Mi abuelo, el que se llevó a la tumba a Frank Sinatra

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Texto: Luis Lezama

No tengo recuerdos de mi abuelo, de Marco Tulio. O sí, pero es uno solo, pues se murió antes de que yo pudiera cumplir cinco años. Es un recuerdo muy pequeño, como un punto en el cielo, y tal vez artificial, inventado, apócrifo, como esas nubes a las que les vemos formas. Pero, a pesar de eso, no tengo dudas de que sin ser real es verdadero en el sentido en que yo entiendo esa palabra: lo verdadero no como lo que sucede, sino como aquello que —aún siendo mentira— nos constituye de formas más intensas que los acontecimientos que sí sucedieron. Este es, pues, un recuerdo verdadero. 

Empieza con mi papá, en el carro, estacionados frente a la casa de mis abuelos, doña Lesbia y Marco Tulio, como él los llamaba. Mi papá se baja, me deja solo en el carro mientras él va por Marco Tulio. Digo «va» porque Marco Tulio, para esos días, ya no caminaba —había perdido ambas piernas por una avanzada diabetes— y mi papá lo tenía que bajar junto con la silla de ruedas por unas pequeñas gradas que daban de su casa a la calle. El recuerdo sigue con mi papá subiendo a Marco Tulio del lado del pasajero, sentándolo, cerrándole la puerta. Después volteo hacia afuera y veo que mi papá dobla la silla, la sube al maletero y vuelve a entrar a la casa para despedirse de mi abuela.

Entonces estamos solos. Marco Tulio y yo, yo y Marco Tulio. Él se da cuenta de que yo estoy ahí, atrás, quizá con una gorra que me queda muy grande y una camisa de Batman que me queda muy larga y con la que salgo en casi todas mis fotos de niño.

–Ajá vo, aquí estás –dice, tratando de verme mientras yo me escondo detrás de su respaldar. El «vo» es la forma más personal de hablar del hondureño. No es un «vos», es un «vo», sin la «ese». Y es la forma en la que uno le habla a las personas con las que más confianza tiene, es la forma de hablarle a un amigo: «¿Qué hacés vo?». Así que cuando lo escucho, me acerco por en medio de los dos asientos y, desde ahí, en medio de los dos asientos, veo de cerca a Marco Tulio, y veo, sobre todo, que no tiene piernas. Mi reacción inmediata e instintiva es hacerme para atrás, regresarme a mi escondite detrás del asiento.

–¿Qué pasa vo? –me pregunta Marco Tulio.

Yo no le respondo. 

Mi papá se sube al carro. No escucho lo que se dicen, pero justo antes de arrancar, Marco Tulio dice:

–Este me tiene miedo vo. 

Después se ríe. 

Eso es todo. Ese es mi recuerdo. Se lo conté un par de veces a mi papá, pero nunca pudo decirme con certeza si ocurrió así, aunque admitió que Marco Tulio era así de directo como yo lo recuerdo y trataba de «vo» a las personas tuvieran la edad que tuvieran, fueran mayores o menores que él, fuera el cartero o el presidente. Por esa misma razón, mi papá lo trataba de vos y yo siempre traté de vos a mis papás.

Lo que no heredé fue esa honda ternura que tenía mi papá con él, que era llamarlo Marco Tulio en vez de papá, viejo, o pa. Desde niño y hasta después que murió le llamó Marco Tulio.

–Marco Tulio, dame permiso para…

–Marco Tulio, ayudame con…

–Marco Tulio, qué opinás de…

–Marco Tulio decía que…

–Cómo extraño a Marco Tulio…

La razón, me contó mi papá, es que Marco Tulio una vez se quejó de que la gente le decía Marcos o Marco y nunca Marco Tulio, y él le gustaba mucho su nombre completo. Fue entonces que a mi papá se le ocurrió sellar su amistad con él para siempre:

–Yo te voy a decir Marco Tulio.

Y así quedó pactado. Lejos de ser una falta de respeto, era la complicidad entre un padre y su hijo. En Honduras, y en casi toda América Latina, los padres suelen imponer un trato distante y de falso respeto para con los hijos. Se le dice padre, madre, papá, mamá; se trata de usted, nunca de vos. Mi papá decía, recuerdo, que no había nada más hermoso para cada ser humano que escuchar su nombre. Insistía en que a un mesero le cambiaba la cara cuando uno lo llamaba por su nombre, y no como «mesero». Y su forma de llamarle «Marco Tulio» a su papá en cualquier situación y frente a cualquiera siempre me pareció uno de los actos de cariño, de confianza y de amistad más insondables que jamás vi. 

Traigo a colación este recuerdo porque el 1 de diciembre de cada año se celebra el Día del Locutor Hondureño, y Marco Tulio Lezama, mi abuelo, fue locutor y periodista. Uno de los primeros en Honduras, pionero de la radio y la televisión. En Wikipedia, en el apartado de Historia de la televisión en Honduras, se lee: «Se debe agregar a los pioneros de estas transmisiones en béisbol, fútbol y baloncesto, Miguel Izaquirre, Raúl Agüero Neda, Mario López Urquía, Carlos Young Torres, Marco Tulio Lezama […]». También se pueden encontrar referencias de su lugar en la historia radial de Honduras como director de Radio Satélite, comentarista y narrador deportivo, y locutor en Emisoras Unidas.

Mi papá decía que una de las grandes ventajas de su vida fue tener a Marco Tulio como papá, pues en aquellos tiempos el acceso a los discos «Elepé» (Longplay) era escaso, y tener a Marco Tulio le supuso hacerse con las primicias musicales que a fines de los años setenta lo volvieron un invitado fijo a todas las fiestas que se hacían en su barrio, la Miraflores. 

–No me invitaban a mí, invitaban a Rumours de Fleetwood Mac –admitía, recordando una época de pantalones acampanados, camisas abiertas y afros. 

Marco Tulio, sobra decirlo, jamás fue a una escuela de periodismo. En aquel entonces ejercer el periodismo era una especie de apostolado. Uno se iniciaba por convicción y vocación, muchas veces sin saber con lo que ahí se encontraría. El primer escalón era «jalar cables», después con suerte uno llevaba las anotaciones, hacía los mandados, y así hasta algún día estar frente al ansiado público, frente al micrófono. Cada periodista llegaba a conocer desde lo más básico el proceso y, por ende, podía «hacerlas de todo». Mi papá, por ejemplo, solía contarme de la primera vez que vio a un jovencísimo Salvador Nasralla, recién llegado de Chile, pidiéndole a Marco Tulio consejos para narrar y poder entrar en la esfera del periodismo deportivo. Mi papá dice que una vez, después de una plática que presenció entre ambos, Marco Tulio le dijo:

–Este va a llegar lejos… –refiriéndose al hoy vicepresidente de Honduras.

No se equivocó en cuanto a lo periodístico, Salvador tiene los dos programas televisivos más vistos en la historia de Honduras: 5 Deportivo y XO Da Dinero. ¿Qué habrá visto? Es un misterio, me hubiera gustado preguntárselo. Tal vez vio en el hambre, el ímpetu o la pasión que todavía lo caracteriza y que, muchas veces, raya en lo histriónico. O tal vez vio que el tiempo, su tiempo, se terminaba.

Además de los discos, mi papá decía que le gustaba acompañar a Marco Tulio a la cabina. Nunca me lo dijo, pero yo supongo que en esa cabina mi papá habrá pasado las horas más felices de su vida. De alguna manera, pienso, nunca salió de la cabina. Cualquiera que haya conocido a mi papá, sabe lo fanático que era de la música. La escuchaba desde que se despertaba y hasta minutos antes de irse a dormir. También, como los grandes locutores, no tenía un gusto fijo por ningún género: escuchaba de todo, como decía él. Y tenía una muy seria afición a crear listas musicales. Su lista de Navidad la preparaba desde octubre. Cuando le preguntaba por qué cocinaba tan bien, me respondía que por la música que ponía para cocinar. A veces llegábamos a la casa a mitad de una canción, ya estacionados, y él no se bajaba del carro hasta que la canción se terminara. Como si no quisiera, inconscientemente, salirse de la cabina de Marco Tulio. 

Como les dije, no tengo más que un recuerdo de Marco Tulio, pero mi papá se encargó de reconstruirlo para mí durante años. Así supe que Marco Tulio era un habilidoso y estudioso jugador de ajedrez, capaz de ganarle a un campeón centroamericano de ajedrez que mi papá le llevó a la casa una vez solo para asegurarse de que Marco Tulio era, como él creía, uno de los mejores jugadores de ajedrez en Honduras. Todavía guardo una serie de libros que él me heredó: Finales artísticos, Ataque y defensa en el ajedrez, Aperturas semiabiertas, Teoría moderna del ajedrez, entre otros. Todos subrayados y llenos de anotaciones. Mi papá decía que Marco Tulio incluso llegó a jugar ajedrez a través de correspondencia, esperando semanas a que su oponente —en España, Costa Rica, Panamá— le contestara con su siguiente movimiento, ¿se puede amar más un deporte? Uno de mis tesoros en esta vida es un modesto juego de ajedrez con muchas fichas quebradas y vueltas a pegar, en el que aprendí a jugar ajedrez junto con mi papá y mi hermana, y que era posesión de Marco Tulio. Cuando me preguntan qué salvaría de mi casa si estuviera en llamas, siempre digo: «El ajedrez de Marco Tulio». Y lo digo porque creo que es otra manera de decir lo mismo que Jean Cocteau cuando le preguntaron qué salvaría de su casa si se incendiara: «Salvaría el fuego», respondió Jean Cocteau.

Marco Tulio, además de locutor, era un aficionado de las estadísticas. Llevaba rigurosamente anotados a mano todos los hits, fouls, jonrones, amonestaciones, etcétera, de la liga de béisbol hondureña. Los jugadores lo buscaban al final de los campeonatos para saber qué tan bien o mal lo habían hecho. Nadie nunca le pidió que lo hiciera; era, como dije, una misión que había asumido. Una de mis gratas sorpresas, antes de sentarme a escribir esto, fue toparme con el siguiente comentario en internet en una foto que alguien comentaba sobre Marco Tulio. Decía: «Cómo no recordar a don Marco Tulio, la maquinita de las estadísticas y la voz de las transmisiones radiales de béisbol». El mensaje lo firmaba alguien que se hace llamar en Facebook como «Mi pasión por el béisbol». Claro.

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Nunca en su vida le gustó beber, pero le encantaban los borrachos. Decía mi papá que una sola vez había tomado dos cervezas y se había puesto tan mal que se dio cuenta que aquello no era lo suyo. A pesar de ello, se la pasaba siempre en borracheras. Le gustaba escuchar los chistes, las anécdotas y ver a sus amigos llegar a ese estado en el que después se desconocían. 

En Radio Satélite era famoso por su servicio social, que consistía en recibir llamadas de personas en búsqueda de empleo, en búsqueda de alguien, anunciando un fallecimiento, o simplemente dejando una razón por muy disparatada que fuera: «Se le comunica a Julián que me espere en la entrada con una bestia con montura en las huellas y lista para ser cargada», por ejemplo. Radio Satélite sigue manteniendo ese servicio hasta hoy, y ahora postea los mensajes en su Facebook. 

En internet me encontré con una emocionante bitácora que alguien hizo de los tiempos aquellos de la radio, y donde describe así a mi abuelo: «Marco Tulio Lezama: director de la Satélite, todo un espectáculo en la realización del servicio social. Aún hoy recuerdo que atendía las llamadas al aire, mientras se oía el sonido de las teclas de la máquina de escribir Olympia: todo un director». 

La Olympia era una máquina de escribir que Marco Tulio usaba para redactar más rápido los mensajes que la gente le daba por teléfono. Mi papá dice que escribía en ella usando solo los dos dedos índices, a una velocidad increíble, como si fueran dos pistones. Una vez le preguntó por qué lo hacía, y Marco Tulio le contestó: «Es más rápido, hijo, pero además queda más clara la información para los demás que vengan después a la cabina». Siempre pensando en los otros, decía mi papá. Muchos años después, en 2015, con mi papá nos inscribimos en un curso de mecanografía y compramos una máquina de escribir. Escogimos una Olympia para honrarlo.

Por mi papá, por sus historias, supe muchas cosas más de Marco Tulio: que tenía un carro con los cambios al revés, en el que la primera era el retroceso y el retroceso era la primera; que después de leer un cuento de Edgar Allan Poe, donde alguien era enterrado aún con vida, temió correr la misma suerte; que era un aficionado de las palabras y que redactó en secreto un diccionario de «palabras raras» (por ese diccionario conozco la palabra «uebos», que significa necesidad); también supe que era un fiel creyente de que algún día iba a ganarse la lotería, llegando al punto de hacer planes detallados con lo que haría con ese dinero —en mi familia es famosa la vez que llevó a mi papá a una concesionaria de carros, lo hizo escoger uno, lo hizo probarlo, preguntó al vendedor el precio, pidió rebaja, y finalmente le dijo a mi papá «el domingo que viene, que me gano la lotería, te lo compro»—. También tenía un radio en el que sintonizaba emisoras de todo el mundo, donde solía escuchar a la BBC de Londres todas las semanas para poder sincronizar todos los relojes de su casa junto con las doce tenebrosas campanadas del Big Ben. Mi papá dice que se sentaba a la mesa, con todos los relojes, y los iba sincronizando uno por uno. 

Son muchas más historias, pero quiero detenerme en esto de los relojes. Porque Marco Tulio, a pesar de llevar más de veinte años muerto, sigue siendo un protagonista de la radio hondureña. Su voz sigue escuchándose a diario, quién sabe en cuántos hogares y por cuántas personas, pues Radio Satélite sigue reproduciendo una grabación que Marco Tulio hizo en los sesenta. Después de un «cucu, cucu» emulando un reloj, se escucha su voz, la de Marco Tulio, diciendo: Aquí, la hora Satééélite, después, en varios momentos del día, se da la hora exacta. 

En un principio, aquello era parte del servicio social que se daba entonces: dar la hora, una información que la gente de antaño agradecía por ser la hora de Radio Satélite la más constante y precisa. Muchos conocidos me han contado que ellos dormían con su radio puesto en Radio Satélite para escuchar la hora en la mañana y poder salir a tiempo. 

El anuncio ha sido básicamente lo único que no ha cambiado de la radio desde su fundación. En un video del año pasado, celebrando el 61 aniversario de la radio, un periodista de Hoy Mismo le pregunta a su director por qué no lo han cambiado después de tantos años.

–Ha sido parte de la identidad, del sello de la radio –dice Tony Cruz, el actual director –: el efecto de la hora en la voz de Marco Tulio Lezama.

Marco Tulio falleció en mayo de 1998. Siempre dijo —en aquellas borracheras entre locutores que se bebían las cervezas por él— que cuando se muriera se iba a llevar con él «a un grande». Decía que para que pudieran platicar en el más allá, valga la redundancia, más a gusto, como si fuera el invitado más esperado y especial para su programa radial. 

Para cualquier locutor de radio de los años sesenta y los setenta no había una voz más nítida, no había otro cantante que hubiera aprovechado tan bien las ondas radiales como Frank Sinatra. Menos de veinticuatro horas después de morir Marco Tulio, en Los Ángeles, California, murió Sinatra. Ambos el 14 de mayo. 

A mi papá se lo dijeron en el velorio, y aquello lo dejó pasmado.

–Ese Marco Tulio era… y es jodido –dijo.

Antes de morir, dejó un solo pedido: quería que alguien se asegurara de que estaba bien muerto, porque no quería que, como en aquel sombrío cuento de Poe, lo enterraran vivo. Pero solo dijo que no quería que lo enterraran vivo, nunca dijo que quería dejar de ser locutor y periodista. Tal vez por eso, veinte años después, lo sigue siendo, dando la información más veraz y necesaria que en su vida, y ya después de ella, podía dar: la hora, la simple hora. Precisión, brevedad, certeza en un país carente de ella, y darle a la gente un servicio. Cuatro valores que a muchos periodistas tanto les cuesta.

En esto pensé y pienso cada Día del Locutor o Día del Periodista en Honduras. Pienso en mi abuelo, un loco buenagente, que a su manera (his way) encontró la forma de seguir siendo locutor después de muerto. 

¿No me creen? Esta mañana, me dijeron, lo escucharon como desde hace más de sesenta años, diciendo:

Aquí, la hora Satéééliteeee.



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3 comentarios en “Mi abuelo, el que se llevó a la tumba a Frank Sinatra”

  1. Como la narración de este Joven pero gran escritor, me hizo recordar, años donde en mi casa , la primera Felicitación de cumpleaños era la de ese hermoso ser humano, disciplinado, estadista , y sobre todo empatico con las personas necesitadas, Luisfer ya sabes de donde viene ese don de escribir y narrar , a continuar honrando esos hombres que se hicieron eternos en nuestras vidas

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