Los niños del polvo

En esta cancha todos los niños quieren ser Messi. Las niñas —al menos la única que hoy juega— quieren ser ellas jugando al fútbol.

En La Leona —uno de los barrios históricos de Tegucigalpa, más conocido quizá por sus artistas y fiestas— juegan los niños de La Alambra en una cancha de fútbol que de vecinos tiene una planta eléctrica y un basurero.

Pareciera que en esta cancha se habita en ese territorio gris entre la nostalgia por la infancia y lo salvaje de la vida adulta, y es que no hay nada que un adulto no desee más que volver a ser niño, convencidos quizá de que crecer fue una mala idea. La cancha de tierra y polvo de La Leona durante mucho tiempo estuvo destinada únicamente para aquellos hombres que no le tuvieran miedo a fracasar y aventurarse a lo inhóspito. Sin embargo, los niños han avanzado también en conquistar este campo de fútbol, esta arena donde al mejor estilo romano, quien no sale empolvado nunca jugó.

Es posible que muchas infancias transcurran lentas entre el polvo y los raspones, jugar al fútbol en aquellos lugares donde lo seguro es tropezar siempre con la misma piedra, o caer en el mismo bache. Imaginar jugando que se juega en el mejor estadio del mundo, que sé es el mejor jugador del mundo.

Estos niños, y esta niña, su portera —quien parece ser la única interesada en jugar al fútbol mientras los demás se pelean por quién tira el penal, o quién va con quién— están lejos de las canchas sintéticas donde quizá juegan las verdaderas promesas, el futuro del fútbol hondureño. En esta cancha se juega en estado puro, sin disciplina, sin adiestramiento. La naturaleza de sus victorias no se limitan al gol, o la mejor gambeta elaborada torpeza desde sus pies pequeños, sino en la idea de ser parte de algo superior y colectivo, porque jugar al fútbol siempre fue una actividad de grupo, algo que no podés hacer solo, que necesariamente implica una complicidad.

«Lejos de los fichajes multimillonarios, en una playa sin nombre, alguien patea una pelota o algo que la representa: un bulto de trapo, una lata, una bolsa llena de papeles. Ese gesto transmite un placer inexpresable, el de jugar por jugar.» Lo explicado por Juan Villoro en «Dios es redondo», es la metáfora para quienes juegan desde el anonimato, como estos niños.

En sus camisetas —elaboradas en el mercado negro de la merchandising del fútbol global— de los grandes equipos, no figuran sus nombres sino el de Messi —o según sea el caso, cualquier otro—, esto parece revestirlos de cierta gloria, de cierta magia que los adultos no poseen o perdieron al crecer. Porque si de mayores jugamos al fútbol por dinero, o por salud, o porque intentamos emular la infancia, de niños se juega por placer.

Los niños del polvo y la cancha salvaje conservan lo que no se puede conservar: la ternura de jugar al fútbol sin esperar otra cosa que no sea jugar al fútbol.


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