La pandemia y dos huracanes se sumaron este año a las batallas permanentes de las enfermeras en Honduras. Ellas han aprendido a resistir y a enfrentarse juntas al virus, a las inundaciones y a los males históricos: el desfalco en el sistema sanitario, la desigualdad de condiciones laborales, la violencia, el machismo.
Texto: Jennifer Avila Reyes/ Contracorriente
Esta crónica es parte de un proyecto regional de periodismo narrativo y mujeres, impulsado por el Centro Cultural de España en Guatemala.
Pamela Serrano, Andrea Lazo y Gabriela Caballero regresan de repartir ayudas a sus colegas, ochenta enfermeras que se hospedan en un albergue en San Pedro Sula. Están ahí después de que la tormenta tropical Eta inundara sus casas y prácticamente toda su ciudad en el valle de Sula, al norte de Honduras.
En ese momento, ya se había anunciado la entrada de otro ciclón que anticipaba un nuevo peligro.
La emoción le obstruye la garganta a Pamela, que de vez en vez llora de rabia, de nostalgia y de tristeza. Sus últimas dos semanas han empeorado un año ya marcado por la incertidumbre y la muerte. Aun así, ella prefiere decir que éste es «el año de la reconciliación, porque tenemos que entender que nos necesitamos unos a otros».
Las tres mujeres están de luto. Hace unos días asesinaron a Kellin Arnudo, una de sus compañeras, justo enfrente del hospital donde trabajan en el Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS).
Llora. Cuenta que la muerte de Kellin no importa ni a la sociedad ni a sus autoridades. Tampoco parecen importarles las enfermeras y auxiliares que esperan volver a sus casas, anegadas hace unos días, después de la tormenta.
A pesar de su propia tragedia, las ochenta enfermeras que se refugian en el albergue deben regresar a los precarios hospitales hondureños donde la situación por la pandemia de COVID-19 está rebasada ahora por la crisis sanitaria que provocaron dos semanas de inundaciones. El IHSS ha hecho lo que puede, dice Pamela, brindándoles albergues exclusivos y hasta un salario extra a las afectadas, aunque no es suficiente.
El Instituto Hondureño de Seguridad Social es, hasta ahora, el caso más dramático e indignante de corrupción. En 2015 el desfalco de 300 millones de dólares a la institución sacó a miles de personas a las calles en un movimiento que ya recorría Centroamérica: los indignados. Pedían la renuncia del presidente Juan Orlando Hernández, cuando se demostró que gran parte del dinero robado fue a parar a las cuentas de su partido para la campaña política que lo puso en el poder en 2013.
Hernández, sin embargo, se reeligió en 2017, a pesar del escándalo y de estar prohibido en la Constitución. Mientras él se mantenía en el poder, ellas, las enfermeras del IHSS, se adaptaron a los malos tiempos. Siguieron su trabajo a pesar de que perdieron algunos derechos como las vacaciones pagadas y la alimentación en el trabajo.
Un año después, se vino otra crisis. El gremio médico y de enfermería salió a las calles ante la amenaza de la privatización de la salud y de la seguridad social. «Todo quedó en protestas», dice hoy Pamela. Protestas que fueron reprimidas con violencia. Ese grito en las calles que exigía mejores salarios, más presupuesto para el sector sanitario y la no privatización del sistema de seguridad social, se terminó de extinguir cuando llegó la pandemia que puso al mundo en pánico.
Pamela, Andrea y Gabriela, también temían: debían seguir trabajando en la precariedad, pero ahora enfrentando un enemigo desconocido.
«Fue impactante, teníamos mucho miedo porque no teníamos cómo enfrentarnos a esto. La mayoría de enfermeras, en un inicio comprábamos nuestros propios insumos de bioseguridad», cuenta Pamela. Después de tres meses de pandemia fueron dándoles material. Primero cinco mascarillas al mes, luego ocho y luego diez. A las enfermeras en las áreas COVID les dan quince.
Pamela gana 16 mil lempiras al mes (unos 650 dólares), aunque el salario mínimo para su rubro ronda los 25 mil lempiras (unos mil dólares), después de un acuerdo al que llegaron con el Gobierno en enero de este año. Con ese ingreso, eran pocas las posibilidades de comprar más insumos de bioseguridad.
«Debido a la falta de responsabilidad de nuestros gobiernos, el personal de salud está mal pagado en cualquier circunstancia, a pesar de que estamos siempre en primera línea, en pandemia, en desastres naturales, si se viniera una guerra, ¿A quienes envían a donde más se necesita? Al personal de los hospitales», agrega Pamela. La enfermera cuenta que, además, la mayor parte de sus compañeras son madres solteras. Al ser el sostén de sus familias, buscan tener más de un ingreso y hacen turnos dobles.
Según la Comisión Especial para la Transformación del Sistema Nacional de Salud, para 2019 Honduras contaba con algo más de dos enfermeras por cada 10 mil habitantes. Eso quiere decir que hay una enfermera disponible para más de 4 mil personas.
El Plan Nacional de Salud para 2021 establece que en las áreas de enfermería de todos los hospitales de la Secretaría de Salud debe haber 886 enfermeras profesionales con educación universitaria. En el IHSS hay apenas 203. Las auxiliares de enfermería representan el grupo más numeroso: 5,834 están contratadas por la Secretaría de Salud y 843 por el IHSS. En muchos casos, la misma persona trabaja en ambas instituciones.
Las auxiliares, la mayoría mujeres, son las que dan atención primaria en centros de salud urbanos y rurales. Además, recolectan datos para el sistema de información estadística de la Secretaría de Salud.
Pamela sabe que son indispensables. Por eso, cuando comenzó la pandemia, a pesar de que estaba de vacaciones y se recuperaba de un cáncer de mama, dijo que sí al llamado a servicio.
Las mujeres en su casa se pusieron manos a la obra, con protocolos propios para evitar el contagio. Su hermana y su hija preparaban aguas de eucalipto para bañarse y agua con cloro para que Pamela dejara los zapatos. El patio se convirtió en zona de desinfección. Aun así, la enfermedad llegó. Todas se contagiaron: su madre que padece hemiplejia, su hermana embarazada de siete meses y su hija. «Gracias a Dios sobrevivimos y pudimos tener una experiencia diferente. Nos cuidamos mutuamente», narra Pamela.
La institución, poco a poco, mejoró las medidas de bioseguridad para el personal de enfermería. Pero en la comunidad, los vecinos de Pamela empezaron a discriminarla. Le tiraban agua con cloro cuando llegaba, le pedían que no se acercara a nadie. Meses después de pasar por la enfermedad, sus vecinos aún no le dirigen la palabra. «Nosotras no nos queríamos enfermar», dice.
A su lado está Andrea. La COVID-19 también la atravesó a ella, a sus padres, a su hermano y a sus dos hijos de siete y 11 años. La enfermedad fue otra batalla ganada de las muchas que ha vivido.
«A mí nunca me pegaron, pero mi expareja sí ejerció violencia psicológica conmigo. A pesar de eso, yo aguanté siete años para que mis hijos no perdieran la figura paterna. Pero al final no se pudo, y me separé. Yo sé que muchas de mis compañeras no salen de esa situación por miedo a quedarse solas» cuenta Andrea.
Andrea trabaja en una clínica periférica del IHSS en Choloma, Cortés. Para llegar a su trabajo, toma un camino de media hora todos los días. Después de sus turnos de hasta 12 horas, en casa le esperan sus padres y sus hijos a quienes también debe cuidar.
Cuando enfermaron en su familia, ella cuidó de todos. Eran jornadas largas. Se levantaba a las seis de la mañana y se lograba dormir a medianoche. Su padre era quien más cuidado requería. Le administraba medicamentos por vía intravenosa cada tres horas, le medía la saturación de oxígeno y lo colocaba en posición prono: debía estar acostado boca abajo para ayudar a expandir sus pulmones.
Incluso ahora, después de que el virus pasó, sigue cuidando. Como secuela de la COVID-19 su padre padece arritmia cardiaca y su madre sufre constantes dolores de espalda. Y Andrea, muchas veces, se ha sentido sola en ese rol de cuidadora. Sola y también discriminada.
Con la pandemia, el Gobierno hondureño decretó un estado de excepción que todavía se mantiene. En los primeros meses, la policía detuvo a más de 60 mil personas que violaron el toque de queda. Muchas comunidades se cerraron y crearon reglas discriminatorias: tratar como agentes de infección al personal de salud, restringirles el acceso a espacios comunitarios y expulsar a personas infectadas con COVID-19 de sus barrios. La Red Lésbica Cattrachas llamó a esto «covidfobia». Muchas personas del personal sanitario la vivieron.
Una mañana Andrea fue al banco a hacer un trámite. Según su número de identidad, no era el día que tenía permitido circular, pero el que sí le tocaba no había podido salir, estaba de turno. Presentó su carnet de personal sanitario para que la atendieran. Pensó que esto le daría algún privilegio. No fue así. El guardia de seguridad la empujó con el tolete. «Me dijo que tenía que estar a dos metros de distancia, que me alejara de él». Andrea vivió esto en la calle, pero también en su familia. Cuando enfermó, incluso la pareja de una prima suya le prohibió ir a visitarla. «Yo lloré, me dolió tanto que estuve sola en todo esto», relata Andrea.
El distanciamiento
La pandemia cambió las rutinas en los hospitales. Las enfermeras tuvieron que aprender a vestirse y desvestirse con el equipo contaminado a pesar de no tener un cuarto propio donde hacerlo. Lavarse las manos, colocarse el primer par de guantes, las botas, desinfectar los guantes con alcohol gel, ponerse el overol, luego la mascarilla N95 y luego la quirúrgica, las gafas, la careta, la bata y, por último, un segundo par de guantes cubriendo el puño de la manga de la bata. Las enfermeras aseguran que los médicos tienen sus habitaciones para descansar, pero ellas no tienen siquiera un sitio para hacer todo este ritual de vestuario.
El agobio de llevar un traje asfixiante durante ocho horas no es lo más trágico para Andrea. Estos meses, ella y sus compañeras llegaron a llorar por la impotencia de no poder tocarse, abrazarse, compartir comida, platicar a la hora del almuerzo. El aliento que les daba la cercanía ahora estaba prohibido. El distanciamiento físico las rompía.«
«Comíamos separadas en cubículos cuando estábamos acostumbrados a comer en equipo, lloramos porque nos mirábamos de lejos, no aguantábamos», explica Andrea.
El apoyo mutuo es muy importante. Con la pandemia han requerido más fuerzas. Es doloroso ver que los pacientes no pueden respirar, es doloroso verlos morir.
Gabriela escucha atenta a sus colegas. Andrea y Pamela llevan más experiencia que ella en el oficio. Pide turno para contar su historia. Apenas lleva dos años trabajando en el IHSS y cuando la pandemia llegó fue asignada a la sala de atención para pacientes hospitalizados por COVID-19.
«Mi mami es una persona muy ordenada y ella fue mucho apoyo durante esta pandemia» cuenta Gabriela, quien también vive solo con mujeres: su madre y su hermana.
Cuando llegaba a casa luego de su servicio en el hospital, había todo un protocolo: fumigar los zapatos con agua y cloro, dejar la ropa y zapatos en la pila del patio trasero de la casa y correr desnuda hasta llegar al baño. Pero cuando le dijeron que iba asignada a la sala de hospitalizaciones por COVID19, Gabriela entró en shock.
«Estando ya allí iba con buena actitud, me enseñaron a ponerme los trajes, pero ya estando adentro como a las cuatro horas me dio un ataque de pánico, no podía respirar, me puse a llorar, llamé a una amiga y ella me dijo que me calmara que estuviera tranquila y en fin esa misma noche decidí que iba a renunciar», recuerda Gabriela.
Pero no renunció. Lloró toda la noche y al día siguiente decidió que ese era su trabajo, que debía seguir.
A las enfermeras les toca cuidar del paciente todo el día, comunicarse con los familiares que ya no pueden entrar a los hospitales, ver de cerca a la muerte. También les toca admirar la esperanza de los pacientes. «Las enfermeras somos el corazón de un hospital y hemos visto cómo los mismos pacientes reconocen nuestro trabajo», dice orgullosa.
Hasta agosto de 2020, en Honduras se reportaron 25 enfermeras fallecidas por COVID-19 y actualmente ya se reportan 7 casos de reinfección. A Gabriela, Andrea y Pamela les sorprende que no hayan sido más. Sus rutinas son agotadoras. Pueden pasar las ocho horas de un turno sin tomar agua, con tal de no ir al baño. No pueden quitarse el traje especial hasta terminar la jornada. Algunas doblan turnos para lograr un salario que les alcance para sostener a sus familias.
La violencia y las inundaciones
A Kellin Arnudo la mataron frente a la puerta del hospital, justo antes de empezar su turno.
Era el 11 de noviembre, cuando las colonias de la periferia de San Pedro Sula estaban inundadas por el huracán y los hospitales se saturaron.
Kellin era enfermera del IHSS de San Pedro Sula. Compañera de Pamela, Andrea y Gabriela. Reportes de la prensa hondureña indicaron que esa noche, la enfermera se disponía a entrar a su turno nocturno en el IHSS después de terminar su trabajo en el Mario Catarino Rivas, el principal hospital público de San Pedro Sula. Las noticias dijeron que fue un asalto. Hasta ahora no se sabe bien qué pasó y aunque de inmediato tuvo atención médica, Kellin falleció en el hospital donde tantas veces atendió a personas que llegaban con todo tipo de emergencias.
«Estamos de luto, y hablo por todo el gremio. Esta situación nos puso las barbas en remojo para pedirle a las autoridades más seguridad para nuestro personal», dice Andrea.
Pamela asocia la muerte de Kellin con la violencia contra las mujeres en un país con unas cifras de horror. El Centro de Derechos de Mujeres de Honduras (CDM) registró del 1 de enero al 16 de noviembre del 2020, 240 muertes violentas de mujeres. La organización se basa en reportes en medios de comunicación. Las restricciones por la pandemia no hicieron que descendiera la violencia. Tampoco lo hizo la emergencia por las inundaciones.
«Como gremio rechazamos la violencia contra nosotras, las mujeres. Nos sentimos devastadas completamente, y nosotras (las enfermeras) somos las que estamos con los pacientes veinticuatro siete. Es preocupante porque con todo lo que acontece en nuestro país va a haber una alta criminalidad, aumentarán los asaltos», lamenta Pamela. La enfermera recuerda que ellas enfrentan la crisis y el aumento de pacientes en los hospitales por la COVID-19, pero también por otras enfermedades como diabetes, hongos, diarreas o leptospirosis. «Quienes llegan a nuestros lugares y quienes atendemos a todos somos nosotros», explica.
Días después de la entrevista, Pamela envía un video en el que se ve a una mujer que sale de su casa, con un bolso en el hombro y el agua a las rodillas. Es una enfermera, colega suya, camino al trabajo en medio del desastre que se ha convertido su barrio y todo el valle de Sula. Con el paso de la tormenta Iota, apenas una semana después de que Eta dejara devastado todo a su paso, 95 enfermeras del IHSS fueron afectadas.
«Es doloroso ver a nuestras compañeras que siempre andaban así como ando yo en este momento y ahora verlas tristes y apagadas». Pamela señala su cabellera bien peinada y su rostro maquillado, intacto a pesar de la mañana que pasaron en visitas de albergues. «Es triste que le digan a una que no saben si podrán seguir adelante», lamenta.
Las tres enfermeras enviaron cartas a varias empresas. Les solicitaron apoyo para sus compañeras, pero todavía no reciben respuesta. Después de las dos tormentas, los albergues en San Pedro Sula no se dieron abasto. La atención del Estado fue tardía y pobre y las empresas que al inicio se volcaron con el apoyo, terminaron siendo insuficientes porque la situación empeoró.
«Todas sus cosas están llenas de lodo y lo más duro que nos dicen es que sus niños les preguntan dónde van a dormir. Nosotras no podemos hacer mucho. Hemos solicitado a tantos lugares y solo nos dicen que no pueden. Necesitamos el apoyo para restaurarlas a ellas, ellas son las que están allí siempre en el hospital» dice, llorando.
Cuando Eta e Iota llegaron a Honduras, el Congreso Nacional sesionó para aprobar cambios en los presupuestos y legislaciones para atender la emergencia. Entre los proyectos de ley estaba la creación de la Sociedad Administradora de Fondos para el Desarrollo Sostenible (Fondes). Sería una empresa creada con el capital de las aportaciones de instituciones públicas o privadas, nacionales o extranjeras. Bancos, aseguradoras, administradoras de fondos de pensiones y cesantías y los institutos de previsión formarían parte de estas instituciones. El proyecto no ha sido aprobado y se ha modificado la parte en la que se tocan fondos de los institutos de previsión, ante las múltiples protestas de los gremios afectados.
Pamela cree que esto, en lugar de aliviar la crisis y asistir a las personas afectadas, es un ataque a todas las trabajadoras, especialmente las del sistema sanitario. Lo único que les queda cuando se jubilan son esas pensiones, insuficientes en muchos casos.
«Esperamos que el Gobierno sea consciente y responsable y que antes de pensar en destruir todo lo que hemos conseguido los trabajadores de salud que recuerde que quienes hemos estado de pie en la pandemia somos los laboratoristas, médicos, microbiólogos, patólogos, enfermeras y personal de aseo», afirma.
Cuando la pandemia llegó a Honduras, a muchas enfermeras les dijeron en sus casas que dejaran el trabajo, que no corrieran el riesgo de muerte. Pamela dice que quizá no hay enfermera que no haya discutido con su familia sobre la importancia de su servicio a pesar del terror que produce la emergencia sanitaria.
Quizá para ellas ese riesgo es asumido desde siempre. Viven en Honduras, un país con altas tasas de violencia y con un sistema sanitario precario.
«Si nos sentimos asfixiadas, ahogadas, lo soportamos y lo aguantamos, porque además somos la fortaleza de las compañeras que están al lado. Estamos siempre diciéndonos si yo puedo tú puedes, eso nos ha mantenido vivas y unidas», reflexiona Pamela.
De eso se trata la resistencia.
**Actualización: Al momento de publicar esta nota, las enfermeras informaron que el IHSS se ha hecho responsable de sus compañeras afectadas por las inundaciones del mes pasado. Realizan una evaluación de daños y brindan apoyo permanente a quienes perdieron todo.
*Este es un proyecto coordinado y apoyado por el Centro Cultural de España en Guatemala (CCE/G) en alianza estratégica con Agencia Ocote (Guatemala) -como coordinadora editorial-, ContraCorriente (Honduras) y Alharaca (El Salvador). La publicación de las tres crónicas se realiza entre el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que se celebra el 25 de noviembre y durante los 16 días de activismo contra la violencia de género, Este proyecto cuenta además con el apoyo de los Centros Culturales de España en Tegucigalpa, Honduras y en El Salvador.