Del coronavirus al estallido social

Texto: Otto Argueta

Portada: Jimmy Girón

La pandemia del COVID-19 ha llevado a que la mayoría de los Estados dispongan una serie de restricciones a la movilidad de las personas, con el objetivo de reducir el contagio masivo. Hasta el momento, el distanciamiento social parece ser la solución más razonable para evitar que los sistemas de salud colapsen, debido a la velocidad y facilidad con que se transmite la enfermedad. Evitar que las personas se reúnan de manera voluntaria o involuntaria es el gran objetivo y, para lograrlo, los estados utilizan la normativa legal para restringir el uso del espacio público, a través de limitar algunas garantías constitucionales.

Se ha debatido sobre los efectos que estas medidas producen en la economía, pero ¿qué factores condicionan el escalamiento de esta situación en conflictos sociales? En toda sociedad esos factores están relacionados con las instituciones y con la confianza, y con la legitimidad que la sociedad tiene hacia ellas y sus gobernantes. En Honduras, la crisis pandémica es un asunto político bastante susceptible de escalar en conflictos sociales.

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Reducir el impulso gregario del ser humano no es tarea fácil. Requiere enfrentar uno de los logros evolutivos que nos hizo ser lo que somos: una especie que depende de su capacidad de interactuar, de comunicarse, de compartir el conocimiento y, por supuesto, de creer colectivamente en algo —sea un dios o una ley—. Esa cualidad no implica que siempre funcione para el beneficio común de todas las personas. Los niveles de proximidad y de confianza determinan el alcance del beneficio de la acción colectiva. Un grupo buscará la interacción con otro grupo para colaborar y apoyarse o para extorsionarlo, robarle lo que tenga o estafarlo. Eso dependerá de prejuicios, creencias, identidades y también de necesidades.

El contagio del COVID-19 no distingue el motivo de la reunión o de la interacción. Se contagia igual el grupo de religiosos que se reúne en una iglesia, los fanáticos de un equipo de fútbol, los asistentes a un concierto, los compradores en un mercado, los vacacionistas en una playa, los médicos que atienden una emergencia o los políticos que abrazan personas para hacer una buena fotografía. Todos se contagian siempre y cuando interactúen.

Las medidas de restricción son necesarias y el que estas tengan que ser impuestas por el Estado, depende de qué tanto los ciudadanos confían en las instituciones públicas por encima de sus creencias individuales. En los países en que las instituciones públicas son confiables —especialmente las de salud—, bastó con emitir alertas e información para que las personas tomaran medidas de distanciamiento. El Estado informa y recomienda, el ciudadano confía y obedece porque no duda en que las instituciones hacen lo correcto por las razones correctas. Ese pacto social no se crea durante la crisis producida por la pandemia, sino que es el resultado de una larga trayectoria de relaciones Estado-sociedad.

En sentido contrario, la falta de confianza en las instituciones y en los gobernantes hace que las personas antepongan sus necesidades, creencias e intereses a cualquier disposición proveniente de sus gobiernos. En algunos casos, las razones sobran y son justificadas, van desde la necesidad de sobrevivencia hasta la incredulidad de que lo que anuncia un presidente es real y no parte de un engaño más. Si bien eso sucede casi siempre, durante la pandemia se hizo más evidente en países como Guatemala, El Salvador y Honduras. Los gobiernos recurrieron a los estados de emergencia y toques de queda de forma inmediata, luego del reporte de los primeros contagios e incluso antes de que éstos fueran detectados. Los tres gobiernos recurrieron a las fuerzas de seguridad para controlar el movimiento de las personas y a la invocación a dios, para movilizar su voluntad. Al fin de cuentas, ambos mecanismos aluden al miedo, uno vía las armas y el otro vía la culpa. La mayoría de presidentes del continente americano han entregado a las manos de Dios la solución de la crisis. Ese tipo de relación entre Estado y sociedad tampoco se creó durante la pandemia, es la expresión de un patrón político que sustituye la falta de confianza en las instituciones por la fuerza de la represión y de los dogmas religiosos. Los ciudadanos deben atender las medidas porque temen ser encarcelados o castigados divinamente.

El conocimiento sobre la pandemia ha sido progresivo. Se buscó entender primero la naturaleza de una enfermedad que avanzó de manera acelerada por el mundo. Se entendió que había que tomar medidas de distanciamiento social y cerrar las fronteras. Eso llevó a la preocupación sobre los efectos económicos producidos por la pandemia, un debate que ha puesto en contraposición la vida y la economía y que ha dado lugar a expresiones radicales como la de sacrificar a las personas más vulnerables —las de la tercera edad—, con el fin de salvar la economía.

Los préstamos, prórrogas para el pago de impuestos y servicios, remesas en efectivo para evitar la reducción del consumo, entre otras, son medidas que dependen del entorno institucional en el que se implementan. En los países en donde la recaudación de impuestos a individuos y empresas se traduce en servicios públicos de calidad y los derechos laborales están protegidos, las medidas de encerramiento no producen una crisis familiar, las personas saben que sus empleos y lugares de habitación están garantizados, tienen seguridad y si hay alguna emergencia, como por ejemplo un parto, el sistema de salud lo atenderá.

Al contrario, en países en los que se ha privilegiado la acumulación de riqueza de familias, élites económicas y políticas a través de la evasión de impuestos, la corrupción y vínculos político-criminales, los Estados están desfinanciados y han recurrido al endeudamiento público para promover medidas populistas y, en algunos casos, más corrupción. Los estados protegen a los empleadores, los cuales cargan a cuenta de vacaciones de sus trabajadores los días de cuarentena o hacen despidos masivos. En países en donde la mayor parte de la población económicamente activa sobrevive de la economía informal, el encerramiento produce una crisis de sobrevivencia, se aumenta la incertidumbre en la que la mayor parte de la población vive y se buscarán salidas inmediatas a los problemas, cueste lo que cueste.

Este es el nivel del conflicto social, de las consecuencias que las medidas restrictivas producen en la relación entre el Estado y la sociedad, de la forma en que las instituciones abordarán el descontento social y de la forma en que la sociedad buscará sobrevivir la precariedad que aumenta debido a la crisis económica y a los abusos cometidos por empleadores y fuerzas de seguridad.

La pandemia no es el conflicto social. Lo es la tensión existente entre el Estado y la sociedad, y que aumenta debido a la pandemia y que se suma a la trayectoria de conflictos que tiene cada sociedad. ¿Cuáles son los ingredientes de la receta con la que se cocina una escalada de conflictos en el contexto de la pandemia? Aunque tal vez esos ingredientes se pueden identificar en otros países de América Latina, es en Honduras en donde son más visibles y en donde se han manifestado ya con mayor claridad.

Las premisas básicas

Antes de analizar el caso hondureño, es importante mencionar algunas premisas básicas sobre la dinámica de los conflictos sociales.

    • Un conflicto social es la suma de muchos conflictos no resueltos. Con el objetivo de analizar y entender, se diferencian por sus motivaciones, actores o niveles de violencia. Así, se dice que un conflicto es económico, social, político, cultural, violento, pacífico, étnico, religioso, etc. Esa división es útil cuando se trata de identificar y dar respuesta a una demanda específica, pero en realidad los conflictos —las demandas que los motivan— se acumulan en la memoria de los grupos afectados, sobre todo cuando la respuesta no es satisfactoria o es del todo ausente.

    • El Estado está en el centro de los conflictos sociales. No importa si un conflicto es entre dos o más grupos o individuos privados (entre una empresa y una comunidad, entre dos empresas o dos grupos de vecinos) o si la demanda es privada (un contrato fallido, por ejemplo) siempre hay derechos que están siendo vulnerados para una de las partes. La garantía de esos derechos es responsabilidad del Estado, lo cual lo ubica como parte directamente involucrada en el conflicto. El tipo de respuesta que el Estado tenga será entonces determinante en el rumbo que el conflicto tome.

    • La protesta social (salir a las calles) no es el conflicto en sí, sino una expresión de uno o más conflictos. No todos los conflictos conducen a que las personas protesten en las calles. La protesta social es una forma de canalizar un conflicto y, en principio, en un estado democrático, la protesta social es un derecho. Cuando un estado reprime la protesta porque considera que es un conflicto, porque altera el orden público o porque se hace el juego maniqueo de contraponer derechos (de protestar o de circular, por ejemplo), entonces la tensión aumenta y la protesta tiende a escalar. Otra consecuencia es que las personas buscarán otras formas de lidiar con el conflicto. Por ejemplo, la delincuencia se considera como expresión de un conflicto estructural, de largo plazo (la marginalidad, la pobreza, la exclusión, la desigualdad). Así mismo, el saqueo y el vandalismo expresan descontentos sociales que se canalizan a través de acciones radicales.

    • Lo estructural encuentra salidas en lo coyuntural. La estructura social, es decir, la forma en que la sociedad se organiza a través de sus instituciones y relaciones, produce una serie de conflictos que se arraigan a través del tiempo. Sociedades con altos niveles de desigualdad social y económica, de exclusión y marginalidad hacen que grandes grupos de personas acumulen innumerables insatisfacciones que se manifiestan en coyunturas específicas, es decir, cuando existen detonadores que condensan el descontento acumulado y explotan de diferentes formas en momentos específicos, a veces predecibles y en otras ocasiones completamente espontáneos.

    • La violencia es evidencia de la incapacidad del Estado de responder a los conflictos. Cuando un Estado recurre a la fuerza para lidiar con cualquier manifestación de inconformidad, la sociedad responde también de forma violenta. Se establece así una simbiosis que tiende siempre a escalar y que corresponde al Estado interrumpir. El problema es cuando los estados lo quieren hacer de forma violenta y se entra entonces en la dinámica de quién golpea primero y más fuerte. La consecuencia de eso es que la violencia se enraíza en las relaciones sociales y desgasta, hasta disolver, cualquier intento de construir democracias.

    • Todo conflicto es político. Ya sea por sus motivaciones o por la forma en que es enfrentado, todo conflicto expresa una relación de poder que se expresa en la política. La delincuencia, por ejemplo, expresa un conflicto social relacionado con la economía y las condiciones de vida de los grupos sociales. Cuando los gobiernos sacan provecho de eso (en campañas electorales, haciendo pactos con el mundo del crimen o justificando su incapacidad por la existencia de grupos criminales) entonces el problema es político. Cuando un gobierno establece alianzas y favorece a una de las partes del conflicto alejándose de la neutralidad jurídica que debe tener, entonces el conflicto se transformó en político.

Honduras y los signos del estallido social

El gobierno de Juan Orlando Hernández, impuso una serie de medidas restrictivas para enfrentar el COVID-19 que incluyeron limitar la libertad de locomoción, de asociación, las garantías de prisión preventiva y allanamiento, así como la propiedad privada. Se había limitado también la libertad de expresión del pensamiento, pero esta fue posteriormente restituida. Esas medidas ocurren en un contexto en donde los conflictos sociales han sido una constante histórica, especialmente durante el actual período de gobierno y el anterior, ambos presididos por Juan Orlando Hernández. En ese contexto, las medidas restrictivas no constituyen en sí un conflicto social, sino son un detonador de conflictos existentes que en una coyuntura específica aumentan la tensión y podrían derivar en una escalada de conflictos diversos. Los siguientes son algunos de los factores que podrían dar cuenta del riesgo de escalada de conflictos.

Medidas restrictivas, economía informal y conflicto

La policía y los militares, fueron desplegados a las calles de las principales ciudades del país para controlar la circulación de las personas. El 8 de abril de 2020, el gobierno de Honduras reportó que 6000 personas habían sido capturadas por transgredir el toque de queda y que además se habían decomisado 2000 vehículos. Las personas estarían detenidas por 24 horas y se impondrían multas de 600 Lempiras (25 dólares) por vehículo decomisado.

La detención masiva y arbitraria en Honduras es una de las causas del hacinamiento de los centros de detención penal del país y de la saturación del sistema de justicia. La mayoría de los jóvenes de barrios y comunidades vulnerables han sido detenidos en operativos policiales y militares y luego dejados en libertad. De acuerdo a muchos de esos jóvenes, el tener antecedentes penales y policiales se traduce en un obstáculo para su ingreso al mercado laboral. Cada vez que una persona es detenida, aunque sea por 24 horas, la familia es afectada ya que deben incurrir en gastos para costear la burocracia necesaria para la liberación de la persona. En algunos casos, también la corrupción. El arresto temporal y el decomiso de vehículos, además del pago de multas para recuperarlos, lejos de ser un escarmiento por no obedecer una disposición pública, afecta la ya precaria situación de las familias que dependen de la economía informal. Lo lógico será que esas familias saldrán al siguiente día a buscar recursos con más necesidad.

El 73 % del empleo no agrícola en Honduras es informal, es decir, que no es regulado ni paga impuestos al Estado. Sin embargo, esa forma de empleo hace posible que millones de personas obtengan lo necesario para sobrevivir especialmente en un país con un mercado laboral limitado y excluyente. Las medidas de restricción del uso del espacio público afectan directamente a ese grupo de población, al que debe salir día a día a obtener lo necesario para alimentar a las familias.

De igual forma, el transporte público es en Honduras un déficit urbano que afecta a miles de personas diariamente. El único intento municipal por replicar los sistemas de transporte público existentes en ciudades como México, Colombia y la vecina Guatemala terminó en la alteración de las vías más transitadas de Tegucigalpa, la construcción de estaciones que nunca fueron inauguradas porque los buses nunca fueron adquiridos, a pesar de haber sido oficialmente adquiridos. El llamado Trans450 que terminó en un gran acto de corrupción visible a todos, dado que las inútiles obras grises siguen alterando el tráfico de las congestionadas vías de la ciudad. El transporte en ciudades como Tegucigalpa y San Pedro Sula es una combinación de servicios privados formales e informales regidos por diversas mafias.

Los servicios de taxi son la fuente de empleo para miles de familias pobres y son también la fuente de enriquecimiento para unos pocos individuos que controlan unos corruptos mecanismos formales de autorización que funcionan más como instrumentos de extorsión. El ingreso semanal de un piloto de taxi debe alcanzar para pagarle la cuota al dueño del vehículo o del número de autorización del taxi (hay personas que son propietarias de hasta 50 números que los alquilan a los pilotos de los taxis, ya que la institución responsable no emite nuevos números), pagar los impuestos al Estado, el combustible y mantenimiento del vehículo, las diversas extorsiones que imponen los grupos criminales (rentas o impuestos de guerra) y además, alimentar a su familia.

El toque de queda afectó directamente a este masivo gremio el cual dio inicio a protestas por alimentos y por el derecho a trabajar. Representantes del gremio argumentan que más de 35 000 taxistas en todo el país necesitan alimentos para sus familias y que el Estado no ha respondido con los ofrecimientos hechos para enfrentar la falta de circulación durante la pandemia. Los taxis son el medio a través del cual se moviliza el comercio informal y también buena parte de la economía ilegal. Semanas antes del inicio del toque de queda, hubo en Tegucigalpa protestas de taxistas en rechazo a la entrada de servicios que utilizan plataformas similares a las de UBER y exigieron protección debido al elevado riesgo que esa profesión conlleva en Honduras.  Poco antes de eso fue asesinado uno de los principales dirigentes del gremio, Rony Figueroa, quien ya había sido amenazado luego de denunciar la excesiva carga de extorsiones y asesinato de pilotos que el gremio enfrenta. De acuerdo al Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, 18 taxistas fueron asesinados en 2019. 

Usar la fuerza pública de forma represiva como primer y único recurso del Estado expresa la incapacidad de un gobierno de prever las situaciones de conflicto y anticipar medidas no violentas para abordarlos. Una de las prerrogativas del Estado es el monopolio del uso de la fuerza legítima, es decir, las instituciones que incluyen desde militares y policías hasta instituciones de justicia. Sin embargo, la tradición centroamericana presenta dos aspectos particulares respecto del uso de la fuerza. El primero es que el Estado no tiene –nunca ha tenido ni parece buscar– el monopolio de la violencia o del uso de la fuerza. Al contrario, el sistema político es el resultado de una permanente negociación y competencia entre actores públicos y privados, en donde la posibilidad de violencia es constante. Durante la larga historia de disputas entre los partidos liberal y nacionalista en Honduras, la violencia entre ambos grupos fue recurrente, una violencia de actores privados que servía de mecanismo de acceso a lo público, al Estado. Actualmente, el control del territorio urbano está distribuido entre pandillas que durante años estuvieron en guerra y que terminaron por imponer un sistema normativo informal al que la población se ajusta, en silencio. De igual manera, los territorios estratégicos para el tráfico internacional de drogas son controlados por capos locales que imponen su ley a través del ejercicio de la violencia. En ambos casos se establece una relación simbiótica con el Estado, un nexo político criminal que va desde la tolerancia hasta la complicidad y que se diluye en una extensa cadena de relaciones corruptas.

La segunda particularidad es que el uso de la fuerza es la primera respuesta del Estado ante cualquier manifestación de descontento o expresión de conflicto y problemas en la sociedad. El último período de la historia política de Honduras estuvo marcado por intensos episodios de protesta, violencia política y represión. Desde 2009 y seguido de la crisis electoral de 2017, la protesta social se ha expresado a través de la violencia colectiva e institucional. Según datos de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 22 personas fueron asesinadas además de otras violaciones a los derechos humanos. El Sistema de Estadística Policial en Línea (SEPOL) reporta que entre noviembre y diciembre de 2017 y durante el 2018 hubo 456 protestas pacíficas y violentas distribuidas entre Tegucigalpa, San Pedro Sula y Choluteca. Durante esas protestas hubo numerosas violaciones a los derechos humanos que hasta el momento siguen sin ser investigadas y juzgadas.

Los motivos de esas protestas varían desde demandas gremiales, como las del magisterio y el sistema de salud pública que tienen carácter nacional, hasta demandas locales que varían desde la carestía y precariedad de los servicios públicos hasta el rechazo a explotaciones de recursos naturales a través de la minería o hidroeléctricas. La dinámica de las protestas demuestra que confluyen múltiples demandas en una sola acción de movilización y que estas no necesariamente son convocadas y organizadas por un actor específico. Al contrario, la espontaneidad de barrios y colonias para organizar protestas es notable así como la amplia participación de población joven que se enfrenta con las fuerzas de seguridad.

La prolongación de la dinámica de protesta social y violencia produce diversos efectos en la relación Estado-sociedad. Por un lado, las personas, especialmente la juventud, desarrollan una serie de estrategias de adaptación a un entorno conflictivo constante. Se espera que la protesta termine con la confrontación con la fuerza pública, de lo contrario, pareciera que el ciclo estuvo incompleto. La posibilidad del diálogo es remota, sobre todo porque cuando se ha buscado establecer esos espacios, ha sido el mismo gobierno el promotor lo cual impide generar confianza y proveer de legitimidad el esfuerzo dado que son parte directamente involucrada —si no es que fuente del conflicto—.

Las Fuerzas Armadas, por su parte, no cuentan con las capacidades necesarias para anticipar mecanismos de mediación con las partes involucradas en los conflictos. Esto incluye el que las mismas fuerzas de seguridad no se apropian de su rol en el conflicto que es el de garantizar el derecho de protesta a la vez que el resto de derechos ciudadanos. Para muchos policías y militares, la protesta es el conflicto y las personas que protestan son consideradas criminales. Por otro lado, la retórica oficial que criminaliza la protesta justifica el uso de la represión y anula la posibilidad de salidas no violentas a los conflictos. Cuando un gobierno acusa cualquier expresión de descontento como terrorismo, alteración del orden público o de que son «mareros infiltrados» o antisociales y no reconoce el derecho de protestar sin atender las demandas, la tensión social aumenta así como la desconfianza y la crisis de legitimidad.

Toda esto se intensifica durante el periodo de restricciones impuestas por el gobierno para enfrentar una pandemia. De acuerdo a un recuento llevado por la organización ACI Participa, del 19 al 31 de marzo de 2020, cuatro días después de la entrada en vigencia de las medidas restrictivas dictadas por el gobierno nacional, se produjeron 72 manifestaciones pacíficas en 7 municipios del país. El gremio de médicos fue el primero en denunciar la falta de condiciones adecuadas para atender la emergencia. Así mismo, se ha denunciado que la ayuda que justificó los desembolsos que el gobierno aprobó, no ha llegado al personal médico que atiende la crisis en el país. A pocas semanas del toque de queda, las áreas que rodean los mercados de barrios y colonias han tenido que ser custodiadas por equipos de policía para evitar protestas de personas que exigen el acceso a alimentos y de otras que exigen poder venderlos.

Los cercos epidemiológicos han funcionado de forma diferente en el país. En Tegucigalpa, aparentemente han tenido mayor éxito que en la región norte, donde múltiples factores tales como la composición de la población, el trazo urbanístico y la presencia del Estado, elevan el descontento y, consecuentemente, el rechazo a las medidas dictadas por el gobierno. En Choloma, Cortés, los mercados han sido escenarios de enfrentamientos con la fuerza pública y se han presentado casos de saqueo y vandalismo.

Las protestas por el acceso a alimentos, por el derecho a poder circular y comerciar recaen sobre un terreno minado de conflictos anteriores y la respuesta estatal, lejos de ser diferente, ha fortalecido la represión a través del toque de queda.

Delincuencia, economías ilegales y violencia

Para las ciencias sociales y la criminología, el delito y la delincuencia son expresiones de un conflicto social. El Estado crea el delito al crear la restricción legal, lo que no es permitido pero sí deseado o necesitado por individuos o grupos sociales. La permanente tensión que produce la aspiración del Estado de que se cumpla la norma que prohíbe hacer algo y el deseo de la sociedad por hacerlo, es un conflicto social. Durante el siglo XX, la responsabilidad del Estado de evitar el delito se transfirió a los ciudadanos, a los individuos, quienes pasaron a ser responsables de su propia seguridad. Esto tuvo enormes implicaciones. En primer lugar, los estados renunciaron a abordar la delincuencia como un problema social, es decir, relacionado con las condiciones estructurales de los países, la educación, la salud, el empleo, la recreación, y lo abordaron como un problema de seguridad desde una perspectiva maniquea de «los buenos ciudadanos» (merecedores de derechos y atención pública) y los «malos ciudadanos» (merecedores del peso represivo y violento de la ley, la encarcelación masiva y hasta el linchamiento y la ejecución extrajudicial).

Las pandillas son el mejor ejemplo de esta situación. Surgieron, crecieron y se enraizaron en las comunidades pobres, marginales y carentes de servicios públicos y oportunidades laborales, al punto de que en la actualidad controlan territorios y economías ilegales, a través del uso de la violencia. La deuda de atención social a la población se remonta varias generaciones atrás. Cuando los gobiernos decidieron abordar el problema de las pandillas lo hicieron a través de la represión y la violencia, por un lado, pero también a través de los pactos informales con ellas.

La oferta de sobrevivir a través de la violencia y las economías ilegales se amplía proporcionalmente al cierre de otras oportunidades, desde las que ofrece el escaso empleo formal hasta las que existen en la economía informal. La sociedad se depreda a sí misma cuando tiene que buscar la sobrevivencia del grupo cercano a cualquier costo, así sea otro grupo que se encuentra en las mismas condiciones.

A diferencia de la protesta social, que implica un enfrentamiento directo con el Estado o con un actor privado con poder (una empresa, por ejemplo), la delincuencia y las economías ilegales no se enfrentan con el Estado, son parte de sus espacios vacíos, de sus nexos indebidos y de su colusión con el mundo del crimen. Esa delincuencia, la social, ocurre entre personas de la misma clase, un joven sicario de origen marginal es contratado por otra persona de ese mismo estrato social. Las drogas que se venden en puntos controlados por las pandillas la consumen jóvenes de esos mismos barrios carentes de servicios sociales y oportunidades laborales.

Un escenario que concentra las dinámicas de economía informal e ilegal, corrupción y precariedad institucional y que es susceptible de un estallido social es el sistema de prisiones del país. Se calcula que para agosto de 2018, en 25 centros penales en Honduras,  20 489 personas estaban privadas de libertad. Menos de la mitad de esas personas están recluidas bajo sentencia firme, el resto se encuentra en proceso. Todos los centros penales están en condiciones de hacinamiento y precariedad en materia de servicios básicos como la salud, alimentación, recreación y rehabilitación penitenciaria. Los centros penales funcionan gracias a un sistema de corrupción interno que se nutre de otro externo. La precariedad en la asignación de recursos y los contratos anómalos hacen que las personas privadas de libertad sobrevivan en condiciones que violan sus derechos humanos. Es gracias al sistema interno de corrupción que se logra obtener desde lo básico, para quien no tiene dinero, hasta lo suntuoso, para quien puede pagarlo.

Con las medidas restrictivas del COVID-19, las visitas en los centros penales fueron canceladas y no hay posibilidad de obtener información sobre la situación de salud de las personas internas. A través de las visitas, las personas internas obtienen comida, artículos de aseo personal, ropa, teléfonos, cigarros, alcohol y también droga, algo que en esas condiciones de vida se convierte en necesario. Todo eso pasa por un sistema de corrupción. Al no ser posible abastecer la economía informal que funciona dentro de las prisiones (tiendas y comedores) la situación de la mayoría de personas quedará en el nivel de lo que el Estado provee, que es precario y por lo tanto, podría presentar un escenario de protestas y motines. Es preocupante que esta situación no sea pública ya que la tradición ha demostrado que prevalece la idea de que en las prisiones las personas no merecen nada más que una muerte lenta que, cuando se puede, se acelera.

Para muchas personas que viven la línea de la pobreza, que es la mayoría de la población de Honduras, y que sobreviven a través de la economía informal, el periodo de encierro que pueden soportar antes de salir desesperadamente a conseguir recursos para alimentarse es sumamente corto. Puede extenderse un poco debido a los controles de las fuerzas de seguridad y a las innumerables estrategias de la «rebusca», es decir, de la creatividad transgresora. Sin embargo, será la economía ilegal y con ella la violencia la que reciba a grandes cantidades de personas que aceleradamente están buscando sobrevivir el toque de queda.

Migración y deportaciones

La migración masiva que caracteriza a Honduras puede entenderse como una expresión del conflicto social estructural del país. Es una válvula de escape de la tensión que produce un modelo de sociedad que expulsa masivamente a sus ciudadanos por la falta de empleo o por la explotación irracional a que son sometidas las personas; por la absoluta incertidumbre jurídica en que vive la mayoría de la población que sabe no tener ninguna garantía de que sus derechos serán respetados; por la violencia que en todas sus expresiones afecta especialmente a mujeres, niños, niñas y adolescentes y porque desde la infancia se aprende que en este país la mejor aspiración es irse lo más pronto posible.

Por las razones que sea, la conflictividad social migra con las personas y retorna un aliciente económico para las que se quedan, las remesas. El 24 % del producto interno bruto del país proviene de las remesas, que constituyen la principal fuente de divisas para el país, muy por encima de las exportaciones y de la inversión extranjera directa. Las remesas sostienen el consumo y las importaciones, la economía formal y la informal. También sostienen la economía ilegal ya que los puntos para la venta de droga y las extorsiones se instalan en zonas que tienen alguna actividad económica, no en lugares en donde ni las remesas llegan.

La deportación, por otro lado, engrosa las filas de personas que quedan a merced de dos opciones, una, volver a migrar lo más pronto posible y la otra, ingresar a la economía ilegal para obtener recursos de forma inmediata para migrar otra vez cuando se pueda.

Durante la crisis producida por el COVID-19 se sabe que las deportaciones han continuado a pesar del riesgo que implican dado que provienen de los Estados Unidos en donde los controles y medidas para contener la enfermedad han sido precarios. Por otro lado, las personas deportadas han llegado a instalaciones que no cuentan con ninguna preparación para atender a personas que podrían estar en riesgo. En San Pedro Sula, un grupo de deportados fue instalado en bodegas privadas sin ningún tipo de atención adecuada para la crisis. De hecho, la información sobre estos viajes fue escasa pero se supo que hubo algunos deportados que lograron escapar a las autoridades. En Guatemala, deportados detuvieron los buses amenazando a los pilotos y huyeron.

Hasta el momento no se sabe en qué medida el cierre de las fronteras ha frenado los flujos constantes de migrantes hondureños. Se puede suponer que la migración irregular no depende de que los puestos fronterizos estén abiertos o cerrados. Sin embargo, en el caso de que esos flujos se reduzcan, la consecuencia será que la conflictividad social de la cual los migrantes buscan escapar, quedará atrapada dentro del país que justamente quieren dejar atrás. La economía informal de una familia que una vez generó los recursos para que uno de sus miembros pudiera migrar, será usada para la sobrevivencia en medio de la crisis económica que produce la pandemia. Mientras tanto, las familias que sobreviven con remesas ven reducidos sus ingresos debido a la crisis de empleo para migrantes en Estados Unidos y algunos países europeos.

Los posibles cambios en las dinámicas de migración y deportación que se producen durante la pandemia afectarán de forma directa el riesgo de escalamiento de los conflictos sociales, ya sea a través de protestas o de delincuencia como se ha mencionado anteriormente.

La pandemia y el conflicto político

La pandemia ha demostrado las enormes divergencias que existen entre la perspectiva médica del problema y la perspectiva política. Para los médicos, extender las medidas de distanciamiento social, equipar los hospitales y proteger al personal son prioridades. Los gobernantes se encuentran sometidos a la presión de una pandemia que hace colapsar los sistemas de salud y que obliga paralizar a la sociedad, por un lado, y a la presión del sector económico que reclama pérdidas y exige del Estado apoyo e incentivos, por el otro. Esta situación ha dado lugar a cuestionar la capacidad de los Estados de priorizar lo público por encima del interés privado. Si bien no hay país que escape a esta tensión, la forma en que se ha abordado depende del sistema político y de sus instituciones, además del momento político, la confianza y legitimidad del sistema y de sus gobernantes. Así, inevitablemente, la pandemia se convierte en un problema político.

En Honduras, el gobierno de Juan Orlando Hernández se encuentra en la víspera de un nuevo proceso electoral y carga con un pesado legado de conflictos políticos que se remontan a 2009 cuando el golpe de Estado polarizó al país y definió un nuevo escenario de fuerzas contendientes, algunas públicas, otras vinculadas al mundo del crimen y la corrupción. Poco antes de que la pandemia monopolizara el debate público, miembros de la familia del presidente Hernández y prominentes figuras del Partido Nacional eran acusadas en Nueva York por su participación en el narcotráfico y en el financiamiento ilegal de campañas electorales. La DEA había señalado al presidente como el responsable del control de negocios ilícitos relacionados con el tráfico de drogas. Paralelamente, la sombra de la posible segunda reelección del actual presidente, elevaba las alertas de la oposición política y vislumbraba un escenario de conflictos violentos durante el período electoral. Un aspecto que generaba preocupación era la desviación de fondos públicos para la campaña electoral vía corrupción de alto nivel.

La primera decisión que tomó el gobierno nacional de Honduras fue la de tramitar préstamos millonarios para atender la crisis. Se estima que más de 300 millones de dólares han sido asignados a través de préstamos a organismos financieros internacionales y readecuaciones del presupuesto nacional. De estos fondos, una parte fue invertida en la compra de respiradores artificiales que luego fue cuestionada porque el equipo adquirido no es el adecuado para atender los casos más graves de esta enfermedad. Por otro lado, el gremio de médicos ha denunciado en diversas ocasiones que el equipo necesario no ha sido entregado y los casos de contagio en el personal médico aumentan.

El asistencialismo es uno de los rubros que está siendo cubierto con esos fondos. El gobierno de Hernández ha ofrecido compensar la pérdida de ingresos de las familias más pobres a través de la entrega de bolsas de alimentos. En otros países, como El Salvador, se optó por la entrega de dinero en efectivo. Ambos mecanismos son asistencialistas y no son sostenibles frente a lo que se proyectó que durarán, o deberían durar, las medidas restrictivas.

Este tipo de medidas no son nuevas en la historia de las catástrofes. Hay experiencias de asistencialismo luego de guerras y devastaciones que permitieron sostener mínimamente la sobrevivencia de las personas y reducir el colapso de la economía. Sin embargo, se espera que para cuando un gobierno anuncia esas medidas, los mecanismos para implementarlas ya existen. En Honduras (lo mismo sucedió en El Salvador), se anunció la medida antes de considerar cuáles serían los mecanismos para implementarla y a quiénes. El retraso en la entrega de las bolsas ha generado protestas en diversos puntos del país además de que el número de personas que el gobierno ofreció beneficiar, 3,2 millones de personas en todo el país, está lejos de alcanzarse.

El conflicto político emerge cuando el asistencialismo despierta las sospechas de corrupción. Los cuestionamientos a la operación Honduras Solidaria, que es la acción de gobierno para distribuir las bolsas de alimentos, giran en torno a la falta de transparencia en el gasto de los recursos y la pertinencia de lo que se entrega, por ejemplo, el hecho de incluir cartillas de evangelización.

Es lógico que un gobernante busque mejorar su imagen a través de las acciones que implementa durante una crisis, de eso se trata la política. Algunos gobernantes fueron muy activos desde el inicio, otros optaron por la negación del problema atribuyéndolo a conspiraciones provenientes de la oposición o de un espectro político que controla el mundo. El momento político en que esto sucede es crucial para su desenlace en términos de confianza y legitimidad. Por ejemplo, Nayib Bukele en El Salvador y Alejandro Giammattei en Guatemala, son dos presidentes que enfrentan la crisis pandémica a pocos meses de haber iniciado sus períodos de gobierno. Con sus respectivas diferencias, cada uno de ellos ha buscado legitimar sus acciones ya sea vía la fuerza de la retórica autoritaria o bien, la confusión en la presentación de la información. Luego de algunas semanas, ambos han enfrentado las consecuencias de décadas de abandono del sistema de salud, de deslegitimación de la política por la excesiva corrupción y la falta de confianza de una ciudadanía que sobrevive al día a día.

El caso de Juan Orlando Hernández es diferente al de sus vecinos por el momento político en que la pandemia ocurre. En este caso, el gobierno se encuentra en una fase defensiva, con altos niveles de desconfianza y con poca legitimidad. La reducción de la inversión en salud recae en gran medida sobre los hombros de este gobierno y se expone crudamente durante la pandemia. En 2010, se invirtió aproximadamente el 15 % del presupuesto general del Estado en la secretaría de salud. En 2020, esa inversión representa el 11 %. El ICEFI alertó a finales del año anterior que el nuevo presupuesto aprobado presentaba recortes en las áreas de educación y salud, especialmente cuando se calcula que 1,8 millones de personas no tienen acceso a los servicios de salud en el país. Vuelve a saltar a la vista que el rubro de defensa y seguridad continúe por encima del de salud, con el 14.4 % versus el 10.2 asignado a la salud para el 2020.

El asistencialismo y los préstamos gestionados para la crisis no resolverán los déficits estructurales que las decisiones políticas tomadas durante los últimos años han profundizado. ¿Hasta qué punto el asistencialismo está orientado por criterios clientelistas? ¿Hasta qué punto el dinero asignado para la atender la crisis será malversado para financiar la campaña electoral? ¿Hasta qué punto reducir las medidas restrictivas de forma temprana es el resultado de las presiones hechas por el sector empresarial o por la carrera electoral?

La dinámica de conflictos que surja en los siguientes meses podrá dar indicios para responder esas y otras preguntas. Los análisis prospectivos en materia de conflictos deberían servir para implementar medidas orientadas a reducir el riesgo de escalamiento de la violencia. Sin embargo, el nivel de preocupación por el conflicto social también es un asunto político ya que abordarlo dependerá de la escala de prioridades que define un gobierno. En Honduras, esas prioridades han sido privadas, ya sea empresas, iglesias o familias y si bien eso no ha reducido la conflictividad en que vive el país, tampoco ha llevado a un quiebre institucional. Un gobierno depende de algo más que una persona, se requiere de instituciones clave, como los militares; también de otras no estatales pero con poder dogmático, como las iglesias y, por supuesto, otras con poder económico, empresas legales e ilegales.

Los conflictos que se disparen en el contexto de la pandemia no serán nuevos, serán la continuidad de otros existentes que en esta coyuntura detonan. Hasta el momento, no hay signos de que la situación será abordada con algo diferente a la represión, el asistencialismo clientelar y la demagogia religiosa. Si esos tres recursos han logrado estabilizar la crisis política durante los últimos años, se puede esperar que lo harán durante la crisis pandémica ya que en este país la precariedades, nuevas y viejas, se normalizan y pasan a formar parte del conjunto de adversidades que la mayoría de la población enfrenta a través de la «rebusca», de la economía informal e ilegal o de la migración. Queda también abierta la peligrosa opción de las respuestas sociales violentas que van desde el cierre de calles para exigir dinero a cambio de transitar, el imperio de sistema normativo de las pandillas en barrios y comunidades y el principio aquel de «muerto el perro se acabó la rabia», es decir, el ataque a personas infectadas o a sus familias. Esto último, peligrosamente legitimado por el dogma religioso —y oficial— de que el COVID-19 es castigo por los pecados que como sociedad cometemos, como el aborto o el matrimonio igualitario.

Fotografías tomadas por Jimmy Girón en San Pedro Sula durante toque de queda absoluto por emergencia COVID19.

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Sobre el autor
Historiador y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Hamburgo, Alemania. Investigador asociado del GIGA-Instituto de Estudios Latinoamericanos de Hamburgo. Sus investigaciones se concentran en temas de criminalidad y violencia con especial énfasis en pandillas, crimen organizado, narcotráfico y policía, así como sistemas políticos y procesos de formación del Estado. En materia de construcción de paz, se enfoca en la práctica reflexiva de procesos de cambio social fundamentados en el estudio de los conflictos y su relación con los contextos socio-políticos como base para el aprendizaje institucional. Su libro aborda el tema de la seguridad privada en Guatemala y tiene como título Private Security in Guatemala: Pathway to Its Proliferation.
Correctora de estilo
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Pianista y filóloga hondureña. Máster en estudios avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Barcelona. Licenciada en Arte por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, misma institución en la que se desempeña como docente. Es autora de numerosos ensayos sobre poesía y literatura. Correctora de estilo y editora de la sección Cronistas de la cotidianidad en Contracorriente.
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1 comentario en “Del coronavirus al estallido social”

  1. Interesante, parcialmente útil, pero basado en criterios anacrónicos respecto a la religión, a las causas de la delincuencia y al sectarismo político como alimento de una dialéctica necesaria para encajar la realidad en los oxidados engranajes de sus parámetros ideológicos. El fondo, el mensaje general, es correcto… el enfoque, deja mucho que desear.

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