujer que lucha por lograr la paz para ella y para sus hijos, quienes han aprendido a sacudirse el miedo de encima.
Por muchos años, Rosa vivió violencia y mucha soledad. Tenía prohibido quejarse, hablar con amigas o vecinas sobre lo que le pasaba en casa, tampoco podía hablarle a su familia ni a la familia de él. En esa oscuridad, sin poder ver una salida, Rosa vivió aterrorizada. Sus hijos vivían lo mismo, pero cada uno en un cuarto oscuro. El silencio de la hija de Rosa duró dos años. «La cipota no ha superado el miedo. Yo quedé traumada, una semana duré en la cama, no comía y no bebía, yo quería morirme. Yo la entiendo», agregó Rosa quien ahora comienza un nuevo camino con sus hijos en el extraño lugar que la ha acogido.
«Allí nadie te salva»
Rosa no es la única en su familia que huyó de la violencia de Honduras. Diana*, su hermana mayor, la guió en su camino hacia México porque ella lo había hecho primero. Le daba instrucciones por whatsapp, se comunicaba con ella a diario y ahora la espera del otro lado del muro, ya en Estados Unidos. Pero Diana tiene su propia historia de huida.
«Yo salí de Honduras porque tuve amenazas de muerte, eso pasa cuando no quieres participar de cosas malas», cuenta Diana, una mujer muy religiosa que cree firmemente que el mapa con el que guió su viaje por Centroamérica y México fue la biblia y su fe.
Ella vivía en Tegucigalpa en un barrio en el que maras y pandillas se enfrentan por controlar el territorio. Tegucigalpa es la capital del país y uno de los municipios con los índices de homicidios más altos. Sus quebradas calles y barrios sobrepoblados, son el escenario cotidiano de homicidios, femicidios, extorsiones, asaltos, secuestros y atentados.
Diana cuenta que el 22 de abril de 2019, uno de sus vecinos y amigo cercano fue asesinado y ella y su familia fueron testigos. En esos barrios la regla siempre es «ver, oir y callar» y el hecho de que toda una familia haya visto lo que sucedió allí, era un riesgo muy grande para el grupo criminal que controlaba su comunidad. Es por esto que dos semanas después del asesinato, un grupo de hombres llegó a su casa para advetirle a Diana que ella y su familia ya no podían vivir allí. Quedarse era una condena a muerte.
Diana es madre soltera de cuatro hijos, el mayor de 25 años ya está casado y vivía con ella junto con su esposa y su bebé de dos años. Todos quedaron en la calle y su hogar fue tomado por pandilleros.
«Ellos te ven, tienen gente por todos lados, te andan amenazando» contó Diana, quien una vez vio en Tegucigalpa la oportunidad de salir adelante, de estudiar y poder vivir dignamente.
Ella es originaria de un pueblo al norte de Honduras donde las oportunidades son escasas; cuando llegó a la capital estudió hasta la secundaria y luego se dedicó al comercio informal.
Según el Banco Mundial, en el 2020 el 58 % de los empleos en Honduras eran informales «uno de los niveles más altos en América Latina y el Caribe». Este organismo internacional también encontró que apenas un 47 % del total de las mujeres en edad de trabajar tenía un empleo en Honduras «mientras que un 85 % de los hombres en edad de trabajar sí tiene empleo. Además el 88 % de las personas que no estudian, ni se entrenan ni trabajan (NINI) son mujeres», citó el Banco Mundial.
Diana se enfrentó a esa realidad yendo a las calles a vender mercadería, debía sobrevivir para sacar adelante a su familia. Pero ese trabajo le trajo muchos riesgos. «Una vez me secuestraron y se llevaron las mercancías. Iba a surtir mi puesto. Era un grupo de hombres y mujeres y me escapé, le pegué a la mujer en el estómago y salí corriendo en medio de toda la gente. Ahí nadie te salva. Te dicen las autoridades que si denuncias te cuidan, pero no, la policía está involucrada en muertes, en asesinatos», contó.
Y habla de algo que no es desconocido para la población hondureña. En el Sondeo de Opinión Pública realizado en febrero de 2023 por el Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC) en Honduras, las personas no confían en la institución policial. De las personas encuestadas por esta organización el 74% de la población dijo que confía poco o nada en la Policía Nacional. En 2016, en Honduras se llevó a cabo un proceso de depuración policial que expulsó de esa institución a aproximadamente 6,500 policías. Ahora, en 2023 y bajo un nuevo gobierno, ese proceso ha quedado expuesto como un gran fracaso; signo de esto es que más de 1000 policías depurados en ese entonces han regresado a laborar a la institución. Por otro lado, en Nueva York, cerca del destino de Diana, será enjuiciado en septiembre el exdirector de la Policía Nacional, Juan Carlos Bonilla, quien se sentará en el banquillo de los acusados con cargos de narcotráfico al lado del expresidente Juan Orlando Hernández.
«La policía estaba cerca de mi casa cuando mataron a mi amigo, él tenía 38 años, era un hombre de Dios. En las pandillas hay niños de 9 y 11 años, los agarran para cobrar renta [extorsión] y a los 20 años los hacen matar gente como prueba», explicó Diana quien ahora está en Florida, Estados Unidos.
Hay un dicho popular en Honduras que usa la gente cuando tiene miedo de ser asesinada, Diana lo usa para explicar cómo se sentía en Honduras: «sentí la pala en mi espalda» y recuerda cuándo sintió más esto y fue al salir de la estación de policía donde interpuso la denuncia por el asesinato de su amigo. Eso es como decir que anda cargando su tumba o al menos la herramienta con la que la cavaría.
«En la DPI [Dirección Policial de Investigación] dejé el caso. Los policías se veían, llamaron por teléfono y me dio miedo», contó Diana y dijo que allí fue cuando supo que debía irse.
«Agarré a mis hijos y nos fuimos caminando. Llegó un momento que teníamos los pies hinchados pidiendo aventón hasta la frontera de Aguacaliente en Guatemala», contó Diana. Ella tiene 52 años y comenzaba apenas un camino que quizá acabaría con su vida. Un mes tardó en cruzar Guatemala caminando y a veces apoyada por gente que le dio aventón durante el camino.
Para Diana y su familia, enfrentarse al camino migratorio era la menor de sus preocupaciones cuando salieron de las fronteras de Honduras; sin embargo, no pasó mucho tiempo cuando su ruta se convirtió en una carrera de obstáculos.
Diana primero llegó a Palenque, Chiapas en donde estuvo en un albergue, pero tenía miedo porque había mucha gente de Honduras y la desconfianza era grande sobre todo porque las estructuras criminales que operan en ese país se expanden por la región. Allí Diana aseguró que escaparon de un posible secuestro. Después llegaron a Tabasco, un lugar que también describió como un sitio en donde escaparon de «personas malas». Un mes pasó hasta que llegaron a Ciudad Juárez en donde estuvieron más de un año.
«Estuvimos en una casa donde conocimos a la hermana Antonia. Ella nos llevó a la oficina consular, traíamos los pies inflamados», contó.
Diana vivió primero en una casa que compartió con migrantes salvadoreños en Ciudad Juárez. Trabajaban en lo que podían para apoyar con los gastos.
«Estuvimos en una casa escondida. Ahí nos apoyaban. Un día llegaron unos encapuchados y nos golpearon. Mi nuera estaba embarazada de 8 meses, casi pierde al niño pero afortunadamente nació bien, en Ciudad Juárez. De todo lo que pasamos, me ha dado dolor de cuello y de espalda, me detectaron diabetes también. Mi hija está mal del cerebro y la espalda, por los golpes».
Después de aquel episodio, se fueron a vivir a un albergue. En los albergues de esta frontera hay reglas para proteger la integridad de los migrantes, no pueden salir con frecuencia, sólo una vez por semana. Ahí los apoyan con alimentos, techo y lo necesario para que esperen el momento en el que les toque cruzar hacia los Estados Unidos.
La hermana María Antonia Aranda Díaz, cofundadora de la asociación Sembrando hoy cosechando mañana que pertenece a la congregación Siervas del Inmaculado Corazón de María, explicó que muchas de las mujeres hondureñas que llegan a su albergue van muy violentadas y amenazadas por esposos, hijos o hermanos y que algunos de ellos que también pertenecieron a maras. Muchas de ellas huyeron de la muerte pero en el camino también se la encontraron; según explicó la hermana María Antonia, varias llegan violadas y agredidas por grupos criminales que se encontraron en el camino.
«Son personas que no quieren que les hagan más daño como seres humanos, se defienden en una postura agresiva. Cualquier detalle, si no les gustaba cómo cocinaban, sacaban violencia hasta llegar a los golpes, insultaban mucho. Decían: no sabes cocinar, no sabes hacer esto, en mi país aquello. Rebatían muchas cosas de lo que ellas extrañaban porque no aceptaban que estaban en otro país. Es muy difícil para ellas» dijo la religiosa.
En el albergue San Romero de las Américas, que funciona desde 2018, comenzaron a ver la necesidad de la atención psicológica para mujeres como Diana o Rosa y también para niños y niñas que van con sus madres.
«Niños y niñas llegaban muy violentos con los papás, como con rencor, con situación de odio, de coraje, porque pues no querían salir y no sabían a dónde los iban a traer con tanta situación de caminar, correr, gritar, no comer, no poder […] y los niños exigían: yo quiero comer de aquello, yo quiero que me compres esto. Se ponían a llorar y era una rebatinga tremenda con los niños» contó la religiosa.
Elia Orrantia Cárdenas, directora de la organización Sin Violencia a la que pertenece uno de los refugios para mujeres víctimas de violencia en Ciudad Juárez, dio a conocer que en 2021 recibieron a dos mujeres hondureñas, madre e hija de 38 y 15 años respectivamente.
Llegaron a esta frontera con una de las caravanas migrantes masivas que partió de Centroamérica, y huían de violencia de género también.
Ellas estaban en un albergue en el que sí les permitían salir porque ahí sólo les daban techo y comida. Ya habían iniciado un proceso migratorio con la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) y consiguieron trabajo mientras salían de Ciudad Juárez.
«Su contratante, con quien trabajaban, las mantuvo en cautiverio durante algún tiempo y encontraron espacio en la Casa del Migrante, que las canaliza con Sin Violencia, porque sabían que al denunciar temían que las persiguieran […] en el tiempo que están con nosotros —duraron un mes y medio— nos decían: si los albergues de migrantes fueran como los refugios de alta seguridad otra cosa sería, estaban encantadas. Fue fácil para ellas adaptarse aún cuando no podían salir, tenían garantizada la seguridad y las necesidades cubiertas. Durante su estancia en el refugio se les resolvió su proceso migratorio y se trasladaron a Carolina del Norte» recordó Elia Orrantia.
La activista dijo que las mujeres migrantes por lo general tienen muy claro que quieren cruzar a los Estados Unidos, están determinadas a hacerlo. «Se detecta que traen una situación de violencia previa, que vienen huyendo de su agresor en otro país o que fueron violentadas en el trayecto. Pero para ellas todo eso es soportable y tienen que pagar para lograr su objetivo, que es cruzar. Las autoridades les ofrecen regresar, pero están decididas a cruzar. Nos ha tocado que les decimos lo que pueden tener en Juárez, pero dicen que ellas quieren buscar la oportunidad, y quieren ir todos los días al puente, sienten que no tienen una oportunidad, están decididas», explicó.
Las mujeres hondureñas que llegan a Ciudad Juárez huyendo de violencia familiar, han llegado en diferentes momentos a partir de 2018, cuando se incrementó el número de migrantes que intentan llegar a los Estados Unidos.
En ese año, el gobierno de Estados Unidos, presidido por Donald Trump endureció las medidas migratorias, y con la pandemia por Covid-19, miles de familias y mujeres con hijos e hijas tuvieron que permanecer hasta dos años en la frontera en espera de una cita ante jueces. En 2021 se reactivó el programa Protocolos de Protección a MIgrantes (MPP por sus siglas en inglés). Las que estaban más decididas a esperar el tiempo necesario para cruzar eran las mujeres centroamericanas víctimas de violencia familiar. En agosto del año pasado fue el fin del MPP que permitió a miles de migrantes cruzar la frontera a los Estados Unidos.
Con la pandemia llegó la ley migratoria Título 42, una orden de salud pública que también implementó Trump al iniciar la pandemia por Covid-19 y que con el fin de evitar el contagio de coronavirus, permitió a los agentes de migración la expulsión inmediata de personas migrantes que intentaban pasar a los Estados Unidos. Esta medida finalizó el pasado 11 de mayo. Junto con Aduanas y Protección Fronteriza (CBP por sus siglas en inglés), el Título 42 se utilizó para rechazar a alrededor de 2.5 millones de casos de migrantes.
«Lo que quieren es pasar a Estados Unidos, ellos dicen que ya no quieren regresar a su país ni quedarse aquí. Los que vienen de Honduras no quieren quedarse aquí porque las maras tienen ojos en México. Ellos me mostraban en el celular: mire madre, me están diciendo que ya saben dónde estoy. No sé si era un acoso para ellos, para que cedan. Algunos llegaron a regresar de Estados Unidos porque su familia corría peligro y querían traerse a sus hijos de allá, porque dejaron a sus hijos y a sus hijos los estaban acosando. Muchos se salieron de Estados Unidos para irse con sus hijos», refirió la hermana Antonia Arana.
CBP One es una aplicación con la que los Estados Unidos ha controlado el flujo migratorio en la frontera con México y permitir que las personas migrantes pasen de manera legal. Cada migrante o cada familia requiere un celular para solicitar una cita para pasar a los Estados Unidos e iniciar un proceso de asilo o de refugio que puede durar hasta tres años.
«No es nada seguro, van a cruzar, tienen cita migratoria y una cita de Corte, dependiendo de esas dos citas van a saber si se quedan o los deportan», explicó la hermana Antonia.
Diana cruzó, porque a pesar de haber pasado un año en Ciudad Juárez, su sueño de cruzar el muro no cesó. En abril de 2021 pasó y pidió asilo. Diana contó que llegar a un segundo país extraño es aún más difícil; estando allá, una familia le ofreció trabajo, sin embargo, ella cuenta que la tuvieron secuestrada junto con sus hijos por varios meses.
«A mí me tenían como esclava, también a los niños, bañábamos perros, limpiábamos, no podíamos salir, porque nos decían que era peligroso. Una mujer de Honduras, conocida de esa familia, me pasó un papel con un número de teléfono, vio que sufríamos y nos ayudó. Ahora pagamos renta y mi hijo ya trabaja pintando casas», dijo.
Ahora Diana tiene planes, más allá de solo el de sobrevivir. Espera sus papeles y para pronto poder trabajar. «La niña está estudiando, tiene buenas notas, está en el cuadro de honor, ya está en sexto grado», dijo con orgullo.
El país del que huyen
De 2013 a abril de 2023, la Secretaría de Seguridad de Honduras recibió 112,709 denuncias por violencia doméstica y violencia intrafamiliar.
Ana Cruz, de la Asociación Calidad de Vida, una organización que apoya a mujeres sobrevivientes de violencia a denunciar y acceder a la justicia en este país, explicó que entre 2022 y 2023 se notará una baja en las denuncias por violencia doméstica porque el Sistema de Emergencia 911 está en crisis desde que el nuevo gobierno de Honduras tomó posesión. Las expectativas por este nuevo gobierno, liderado por primera vez en el país por una mujer, han bajado, dijo Ana, porque la respuesta a las mujeres ha sido nula.
«La problemática ha alcanzado cifras terribles y el poco acceso a la justicia que están teniendo las mujeres es terrible. Por ejemplo, hay prácticas al momento de recibir una denuncia como las que hacen en el Core 7 [una estación de policía en el centro de Tegucigalpa] si una mujer va a poner la denuncia, primero tiene que ser interrogada por el vigilante; no es que van a tratar a las mujeres con calidez, eso las revictimiza», explicó.
Algo más que Ana denunció es que los juzgados de paz están conciliando los casos, a pesar de que según la Ley de Violencia Doméstica, esto no es permitido. Por otro lado, también habló de una precariedad institucional que termina afectando a las mujeres al momento de acceder a la justicia: «En Tegucigalpa apenas hay un receptor en los juzgados de violencia doméstica, solo una persona llevando todas las citaciones a los agresores, esto atrasa los procesos. Si una mujer va a pedir una audiencia —y eso que influimos nosotras— se las dan para un mes, pero ya solas pueden pasar hasta 3 meses», dijo Ana. Tres meses pasan para que las mujeres puedan tener una respuesta que las proteja de sus agresores, muchas no pueden esperar tanto.
«Para tomar una denuncia le exigen a las mujeres que tengan golpes. Si la mujer ha sufrido violencia psicológica, si los policías no ven las señas de los golpes, no toman las denuncias», agregó.
Y contó el caso de una mujer a la que acompañaron en su organización, ella puso cinco denuncias y finalmente su agresor le cortó una mano y la desfiguró con un machete, el hombre fue puesto en prisión y aún desde la cárcel la seguía amenazando. Esta mujer salió del país y pidió refugio en los Estados Unidos. «Muchas mujeres vienen en esas condiciones, a pedir ese tipo de apoyo, que las ayudemos a salir del país» contó Ana.
El gobierno de la primera mujer presidenta prometió una agenda feminista; sin embargo, Ana aseguró que a más de un año de su mandato «todo está en papel y promesas». Y da un ejemplo que aterriza esta inconformidad.
«Para cambiar la grama del estadio nacional gastaron como 40 millones de lempiras y el presupuesto de todo un año para la Secretaría de la Mujer [Semujer] fue de 50 millones. Si usted compara, Semujer se queda en la lipidia, estamos pidiendo 40 millones para las casas refugio y no dan nada», expresó.
En Honduras apenas hay siete casas refugio por lo que varias organizaciones pasaron al Congreso Nacional una ley especial para el funcionamiento de más casas refugio, con presupuesto y personal capacitado; sin embargo, este proyecto de ley ha quedado guardado y el gobierno, en cambio, ha impulsado una ley marco de atención integral a la violencia contra las mujeres, algo que, según Ana, no mejora la situación de inaccesibilidad a la justicia que sufren las mujeres.
«Las casas refugio son un tema primordial porque allí se protege la vida de las mujeres, sobre todo de las que ya no aguantan y se quieren ir. Las casa refugio son la solución y ya nos dijeron que no se va a aprobar [la ley] porque está incluida en la ley integral según dicen, pero esa ley conlleva muchísimos presupuestos, muchísima voluntad política para que se apruebe porque allí van incluidos los derechos sexuales y no sabemos porqué le están dando largas a la ley de casas refugio que puede salvar tantas vidas», explicó Ana.
Organizaciones como Calidad de vida han intercedido para que algunos municipios se encarguen de mantener las casas refugio de sus ciudades.
En una de las ciudades más mortíferas para las mujeres, San Pedro Sula, apenas se acaba de aprobar la reapertura de la casa refugio que permaneció cerrada por más de un año debido a una deuda de energía eléctrica que nadie podía pagar. Una fuente a quien no identificaremos por seguridad, nos dijo que la decisión pasaba por la esposa del alcalde quien no tenía esto como prioridad «porque las mujeres podían salir adelante solas».
Ana supo de esta situación también. «A los políticos tanto locales como a nivel nacional no les interesa la vida de las mujeres y por eso no responden. Allí tenemos la alcaldía de San Pedro que se tardó un año con tres meses para abrir de nuevo la casa refugio porque la casa debe ser manejada por gente que sabe, no por las esposas de los alcaldes que no saben nada. Hasta el momento están tomando posesión, haciendo inventarios, se supone que la alcaldía la va a mantener pero necesita una reestructuración, personal sensible a la temática, muy entrenadas», explicó.
La violencia doméstica y la violencia intrafamiliar afectan más a las mujeres y niñas, pero a estas se suma la violencia sexual. Lo que ocurrió en el hogar de Rosa, ocurre en miles de hogares cada año. Según el Observatorio de Derechos Humanos de las Mujeres del Centro de Derechos de Mujeres (CDM), en 2022 el Ministerio Público recibió 3,932 denuncias de violencia sexual, aumentando un 19% en relación con el 2021. De estas, 2,944 (75%) son casos de violencia sexual contra las mujeres.
«La violación (47%) representa el tipo más frecuente de violencia sexual, seguida de agresiones sexuales (22%) y violación especial (7%). Una de las diferencias entre los tipos de violencia sexual responde a la legislación, que aplica distintas penas. Una considerable cantidad de dichos delitos se realiza contra menores de edad. El 64% de las sobrevivientes de violencia sexual son menores de edad de entre 10 y 14 años principalmente. En el caso del delito de violación especial, el 84% es menor de edad», establece el CDM en su reporte y agrega que la mayoría deperpetradores de este tipo de violencia está dentro de los hogares, son familiares de sus víctimas.
«Aunque los números son impactantes, todavía se reporta que muchas personas no van a denunciar por temor a represalias, a ser culpadas y a ser socialmente marginadas, así como también por el peso de procesos de justicia lentos, revictimizantes e inadecuados», agregó la organización.
Para muchas mujeres la única salida es migrar. «Las mujeres están desesperadas porque no quieren denunciar porque no les responden. Les dan las audiencias en un mes y en ese mes completo esas mujeres sin acceso a la justicia ¿qué les puede hacer el hombre que anda libre? la vuelve a convencer, la vuelve a golpear, la puede asesinar. Las mujeres piensan que nunca van a tener justicia para su caso», concluyó Ana, de Calidad de vida.
Desde el sistema de justicia, la jueza del Juzgado de violencia doméstica en San Pedro Sula, Claudia Paz, explicó que en Honduras apenas hay tres juzgados especializados en violencia doméstica, y en el que ella trabaja apenas hay cuatro jueces; es uno de los juzgados al que más acuden las mujeres de todos los municipios ya que «en muchos lugares la violencia doméstica no se considera un problema grave y se cree que puede conciliarse».
Según la jueza, Honduras tiene toda una cobertura legislativa por convenios que el Estado ha ratificado y se han creado juzgados y fiscalías especializadas para las mujeres, pero en la práctica hay muchas falencias, iniciando por la falta de formación especializada que deben tener las personas que tienen contacto con las sobrevivientes de violencia basada en género, desde quien toma la denuncia hasta quien la lleva a los juzgados.
«En los municipios hay oficinas municipales de la mujer que deberían acompañar a las mujeres pero lamentablemente esas oficinas no reciben el presupuesto.También la ley contra la violencia doméstica tiene 25 años de vigencia y ya al parecer no es suficiente», explicó la jueza y agregó que se está construyendo una ley que conlleva varias reformas, por ejemplo, la de elevar a delito de tipo penal la violencia doméstica, dejando ya el ámbito civil. Sin embargo, para esta jueza, el que la justicia llegue a las mujeres pasa por el problema estructural del machismo, que termina generando impunidad.
Los datos de impunidad en la violencia contra las mujeres se convierten rápidamente en datos de migración irregular de mujeres, niños, niñas y adolescentes. Nicola Graviano, jefe de misión de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) para El Salvador y Honduras, dijo que la migración no es solo una preocupación por los riesgos que implica, también puede ser una solución para muchas mujeres que buscan encontrar un mejor lugar. «Hay una doble connotación entre la migración y la violencia basada en género, esto representa siempre vulneración, pero, por otro lado, es una respuesta positiva a la resolución de fenómenos de violencia basada en género», explicó.
En Honduras ha habido un aumento de migrantes ya sea de retorno o en tránsito. Según Graviano, en 2022 se registraron 88,575 personas hondureñas retornadas a Honduras desde México o los Estados Unidos, lo que superó en 35,000 las personas que fueron reportadas como retornadas en 2021. «En lo que va de los primeros tres meses [del año] tuvimos 16,167 personas retornadas. Un 18% de estas personas retornadas son mujeres adultas y un adicional 5% son niñas. Esto es una parte del fenómeno, pero sabemos que Honduras está afectada por el otro fenómeno que es la migración de tránsito. De enero a abril de 2023, más de 77 mil personas transitaron por Honduras, lo que nos hace pensar es que las cifras de migrantes en tránsito serán más altas que 2022 y puedan superar los 200 mil, de estas las mujeres representan un 23% y, adicionalmente, se encuentran un 8% de niñas, hay una población más grande de migrantes en tránsito que incluso las retornadas» agregó.
La OIM atiende a mujeres retornadas, detecta sus necesidades y perfiles para poder analizar dónde están los riesgos de protección. «La violencia de género es una de las razones que las empuja a tomar la decisión de migrar pero la migración irregular representa también una ocasión para que vulnerabilidades preexistentes se agudicen» explicó Graviano. Y en ese movimiento perpetuo, de quienes van, quienes regresan y quienes solo pasan, las mujeres y a las niñas que buscan escapar de la violencia se encuentran esa misma violencia aun cruzando fronteras.
Golpes y crimen
-¿Por qué saliste de Honduras?
-El papá de mis dos niños menores está en una pandilla. De parte de él recibí golpes, amenazas, me encontraba a donde fuera. Ya no tenía a dónde ir.
-¿Qué edad tienen tus hijos?
-El mayor tiene 13, el otro 9 y el más chico 6.
Marta* de 32 años contó su historia desde el estado de San Diego, California.
Cuando tenía 21 años, Marta se enamoró de quien luego se convirtió en su agresor. Iban a la misma iglesia, todo parecía normal. Sin embargo, ambos vivían en un barrio en el que las pandillas tienen una influencia muy grande; él primero comenzó como colaborador y luego se fue metiendo más a la pandilla y también a la adicción a las drogas.
«Ya no quería seguir con él, pero me decía que me iba a matar», para ese entonces Marta ya tenía dos niñas y vivían aterrorizadas. Un día, un golpe a la cara; otro día, un labio roto; otro día, un ataque de ira.
Marta recordó que estando embarazada casi la mata, la golpeó contra la pared y se le adelantó el parto. Su refugio en momentos críticos era la casa de su madre, pero él siempre las encontraba, reclamaba a sus hijas.
«Había violencias, había días felices cuando él no llegaba. Cuando llegaba, llegaba con armas y drogas», contó Marta, y llegó el día en que decidió arreglar la mochila y caminar hacia la frontera con Guatemala, subir lo más que pudiera huyendo con sus hijas, justo después de que él le había pegado con un alambre a una de ellas.
Así llegó con las niñas a Tenosique, Tabasco. Marta apenas terminó la secundaria y su objetivo principal se había convertido en sobrevivir, nada más. En Tenosique trabajó en un negocio y luego se fue a Ciudad Juárez, allí tan cerca y tan lejos de su sueño de llegar a los Estados Unidos.
En octubre de 2020, Marta intentó pasar sola; dejó a sus hijas en un albergue al cuidado de una amiga, pero hombres que ella identificó como miembros de la policía de Coahuila la capturaron y la golpearon.
«Escuchamos disparos. A mí me quitaron la blusa y el pantalón, me golpearon también en la cabeza. Nos pidieron dinero y les dimos lo que pudimos. Golpearon a los muchachos más feo. Nos dejaron en la orilla del río. Yo corrí al lado contrario, me tiré en un arbusto y luego al río. La migra nos agarró y sólo nos llevaron al puente. Regresé a Juárez», pero allí Marta cayó enferma, perdió movilidad en un pie y acabó en silla de ruedas. Mientras ella enfrentaba sus problemas de salud, sus hijas estudiaban gracias a la organización Sembrando hoy, cosechando mañana
Al llegar el 2022, las apoyó la Comisión Estatal de Población del gobierno de Chihuahua, al que pertenece Ciudad Juárez, para realizar el trámite que le permitiera obtener una cita ante un juez y esperarla en los Estados Unidos, a través de la aplicación CBP One. Recibieron respuesta de inmediato.
-¿Ha valido la pena dejar Honduras?
-Sí. No era vida allá, no hay vida propia. Cuando decidí venirme a México era para salvarnos. Allá todo se hace dependiendo si la mara o la pandilla lo acepta. Hay que pagar por tener un negocio y vivimos amenazados. Estando allá, él me mandaba fotos de mi hija recién nacida para amenazarme. Para uno no hay lugar seguro, porque tienen ojos donde sea. Ahora mis niñas están felices.
Marta recuerda con sabor agridulce el trayecto por el que cruzó, por fin, a los Estados Unidos.
«Mis hijas sí lloraron cuando nos dijeron que íbamos a Estados Unidos. No querían regresar con su papá […] Ahora estamos esperando la cita en la Corte para ver si conseguimos trabajos», contó Marta.
Para ella, salir del país no estaba en su proyecto de vida hasta que se topó con la violencia de frente.
«Lo que sí quise es una vida sin maltratos y golpes, sin temor a que un día me matara», dijo, esa es la razón por la que huyó.
Una nueva vida
Al llegar a la frontera sur de México nació la sexta hija de Rosa, que ahora tiene tres meses. Para Rosa, el camino que recorrió fue de mucho dolor, iba con sus hijos y embarazada y mientras pasaba por Guatemala sufrió una violación sexual.
Llegando a México, durmió con sus hijas e hijos en las banquetas, en las plazas de Chiapas. Una familia le prestó un cuarto para resguardarse y ella salía a vender dulces porque le fue difícil conseguir trabajo con todos sus hijos pequeños.
En el refugio en el que se encuentra ahora en Ciudad Juárez, Rosa ha comenzado a asimilar lo que ha vivido y a reconocer su valentía y la de sus pequeños hijos.
Rosa recibe terapia psicológica por parte de Sociedad Hebrea de Ayuda a los Inmigrantes (HIAS por sus siglas en inglés), que brinda ayuda humanitaria a los refugiados en diferentes países. Su hija mayor no está preparada aún para enfrentar su verdad en las terapias, pero Rosa la entiende y la apoya.
En el albergue en que se encuentra convive con otras personas migrantes, y con dos hondureñas ha hecho amistad. En las últimas semanas llegaron otros 22 paisanos que también huyeron de su país y así la comunidad de refugiados va creciendo.
Mientras sus hijos van y vienen durante la entrevista, Rosa cuenta que se está preparando para el momento que le toque enfrentar el proceso de justificar su «miedo creíble» para solicitar asilo en los Estados Unidos; para esto, Rosa también ha aprendido a sacudirse las culpas. Mientras se prepara para dar el salto hacia un nuevo país y una nueva vida, Rosa recuerda de dónde vino, ha ido transformando la imagen de ese país tumba del que huyó en una más agradable, porque, con todo el recorrido que ha hecho, después de conocer algo más allá de su pequeño pueblo, dice ahora, con nostalgia, que el país más bello que ella ha conocido es Honduras.
*Nota: Los nombres de las sobrevivientes de violencia se cambiaron para proteger su identidad.
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