Los taxistas de enero

Los taxistas –dice una compañera de trabajo– son grandes contadores de historias, pero los taxistas con los que me he movido en la ciudad de Tegucigalpa en los últimos dos meses son reveladores, son estadistas de la incertidumbre, son generadores de opinión y análisis político descarnado. Algunos son la metáfora tercermundista de Travis Bickle frente al espejo posando con el arma, alucinantes de una ciudad que no les quiere pero les necesita, que les trata con desprecio.

–Yo no voté por ninguno, ni por Nasralla ni por Juan Orlando –explica Antonio, quien me lleva de Mall Cascadas a mi casa. –Pero sí voté por «Papi».

–¿Por qué no votó por ninguno?

–Porque no me convencen, son unos pícaros, yo sé que quizá usaron mi voto porque lo dejé en blanco, pero no me importa.

–Y Asfura sí merecía su voto.

–Ese hombre trabaja, usted, mire cómo ha hecho esos puentes por toda la ciudad, y eso ayuda.

Tendría que ser taxista para creérmela, para comprender lo que este hombre me dice mientras conduce con parsimonia por todo el bulevar Fuerzas Armadas y me explica las bondades del alcalde capitalino, un alcalde que además de construir puentes a desnivel por toda la ciudad ha ordenado borrar aquellos grafitis que cuestionan la autoridad del Partido Nacional. Nasry Asfura –«Papi», para sus votantes– tiene claro que una regla únicamente sirve para hacer rayas, y sobre todo la raya continua sobre los rostros de los diputados de su partido. Es quizá el único político nacionalista con un índice de aceptación creíble. Al menos los taxistas parecen creer en él.

 

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–Siempre que viene la policía tenemos que sacar los carros de acá, y así no podemos trabajar, porque esos están allá tapando la calle, y los gases lo afectan a uno, lo enferman. –Me explica el taxista, que aparenta tener la edad suficiente para estar en su casa viendo el fútbol por la televisión, pero anda en un taxi que sólo es las latas.

Me lleva temprano desde el punto de taxis en el sector de Villanueva, a una conferencia donde la MACCIH dirá lo que ya sabemos: que los diputados son todos unos corruptos. En el camino se pierde, tarda, no le importa que yo llegue tarde, y a mí tampoco me importa mucho. Los dos nos aburrimos escuchando las rancheras en su radio. Por un momento pienso en bajarme y buscar mejor un café pero me arrepiento, entonces, lo interrogo –quizá– como castigo por ser tan lento.

–¿Y usted votó?

–Sí, yo voté por Salvador. Lo que pasa es que ese hombre no se quiere salir.

–¿Será que tiene solución?

–¿Qué cosa?

–La situación del país, pues…

–Sólo sacándolo… pero como no se quiere ir, y los gringos no quieren que se vaya.

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El día llegó, finalmente llegó. Juan Orlando Hernández tomó posesión por segunda vez y pasó a la historia como el primer presidente reelecto en Honduras desde la entrada en vigencia de la actual Constitución. Pero en las calles se le ve con distancia, quienes hablan de él, hablan desde la reserva de quienes dicen haber ido a votar y no votar por él.

«Los manifestantes iban tranquilos, el relajo se armó porque los policías empezaron a tirar bombas», me decía un vendedor de anteojos de imitación. Él tuvo que correr y perder el día porque su lugar de trabajo –el bulevar Centroamérica, en Tegucigalpa– se convirtió en un campo de batalla durante horas entre la Policía Nacional junto a la Policía Militar contra los manifestantes que protestaban contra la reelección de Juan Orlando Hernández. Hay quienes piensan que Hernández durará dos años nada más, que ahora que ya hizo su acto de posesión ante sus fans más pobres –esos que llegaron en buses desde horas muy tempranas llevados desde los barrios más empobrecidos de la capital hondureña la mañana del 27 de enero al Estadio Nacional Tiburcio Carías Andino– sus días están más que contados.

No se puede saber. Honduras  resulta ser un país incierto, con un futuro difícil de vislumbrar desde la cortina de humo que provocan los gases lacrimógenos. Lo único cierto, es que Hernández tomó posesión. Y prometió echar a andar más de 600 mil empleos. Misma promesa de hace cuatro años. Hace cuatro años dijo que no se reelegiría, cuatro años después lo hizo. Cuatro años antes prometió, jurando frente a la Constitución, que respetaría las leyes hondureñas, cuatro años después juraría sobre la biblia, esa biblia sostenida por su madre.

A sus fans, los más pobres de entre los pobres, los mueve un atisbo de esperanza, la idea de una promesa, aquello que ingenuamente repiten como «vida mejor» y «lo bueno debe continuar», pero lo dicen –o lo repiten– tartamudeando. Quizá no estén convencidos, quizá un pan con mostaza no sea suficiente argumento para comprender los planes que Hernández tiene para ellos.

 

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Carlos es taxista, es un chico que conduce uno de esos taxis «seguros» –la palabra taxi a veces es un eufemismo en esta ciudad– que no tienen número, me dice que a los hondureños les hace falta huevos. Me cuenta orgulloso que él y un amigo suyo hicieron retroceder a unos PM durante la caravana de los simpatizantes de la Alianza de Oposición realizada la noche del 26 de enero, previo a la toma de posesión. Esa noche, otro grupo de Policías Militares había sitiado una calle del Barrio Morazán en las cercanías del Tiburcio Carías Andino, golpearon a una mujer embarazada, tiraron gas lacrimógeno y le rajaron la cabeza a un chico de 29 años. Ellos –dicen– sólo estaban quemando una llanta.

–Mi amigo les dijo «fuera JOH» y les cargó el arma. –Me cuenta entre risas, mientras escuchamos a Cyndi Lauper desde la radio de su taxi.

–¿Y no te dio miedo?

–No compa, a este país lo que le hace falta son huevos para sacar a esos hijos de puta.

–¿De dónde sos?

–Yo vivo en El Pedregal, compa, pero soy de Jesús de Otoro. –Y hace un ademán con su mano, hace que blande un arma hacia enfrente, imaginando quizá que se la apunta a un PM.

 

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Nasralla dice que los Estados Unidos deben prepararse para la migración más grande jamás vista de hondureños. Que en este país no quedará nadie. Que aquí ya no se puede vivir. De eso mismo habla la canción de Macario Mejía, un cantautor olanchano que quizá jamás pensó en ser tan popular y que aunque no sepa qué es spotify se ubicó en diciembre pasado como el más escuchado en el playlist hondureño.

En enero, Honduras ha vuelto a una relativa calma, y parecen ir quedando en la memoria aquellos días de diciembre donde había una insurrección de hecho y no convocada desde el discurso incendiario de Mel Zelaya. Parecen ir quedando anclado en la memoria de los hondureños los cerca de cuarenta muertos desde que la crisis política actual se destapó tras las elecciones del 26 de noviembre pasado.

Enero es otra cosa. En enero la resaca navideña parece haber afectado la insurrección popular. En enero tomó posesión Juan Orlando Hernández y el país fue blindado por el Ejército y la Policía Militar. En enero y entre líneas la MACCIH dijo que quizá se iba, quizá si los corruptos no los dejaban trabajar, que de todos modos ellos siempre han tenido las maletas hechas. En enero Heide Fulton (la embajadora que no es embajadora) twitteaba que lo de aquel decreto que le da facultades absolutas al Tribunal Superior de Cuentas para investigar casos de corrupción –e inhabilita para lo mismo al Ministerio Público y a la MACCIH– debía corregirse, que eso era un error peligroso, y dijo más cosas sobre la democracia y dijo todavía más con su silencio cuando se reunió con el grupo de religiosos estadounidenses que le visitaron en su oficina de la «Embajada» para decirle que en Honduras –por si no se daba cuenta– se violan los Derechos Humanos y que son los gringos los culpables de armar al ejército hondureño para que mate a la población. En enero, otros religiosos le dieron la bendición a Juan Orlando Hernández para que gobierne Honduras por cuatro años más, o hasta que dios quiera.

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Milton es un taxista novato, apenas tres meses.

–¿Y por qué andan haciendo manifestaciones? Porque no hay trabajo, ¿verdad? –Me dice, retórico y calmado, Milton.

Milton es taxista en un punto de centro comercial, es de esos taxistas que acuden al llamado por radio cuando el operador ha interceptado a un cliente y con éxito ha logrado pactar la tarifa. Como la mayoría de los taxistas, Milton trabaja en un taxi que no es suyo, por lo que debe pagar una cuota al dueño de 450 lempiras (19.17 dólares), más la gasolina diaria que ronda los 400 lempiras (17.04 dólares), sólo después de eso podrá hacer el dinero que llevará a su casa para que sus hijos y esposa tengan para poder comer.

Antes de ser taxista fue repartidor de pizza, y antes de eso, por más de una década fue conserje para distintas agencias de bancos. A sus 45 años ha optado por conducir un taxi porque a su edad no logra conseguir otro trabajo. Me cuenta que en octubre pasado fue a una entrevista y el trabajo se lo terminó quedando un chico de 22 años, después de eso Milton es taxista.

–Juan Orlando volvió a prometer que crearía 600 mil empleos. –Le digo.

–Si creara 600 mil empleos saldríamos de la pobreza en Honduras. El gobierno no es capaz de crear empleos.

Le pago a Milton los 150 lempiras (6.39 dólares) por los que me ha llevado del centro comercial donde trabaja hasta una estación de buses. Quizá no nos volvamos a ver, o quizá me toque en la ruleta de taxis post crisis.

 

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Foto: Jafeth Lagos.

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1 comentario en “Los taxistas de enero”

  1. Gracias Martín siempre es un enorme placer leer lo que escribís.. te abrazo. Gracias ContraCorriente por dar estos espacios para oros ojos y otros cauces…

    Chaco

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