Honduras: el cuarto país con más hambre de la región. Un país de fertilidad rural que ha ido secando y violentando sus campos con monocultivos de palma africana, de las que solo se puede extraer un aceite, que serviría para cocinar si hubiera comida. En ese contexto cayó la pandemia que se convirtió en un confinamiento estricto que agudizó la pobreza y dio a nivel estatal como respuesta: rellenar a las personas con bolsas de harina y folletos bíblicos como si lo que hiciera falta es fe y no articular el plan por el que pelean los campesinos; uno que suma justicia social y alimentaria.
Por Fernando Silva y Jennifer Avila/ Contracorriente
Editado y publicado por Proyecto Bocado
Fotografías de Martín Cálix/ Contracorriente
Donaldo Madrid tiene 30 años y 4 hijos. Es “EL” taxista de Tegucigalpa: el que sabe todos los atajos, todos los precios, todas las direcciones, dónde está todo y dónde están todos. Cuando era niño soñaba con ser futbolista y lo intentó, pero una lesión lo llevó al oficio que estaba más a la mano, a seguir los pasos de su padre. Ahora la pandemia le ha negado ejercer ese oficio que por 13 años le ha permitido el sustento de su familia. Desde hace tres meses y medio Donaldo no puede ser taxista, por eso ha cubierto el número en su carro para convertirlo en servicio delivery de verduras, frutas, pan y lo que usted pida.
El 16 de marzo, las autoridades hondureñas, lideradas por el presidente Juan Orlando Hernández y el Sistema Nacional de Gestión de Riesgos (SINAGER), iniciaron una serie de medidas restrictivas en todo el país ante el hallazgo del primer caso positivo de COVID-19 reportado en la capital, Tegucigalpa. Esta ciudad, alberga un aproximado de 800 barrios y colonias de las que el 74% se encuentra en condiciones vulnerables, según un estudio del Colegio de Arquitectos de Honduras (CAH) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
La vulnerabilidad que señala ese estudio expresa la pobreza, violencia y falta de acceso a servicios públicos en que viven principalmente las familias asentadas en los cinturones de miseria o barrios marginales -como normalmente les llamamos-. Son el reflejo de lo ocurrido en la urbanidad hondureña desde los años ochenta: familias del campo llegaron a las ciudades esperando oportunidades de trabajo que finalmente no aparecieron o fueron precarias.
En ciudades como Tegucigalpa, la mayor fuente de empleo es la burocracia estatal. Fuera de eso lo que queda es un creciente sector informal que abarca el 70% de la Población Económicamente Activa (PEA) del país. Aquí las calles son inmensos mercados con puestos de frutas y verduras, venta de ropa usada importada desde Estados Unidos, zapaterías, venta de comida tradicional, talleres para reparar todo lo que esté descompuesto, el lugar donde se encuentra hasta lo que no necesitas. En las calles transita la inmensa diversidad de productos y servicios que resulta de la búsqueda diaria por sobrevivir en un país sin empleos.
Antes de que llegara la pandemia, Donaldo estaba incursionando en la venta de ropa, zapatos y accesorios escolares. Quería sacarle más provecho al carro que con el esfuerzo de toda su vida había comprado un par de años atrás. Ya no le ajustaba el ingreso de las carreras diarias como taxista, entonces cada fin de semana aprovechaba para viajar a comunidades aledañas a Tegucigalpa para vender sus productos. Le iba bien y de paso sus hijos y esposa salían un rato del caos de la ciudad y compartían más tiempo con él. Regresaba a Tegucigalpa antes del atardecer para retomar su oficio de taxista y hacer su recorrido habitual de fines de semana llevando y trayendo a sus clientes a diferentes zonas de entretenimiento nocturno. Para Donaldo, ese carro era el motor de la economía y unidad familiar, pero con el toque de queda, tuvo que estacionarlo y con él las oportunidades para sacar adelante a su familia.
Al margen de la ciudad
Ante la pandemia, muchos de los que no tenían opciones o fueron suspendidos de sus empleos regresaron a vivir con sus familias en el interior del país. A pesar de la fertilidad de la tierra y la exuberancia del paisaje natural, en el campo se vive en la precariedad a causa de los múltiples conflictos que han cobrado cientos de vidas después que el Estado priorizó la modernización agrícola a través la agroindustria. Esta es la historia de Centroamérica: las guerras civiles que se dieron en países vecinos fueron impulsadas por procesos fallidos de reforma agraria y a pesar que en Honduras no se declaró la guerra, la violencia sí llegó a los campos a través de un estado contrainsurgente.
En la actualidad, la situación del campo dejó de ser un problema político y la atención se pone en los efectos del cambio climático que tienen de fondo un acelerado proceso de despojo de tierras para el monocultivo, como la palma aceitera. El campo dejó de ser el lugar de la seguridad alimentaria para ser el lugar donde se aseguran las fuentes de energía para países del primer mundo. Como dicen los campesinos: “ahora tenemos el aceite para cocinar, pero no la comida”.
En la zona más productiva del país, el Bajo Aguán en el norte de Honduras, se libra un conflicto agrario originado a inicios de la década pasada que se agudizó después del golpe de Estado de 2009. La disputa de tierras entre comunidades campesinas y empresas de exportación de palma aceitera y sus derivados dejó entre 2008 y 2010 un total de 120 asesinatos, según estadísticas de la Policía Nacional. Las víctimas fueron campesinos y guardias de seguridad.
Según cifras de la Secretaría de Agricultura y Ganadería (SAG), en 2018 los cultivos de palma africana abarcaron 1900 kilómetros cuadrados de territorio en Honduras, una superficie más extensa que algunas de las ciudades más grandes del continente como Bogotá o Ciudad de México.
En el Valle de Quimistán, en el occidente del país, el monocultivo de caña de azúcar ha desplazado la producción de granos básicos. Según información del Movimiento Ambientalista Santabarbarense (MAS), el 60% de la tierra se usa para cultivar caña.
A diferencia de los territorios donde domina el cultivo extensivo, en el resto del país la sequía está acabando con cualquier forma de agricultura. El corredor seco – una franja en la zona centro, sur y oriente que abarca 174 de los 298 municipios del país- enfrenta una sequía que se agravó en los últimos dos años, según lo dijo Mario Martínez, director del Instituto de Conservación Forestal, a la agencia de noticias EFE.
En ese terreno cayó la pandemia, con ese campo seco, violentado y cubierto de monocultivos. Un documento publicado por el proyecto no gubernamental EUROSAN Occidente, (Seguridad Alimentaria, Nutrición y Resiliencia en el Corredor Seco) indica que en Honduras “la cuarentena ha demostrado la falta de acceso de algunas personas a bienes y servicios esenciales, también ha dejado en evidencia las lagunas del sistema de protección social, ambos temas que empeorarán por el cambio climático en los próximos años y que pone la alarma en los sistemas alimentarios”.
Las medidas adoptadas para enfrentar la emergencia aumentan el riesgo de hambre en el país y la respuesta estatal ha sido el asistencialismo a través del programa “Honduras Solidaria”. El gobierno prometió llevar una provisión de alimentos casa por casa a 3.2 millones de hondureños y hondureñas, pero desde que inició la operación en la última semana de marzo, los beneficiarios han denunciado irregularidades y falta de transparencia. Además, la bolsa es insuficiente, con alimentos de poca carga proteica pero eso sí, con folletos bíblicos.
“Hay gente que ha reducido los tiempos de comida, las familias solo están comiendo una vez al día. Se están manteniendo gracias a la recuperación de comida tradicional. Por ejemplo, toman pinol (bebida a base de maíz) porque no hay para cenar o no toman desayuno”, cuenta Betty Vásquez, coordinadora del MAS, quien ha sido testigo de cómo las comunidades están sobrellevando la pandemia con la solidaridad entre familias.
Betty es baja de estatura, con ojos grandes pero cariñosos que asoman tras un par de lentes. Es parte del pueblo Lenca, que tiene presencia en al menos 10 de los 18 departamentos del país. En esa zona, ha prevalecido la falta de reconocimiento del pueblo indígena debido al racismo. Betty lleva más de veinte años defendiendo el territorio y los bienes naturales.
Al hablar de la situación alimentaria en el contexto actual, Betty explica que en esas zonas no se puede decir que haya hambruna porque “la gente consigue plátanos, yucas y hay intercambio de productos”, pero sí asegura que había escasez desde antes del COVID-19 y ahora agravada por el regreso de las personas que perdieron sus empleos en las ciudades.
En un contexto de conflicto y explotación de los bienes naturales por transnacionales, el hambre está en el último lugar en las prioridades del Estado. Betty alerta que la bolsa de comida entregada por el Estado durante la pandemia, además de no alcanzar, incluye productos dañinos: “Se va teniendo una dieta que no nutre, no genera energía y no reduce el nivel de vulnerabilidad en salud, lo que hace es mantener a la gente llena”.
Entre la comida tradicional y la bolsa de alimentos entregada por el Estado, las familias del campo logran no morir de hambre pero sí vivir con ella.
Sobrevivir al hambre
Donaldo tiene una familia numerosa. En su casa vive con su esposa y tres de sus hijos; sus abuelos también viven allí, en el barrio Bellavista de Tegucigalpa. En la misma calle viven sus suegros y otros familiares. Donaldo se ha adaptado a las crisis, siempre sobreviviendo. Ha sido mecánico automotriz, trabajó en servicio al cliente en una tienda de ropa e incluso fue técnico de fútbol en una liga burocrática y jugador de la misma hace un par de años -aunque él asegura que solo lo hizo por pasión- esto mientras no podía “taxear” porque el carro era rentado y porque a veces, ese vehículo viejo, lo dejaba botado con todo y clientes en cualquier calle de la ciudad.
Donaldo ahora tiene su propio carro pero no puede ser taxista por las restricciones de movilidad que ha decretado el gobierno en la pandemia. Ahora Donaldo tiene que adaptarse a una nueva crisis, ingeniar una nueva oportunidad para generar ingresos dentro de las siguientes dos semanas, periodo para el cual le alcanzan los ahorros que logró hacer.
Por eso ahora, Donaldo tiene un pequeño puesto de venta de frutas, verduras y pan en su barrio y sigue en las calles ofreciendo sus productos con servicio de delivery. Y aunque tampoco puede ser un servicio de delivery del todo autorizado, se las arregla para no ser detenido en los retenes policiales (porque al inicio de la cuarentena, la policía decomisaba vehículos que circulaban sin un salvoconducto). Él y su familia venden desde las 8 de la mañana hasta las 7 de la noche cuando se pone en vigencia el toque de queda en la capital. No hay otro negocio de este tipo en la zona donde vive por lo que tiene una buena cantidad de clientes y está generando hasta más ingresos que antes de la pandemia.
“La gente ha ido viendo que somos los únicos que venden, además, mis clientes como taxista me comenzaron a pedir que les llevara las verduras y eso hicimos”, dice Donaldo, pero también asegura que ha sido un riesgo, porque en el lugar donde compran el producto para vender, el mercado Zonal Belén, se identificaron casos positivos de COVID-19. Además, los productos subieron de precio y comenzaron a escasear.
Una encuesta del Programa Mundial de Alimentos, realizada en abril en 444 mercados tradicionales de todo el país confirma lo anterior al señalar que “ha habido un incremento en el precio de todos los productos, esto por incremento de parte de proveedores, dificultad de compra y escasez”.
Solo en Tegucigalpa existen 12 mercados en los que, según la municipalidad, se mueve un promedio de 2.4 millones de dólares diarios en más de 8 mil locales. En ellos se encuentran desde comedores que ofrecen baleadas -un plato típico del país hecho con una tortilla de harina untada de frijoles refritos en manteca de cerdo, queso y las proteínas que el cliente decida (la oferta es amplia)-, hasta fábricas de piñatas de todas las formas imaginables, con representaciones del bestiario medieval más imposible.
Los mercados en Honduras están llenos de colores, olores y ruidos; y aunque seguramente no son los más ordenados del mundo, son el lugar donde las personas con menos ingreso económico pueden acceder a una buena alimentación y donde muchas familias han logrado crecer económicamente al poner, por ejemplo, un puesto de venta de ropa usada y trabajar sin descanso por muchísimos años.
Desde que inició el toque de queda, algunos de los mercados funcionaron a medias con la vigilancia de la Policía Nacional y con la aglomeración de siempre. El 24 de abril, 400 puestos de tres mercados contiguos en Comayagüela -la ciudad gemela de Tegucigalpa con la que conforman la capital del país- se quemaron en un incendio cuya causa aun no ha sido establecida. Las llamas consumieron el sustento económico de muchas familias capitalinas.
Un evento similar ocurrió el pasado 17 de junio cuando en el mercado Guamilito de San Pedro Sula -uno de los más emblemáticos en Honduras- un incendio consumió más de la mitad de los locales. Los locatarios que habían colocado puestos ambulantes en las afueras del mercado, observaron con terror como su fuente de trabajo, que en muchos casos funcionaba desde la fundación del mercado hace 53 años, se convertía en cenizas.
Hasta el momento no hay una solución gubernamental para las familias que lo perdieron todo en estos incendios. Eso no ha impedido que esas familias reconstruyan sus locales en abierto desafío al toque de queda y a las nuevas medidas de confinamiento.
El lunes 19 de junio, el gobierno emitió una orden para cerrar seis mercados de la capital ante el aumento exponencial de casos de coronavirus en esta ciudad que presenta actualmente el más elevado número de casos en el país.
La primera vez que Donaldo conversó con nosotros sobre este tema, estaba intentando seguir con su negocio durante el proceso de reapertura económica en fases decretado el gobierno. Unos días después, falleció su suegro, don Marcos, a quien las autoridades reportaron como caso sospechoso de COVID-19. Donaldo y sus familiares no pudieron velarlo y, mientras la Policía Militar lo enterraba, ellos apenas pudieron despedirse a la distancia. Dos semanas después de su muerte, la familia de don Marcos supo que el resultado del examen había dado negativo.
A raíz de esta situación, las autoridades sanitarias indicaron que toda la familia debía permanecer en cuarentena, pero el encierro absoluto representa la muerte para una familia que vive al día. “Aquí nadie vino a supervisar que estuviéramos en cuarentena, teníamos miedo por los niños y porque él (su suegro) murió por una complicación en los pulmones, pero buscamos ayuda, incluso en la Cruz Roja, donde nos dijeron que esperáramos una llamada para que nos hicieran los exámenes, al final ya no están haciendo las pruebas y nunca nos llamaron. Como él resultó negativo, regresamos a trabajar”.
Después, Donaldo sufrió un desalojo violento, con gases lacrimógenos, que la Policía Nacional realizó en el mercado Zonal Belén. El gobierno decidió cerrar ese mercado argumentando que los locatarios habían incumplido las medidas para evitar el contagio. Donaldo había llegado ese día para comprar las frutas y verduras para su negocio.
Ahora, Donaldo y su esposa tratan de protegerse del virus: compraron gafas para cubrirse los ojos y buscan la forma de comprar mascarillas con certificación como la N-95, que cuesta 5 dólares cada una. Aunque la situación no sea fácil, tienen que seguir trabajando para comer, porque la ayuda del gobierno es insuficiente.
Desde 2006 la legislación hondureña cuenta con la Política de Seguridad Alimentaria Nutricional y, en los últimos cinco años, se han articulado instancias como la Unidad Técnica de Seguridad Alimentaria y Nutricional (UTSAN) para coordinar todas las acciones en torno al tema y articular diferentes actores.
Con la pandemia, la crisis alimentaria se agudizó en el país y trajo mayor incertidumbre a las familias con menos recursos.
Donaldo y su familia reciben la bolsa solidaria destinada por el gobierno enfrentar la crisis. Dicen que las entregas se han cumplido con la regularidad que les prometieron, cada dos semanas, tanto para los trabajadores del transporte como para los habitantes de su barrio. Sin embargo, el problema es el contenido.
“Esas bolsas lo más que alcanza es para dos días, en mi casa somos ocho y la verdad es que el gobierno nos mintió porque a los taxistas nos habían dicho que, como no habíamos trabajado, nos iban a dar un saco de comida. Todo mundo estaba alegre porque se supone que traía suficiente para toda la familia, pero no sé qué pasó que nos salieron con esa bolsita que lo que más trae es manteca y jabón”.
Las familias reciben del gobierno una bolsa que, en la mayoría de los casos, contiene raciones medianas de arroz blanco, frijoles rojos, azúcar, sal, café, pasta, salsa de tomate, harina de maíz, harina de trigo, manteca vegetal, dos latas de sardina, gel desinfectante y un folleto de enseñanzas bíblicas. Los testimonios de las familias que recibieron esta “bolsa solidaria” indican que las medidas y el contenido no estaban estandarizadas.
«Aspectos logísticos hicieron modificar la decisión del Estado porque el saco era muy pesado e imposibilitaba que a todos, de manera simultánea, se les pudiera dar. La última persona necesitada iba a recibirlo en 4 meses, entonces lo que se hizo fue tener raciones más pequeñas que duran entre 7 y 15 días para llegar a más personas de forma inmediata», cuenta el ingeniero Omar Rivera, titular del Foro Nacional de Convergencia (FONAC), a quien el gobierno encargó la veeduría del programa.
La provisión viene en una bolsa transparente. Contiene productos de marcas conocidas por la población, como el Café Rey, muy común en los barrios urbanos y de dudosa calidad por su procedimiento de elaboración. Un Nescafé local, un tipo de producto que dañino para la salud por sus grandes cantidades de azúcar quemada. La bolsa no incluye vegetales, lácteos ni proteínas esenciales para superar la malnutrición prevaleciente en el país.
“Lo único en la bolsa que se puede hacer para comer bien, son los espaguetis y tortilla -se queja Donaldo-. No viene nada prácticamente. Por lo menos le hubiesen dado a la gente lácteos y verduritas, porque carne es mentira y seguro se la iban a robar igual, porque hasta las mascarillas que supuestamente tienen que venir no vienen, se las roban”.
La inclusión de folletos bíblicos en la bolsa solidaria puede sorprender en otros países, pero en Honduras no es novedad. Desde el Golpe de Estado en 2009 y con la llegada de Juan Orlando Hernández al poder se ha acelerado un proceso de ósmosis entre el Estado y la iglesia. Se trata de grupos neopentecostales que se han involucrado activamente en comisiones de gobierno, programas militares dirigidos a menores y decisiones geopolíticas como la apertura de una oficina comercial de Honduras en Jerusalén, Israel. En la bolsa solidaria no había espacio para mayor cantidad y calidad de los alimentos, pero sí para los folletos que donó la Confraternidad Evangélica de Honduras.
Datos de la Secretaría de Finanzas indican que hasta el momento se han invertido 36.4 millones de dólares en este proyecto, desembolsados a 292 municipios para la compra de los víveres incluidos en la bolsa. Este proyecto es implementado por miembros de las Fuerzas Armadas y activistas del Partido Nacional -al que pertenece el actual presidente-. Un informe de la Secretaría de Desarrollo Económico también indica que fueron 27 empresas las contratadas como proveedoras, en su mayoría hondureñas; entre ellas, Corporación Dinant, la mayor procesadora de aceite de palma africana del país.
El coordinador de la distribución de alimentos, Arnaldo Bueso, indicó que en el área urbana, integrada por las seis ciudades con las cifras más altas de contagio a nivel nacional, se ha llevado alimentos a 2.3 millones de personas y en la zona rural del país, las provisiones han llegado a 711 mil hogares.Es decir, casi se ha alcanzado el objetivo prometido de llegar a 3.2 millones de hogares.
Para Ana Dueñas, estudiante de nutrición en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), el valor nutricional de cada bolsa de alimentos es un aspecto necesario de analizar, sobre todo en tiempos en que el sistema inmune tiene que mantenerse a su máxima capacidad. La ausencia de frutas, lácteos, verduras y carnes -dice- pone en mayor riesgo a las personas frente a la pandemia y resulta insuficiente repartir sólo harinas y algunas legumbres y latas.
“Que una familia se alimente solo de eso es imposible. Es necesaria una alimentación variada con todos los grupos de alimentos; además, incluyen manteca, que es una grasa saturada que lo que hará es afectar la salud de las personas a largo plazo”, señala.
El informe Panorama de la seguridad alimentaria y nutricional en América Latina y el Caribe de 2018 -elaborado por la FAO, Organización Panamericana de la Salud (OPS), Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) y el Programa Mundial de Alimentos (WFP)- indica que en el país hay 1.4 millones de hondureños subalimentados; además, el 42% de los niños y niñas sufren desnutrición crónica. El mismo informe indica que el 56% de los adultos posee obesidad o sobrepeso.
El porcentaje de personas subalimentadas y con sobrepeso podría estar asociado al tipo de alimentación al que se tiene acceso en condiciones de precariedad en la ciudad como en el campo. Un estilo de alimentación que se reproduce en las provisiones que entrega el gobierno durante todas las emergencias. Una realidad que se aleja de la política pública del gobierno, expresada en su guía alimentaria para Honduras (2013), que incluye alimentos como tubérculos, frutas y carnes.
Ana Dueñas creó un menú a partir de los alimentos entregados por el programa Honduras Solidaria para verificar si es posible con ellos alcanzar las 2 mil calorías diarias necesarias para una dieta balanceada.
-¿Crees que realmente esta bolsa alcanza para la comida de una semana de una familia promedio hondureña?
-Alcanzar puede alcanzar pero muy racionada. Si nos vamos al almuerzo colocamos dos tazas de arroz, una taza de frijoles y tres sardinas, pero eso es lo que trae una lata completa de sardinas, entonces prácticamente si una sola persona consume eso en dos tiempos de comida, se terminó todo lo que le dieron.
-¿Y esto tiene el valor nutricional necesario?
-Pues lo tiene, pero no es una alimentación variada. Los frijoles y el arroz juntos forman una proteína completa, hay cereales pero son refinados (poca cantidad de nutrientes) y la manteca no nos aporta nada. Si estamos pensando en una familia de cinco personas es una cantidad mínima que alcanzaría por mucho dos días. Nosotros tenemos frutas que se producen en el país, se pudo haber ideado algún mecanismo para que las familias tuviesen acceso a esos alimentos.
Un documento del Consejo Agropecuario Centroamericano (CAC) indica que Honduras cuenta con más de 100 mil hectáreas de producción de frutas como piña, melón, sandía, banano y rambután. Sin embargo, una investigación del Secretaria de Integración Económica Centroamericana (Sieca) ubica a Honduras en la tercera posición en una lista regional de países exportadores de frutas siendo las más representativas el banano (85.2%), melón (8.9%) y piña (4.3%). La república bananera no le da frutas a su población.
Futuro de hambre
Además de enfermedad, la pandemia por Covid-19 trajo a Honduras más desempleo. La mitad de los miembros que tenían trabajo en una familia fueron despedidos, según un monitoreo del Programa Mundial de Alimentos (PMA). El mismo informe estima que, con el confinamiento, más de 250 mil personas pasaron a una fase crítica de acceso a los alimentos o se encuentran en estado de emergencia humanitaria con altos índices de mortalidad a causa de la malnutrición.
Desde el pueblo Lenca, desde el mundo campesino, se enciende una esperanza.
“Muchos de los productos que la gente de nuestra organización está comiendo es de las semillas que se intercambiaron -dice Betty Vásquez-. Estamos haciendo un banco de semillas donde en cada comunidad se están produciendo pequeños lotes de maíz y buscando un incentivo para ayudarle a los productores. Pero es una iniciativa pequeña y aislada”. También dice que del incentivo que aprobó el gobierno para apoyar a los agricultores, no les llega nadas.
La iniciativa del MAS -la organización que lidera Betty- trabaja en la recuperación de la comida tradicional con semillas, comidas y plantas a través de mesas de intercambio entre comunidades de campesinos y campesinas. Es una iniciativa nueva y pequeña, pero en el país la Fundación para la Investigación Participativa con Agricultores de Honduras (Fipah) antes ya ha articulado unos 11 bancos comunitarios de semillas en todo el país y, desde 2017, el gobierno junto a la FAO se comprometieron a impulsar acciones para el establecimiento de un banco nacional de germoplasma, con el objetivo de conservar la diversidad genética de los cultivos.
Preservar las semillas es un esfuerzo que ya está en marcha, pero se enfrenta a una realidad devastadora: la falta de acceso a tierras para los campesinos. Betty menciona sobre otra situación preocupante: la aprobación del decreto ejecutivo PCM 040-2020, por medio del cual el gobierno concesiona tierras nacionales a 4 dólares por manzana para la producción agrícola, esto como medida enmedio de la pandemia. Según organizaciones campesinas como el Consejo para el Desarrollo Integral de la Mujer Campesina (Codimca), esta medida solamente favorece a la agroindustria, a los grandes terratenientes y no a los pequeños productores.
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Y en esta crisis, la gente sobrevive. No gracias sino pese al Estado, con su larga tradición de gobiernos que con una mano ofrecen represión y con la otra asistencialismo, sus dos maneras de permanecer en el poder. Sobrevive la gente encontrando formas de trabajar y alimentarse o, si se agotan las opciones, migrando hacia el norte, haciendo la rebusca fuera. Sobrevive Donaldo inventándose nuevos trabajos. Sobreviven los campesinos como Betty sembrando y reservando un tesoro de semillas. Sobreviven.
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