—Si con esto se nos va la vida, exigiendo justicia, pues que se vaya.
Silvia tiene la rabia en sus ojos, una rabia profunda que provoca que la garganta se le seque y las palabras no terminen de ser pronunciadas por un instante. Las lágrimas, y el desencanto, todo sigue a flor de piel, sobre todo el dolor, la ausencia que provoca dolor. Hace tres años, la violencia le arrebató la vida del menor de sus cinco hijos.
A Tomás Enrique García Castillo lo secuestraron al finalizar la movilización del 1 de mayo y lo asesinaron en la Col. San Francisco de la ciudad de Tegucigalpa, su familia dio con su cuerpo cinco días después, y solo después de cuatro días de preguntar, de insistir, de negarse a la posibilidad de su muerte, finalmente, el personal de Medicina Forense les dio respuesta. Tres años después de su muerte, a su madre le parece que fue apenas ayer que lo enterró, y se pregunta cuándo va a pasar ese dolor. Luego se responde a ella misma que ese dolor jamás la abandonará.
Silvia es una profesora de 65 años que no quiere jubilarse porque dice que el trabajo le ha ayudado a no pensar tanto en la muerte de su hijo, a sentirse útil, a pasar el duelo. Cada que hay una marcha, por pequeña que sea, ella sale con la fotografía de su hijo impresa en un banner para exigir justicia, suele ir acompañada de sus hijas. Pero la justicia está tardando para esta madre, que aun no ha recibido respuesta, que aun no sabe quién asesinó a su hijo, pero intuye el porqué: hace tres años manifestantes intentaron quemar la sede del Partido Nacional en Comayagüela durante el paso de la marcha del 1 de mayo de 2016. Silvia cree que fueron infiltrados y que su hijo pagó por ello.
Tomás era miembro del comité de seguridad de la Resistencia, su tarea era cuidar que los infiltrados no les hicieran fotos a las personas en las marchas, o controlar las provocaciones. La familia de Silvia y Tomás se unieron a las movilizaciones masivas que resultaron como respuesta al Golpe de Estado de 2009, pero luego de la fundación de Libre, ellos, como muchas personas, intentaron seguir con cierta normalidad en sus vidas.
En más de una ocasión quisieron secuestrarlo, y su madre dejó de creerle por un tiempo, porque Silvia creía que era difícil que quisieran secuestrar al hijo de una maestra. Cada tanto, Tomás volvía a casa diciendo que creía que lo estaban vigilando, que habían querido secuestrarlo, llegó incluso a tener medidas cautelares. Silvia asegura que tuvo opciones para sacarlo del país por medios propios ya que el Comité de Familiares de Desaparecidos de Honduras (COFADEH) había dejado de asistir casos de este tipo en ese momento, pero el exilio no era algo con lo que Tomás estuviera de acuerdo, no quiso irse, porque su amor por Honduras era mayor que el miedo que pudiera sentir, cuenta su madre que alguna vez le dijo su hijo.
Ni bien ha comenzado la marcha de este 1 de mayo y a Silvia se le acercan a saludarla, la abrazan, le dicen cosas al oído y siguen su camino, más adelante el acto se repite, otra persona hará lo mismo. Para Silvia estos gestos le demuestran que su hijo era querido, que el apoyo y la solidaridad que la gente le demuestra le ayuda a mantenerse firme en su idea de exigir justicia. Una justicia que dice llegó a exigir en la Fiscalía de Delitos Contra la Vida y en la Dirección Policial de Investigación (DPI), incluso en instancias internacionales, porque de su caso se han hecho cargo los abogados de COFADEH, pero sus preguntas nadie las responde.
Silvia es maestra de español en un colegio de la capital, su rostro es el del cansancio que produce la edad y el trabajo continuo de quienes tienen la responsabilidad de educar. Sus alumnos, explica, llegan desde los barrios marginales de Tegucigalpa. Basta con «tocarlos» para que ellos cuenten sus problemas. «Si son mil alumnos, son mil problemas los que atiendo», cuenta un poco resignada, un poco triste. Cada que termina una frase guarda silencio, bien para pensar lo que viene, bien para reponerse de lo que acaba de decir.
En su camino por la marcha los periodistas se le acercan para que cuente la historia de su hijo, el joven de 37 años que murió sin ejercer su profesión, egresó de la facultad de Ciencias Jurídicas de una universidad privada, porque en la UNAH ya no podía seguir estudiando, no se hubiera graduado explica su madre. Pero estos mismos medios de comunicación no dijeron nada hace tres años. Cuando la noticia de su muerte se publicó en 2016 nadie dio su nombre, el anonimato puede interpretarse como una segunda muerte.
—La gente le dice a uno «la justicia viene del cielo», bueno, si viene del cielo también la estoy esperando.
En tres años Silvia y su familia han exigido justicia, justicia legal, justicia divina, cualquier tipo de justicia, explica. Cuenta que jamás ha ido al psicólogo o al psiquiatra para superar la muerte de su hijo, que es un dolor que no cree que los medicamentos se lo borren.
En su recuerdo, no sólo habita la imagen de aquel ser que nació de ella y que vio crecer, sino el del hombre en que se convirtió. Tomás —cuenta su madre— no creía en las marchas, no creía que caminando se pudiera cambiar algo, de que en las calles estuviera el poder. «Él creía en la lucha armada», cuenta Silvia. Y en esto, madre e hijo tenían diferencias, y discutían, conversaban, Tomás y Silvia no sólo eran unidos por ser madre e hijo sino porque la militancia en las calles luego del Golpe de Estado les cambió la vida a ellos como a muchas familias hondureñas.
El 1 de mayo ha cambiado de significado para Silvia y su familia, porque ahora hace la marcha imaginando los últimos pasos de Tomás, imaginando que cuando llegó al parque central de Tegucigalpa, fue lo último que hizo y vio, antes de ser asesinado.
—Voy a estar exigiendo justicia mientras tenga el último hálito de vida. —Sentencia desde las lágrimas.