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Son pocas cosas las que una recuerda de su niñez, pero puedo acordarme de cuando tenía siete años, y esperaba en una banca a que mi mamá llegara por mí, después de salir de mis clases de ballet. Lo tengo grabado en mi memoria sobre todo por los nervios que sentía cuando ella no llegaba a la hora acordada. No era por un capricho, era porque yo en realidad, estaba preocupada —desde esa edad— de que algo le pasara a mi mamá en el camino.
Siempre he sido así. Creo que las experiencias más recientes, han sido cuando he llamado a sus excompañeras de trabajo llorando, o a mis tíos y tías, pidiéndoles que la llamen porque no me contesta y quizá ya es hora de haber llegado. Y es que además, yo calculaba lo que se podía tardar desde El Progreso —que es donde trabajaba—, a San Pedro Sula, incluso en hora pico. Suena controlador, sí, pero los escenarios que me hago y lo rápido que vuela mi mente en esos momentos es algo que no se lo deseo a nadie.
Mi mamá Brenda, y yo, hemos tenido una relación bastante apegada, a pesar de nuestros bajones y nuestras peleas. Recuerdo que una vez, hace como dos años, a las once de la noche, salimos de emergencia a un hospital cerca de la casa porque Brenda creía que le estaba dando un ataque cardíaco, sentía todos los síntomas de las personas que sufren de problemas del corazón. Ese día, en medio del estrés y el nerviosismo, sé que me comporté de una forma horrible. Grité, minimicé sus sentimientos y lo que ella estaba sintiendo. Le dije: «de seguro no tenés nada, solo es ansiedad otra vez». Llegamos al hospital, y sí, era ansiedad, «otra vez», pero en ese momento, yo no era consciente de que esa no era la forma en que debía haber actuado con ella. Poco tiempo después, mi mamá logró ir a terapia por un tiempo corto, y fue allí cuando le confirmaron que su ansiedad estaba en un nivel severo, que incluso podía dejarla incapacitada para realizar su rutina cotidiana.
Admito que me ha costado mucho lidiar con una persona que sufre de ansiedad diagnosticada. Mi mamá ha trabajado casi toda su vida en organizaciones de derechos humanos, aquí en Honduras, el país que se considera el más peligroso para defender la tierra y en general, para las y los defensores de derechos humanos.
Mi mamá me ha contado cómo se siente, pero creo que una no se puede imaginar lo mucho que puede afectar el saber que padecés de un trastorno de ansiedad. Vivimos en un país donde el sistema de salud es tan deplorable que ni siquiera tenemos confianza en que pueda tratarnos una enfermedad como la gripe, por lo tanto, sabemos que no nos ayudará en nada con enfermedades mentales.
Creo que por primera vez escribo y comparto sobre lo que he llegado a sentir con la ansiedad, porque incluso me da vergüenza hablarlo. Mucha gente dice: «todo va a estar bien», «estás haciendo algo muy grande de algo pequeño», o la frase —que casi siempre me detiene un poco los pensamientos negativos— «lo que pensamos es lo que atraemos», pero cuesta un montón, y vivir en Honduras nos hace más difícil el proceso de poder dejar de sentir emociones y pensar cosas que, aunque parezcan muy tontas, siguen ahí. Y es que no solo es el hecho de lo que sentimos, es el hecho de donde residimos, en el país que nos tocó nacer, y en los tiempos que nos tocó vivir.
Son muchas cosas las que afectan a personas con trastornos mentales. En mi caso, a raíz de lo que pasó con mi mamá he intentado cambiar mis formas de abordar las crisis y también las formas en las que hablo, que es bastante importante a la hora de asistir y acompañar a una persona con ansiedad o depresión. La sensibilización en estos temas también es algo sumamente importante para poder apoyarnos mutuamente.
Creo que a veces yo también he tenido algunas crisis, pero en realidad, no puedo afirmar que tengo ansiedad. A raíz de la crisis postelectoral, una organización nos brindó terapia psicosocial a varios y varias compañeras que habíamos conformado el Equipo de Defensoría en la zona norte. Allí, platicamos de una manera un poco informal con un psicólogo, y me dijo que sí, que yo tenía ansiedad, a lo que no le presté mucha atención, porque precisamente eso es lo que nos pasa en este país: una enfermedad mental es de lo último que queremos saber. Hay tantos aspectos de nuestro cuerpo que debemos cuidar para que nos digan que también tenemos que cuidar nuestra salud mental y además pagar consultas psicológicas o psiquiátricas que casi nunca están al alcance de nuestros bolsillos.
A mí me pasan varias cosas, no puedo creer o me niego a creer que una persona como yo, que dentro de lo que cabe, he sido privilegiada en un país con tanta desigualdad, con tanta pobreza, machismo, e inseguridad pueda tener depresión o ansiedad. Siempre he creído que hay personas que la pasan peor. De hecho, la culpa es un sentimiento que tengo bastante presente y que utilizo para negarme a mí misma que puedo tener ansiedad, o para negar que alguien cercano a mí puede estar padenciéndola.
Honduras, es un país que ni siquiera nos deja pensar en eso, somos un país donde el 48.3 % de las personas viven en pobreza, somos un país que le llaman «en desarrollo», por no decirle subdesarrollado, somos un país que carga tantos problemas, que ni siquiera, diez años después del golpe de Estado, se ha logrado recuperar, sino que vamos en picada. Por eso, a menudo creemos que es egoísta pensar en tener una condición mental, sin recordarnos que eso también forma parte de nuestro bienestar, y que también, cuando exigimos un mejor sistema de salud para el país, este debe ser integral.