El mercado Los Dolores, le debe su nombre a la iglesia construida por los mulatos que vivían en el Barrio Abajo de Tegucigalpa en el siglo XVIII. Estos construyeron la catedral de San Miguel Arcángel erigida ante la necesidad de comulgar el cristianismo en una época en donde, debido al intento fallido –explica el historiador Edgar Soriano– de segregación social, la principal iglesia católica del centro histórico de la ciudad, estaba prohibida para ellos, los pardos, apelativo que hacía alusión al color más oscuro de su piel, no eran negros, tampoco indígenas. Los Dolores –narran algunos capitalinos– es el nombre que le dieron en homenaje a los muertos durante la construcción de las dos iglesias, la mitología se construye a través de los años.
Aquí, adentro del mercado, si bien hay una variedad de negocios que van desde puestos de ropa hasta talleres de reparación de electrodomésticos, salones de belleza y salas de vídeojuego, el atractivo principal son los comedores, que en su mayoría superan los 15 años de existencia. Comedores permeados por la gastronomía tradicional hondureña, liderados por mujeres que saben –tienen claro, se debe decir– que la vida no es fácil para ellas.
Poco antes, varias horas antes, cuando el día comienza o cuando el día comienza para la mayoría de los trabajadores del país, estas mujeres suman quizá al menos dos horas de trabajo previo: limpiar –porque a pesar del exigente rigor de limpieza, nadie sabe lo que en la noche sucede con los utensilios, explica Vicky, la responsable de las tortillas en Baleadas Lourdes–, preparar los jugos, cortar las verduras para las sopas, hacer la masa que terminará siendo miles de baleadas a lo largo del día.
–Conquistamos este mercado, dice doña Blanca.
–Hicimos la conquista de este mercado.
Lo que antes eran puestos endebles frente a la iglesia de Los Dolores, ahora son sólidos –aunque estrechos, pequeños– comedores donde trabajan familias enteras. Un ejército de mujeres cocineras ha levantado por más de veinte años un espacio donde se hace homenaje, sin saberlo de repente, a la tradición culinaria del país. Hoy son las madres y las hijas y las cuñadas y las nueras, pero fueron las abuelas, en algunos de los casos, las que fundaron el mercado. Son comedores de tradición, de eso no queda duda.
Si bien, en su mayoría, son negocios familiares, no todos lo son. Vicky, en Baleadas Lourdes, Josseline en Comedor Lilian, y otras, son sólo empleadas.
Doña Lilian no siempre fue la jefa de cuatro mujeres, antes trabajaba para alguien como lo hacen ellas para doña Lilian, era cocinera en otro comedor, ahora tiene el propio y habla desde el orgullo de quien se ha construido una carrera, quien ha forjado un nombre en el hierro de la memoria colectiva. Comedor Lilian comenzó como un puesto de carnes asadas, hoy, su menú, es un abanico de opciones.
–Ser mujer y venir a trabajar aquí es lo más hermoso, y si a mí me gusta lo que hago, me siento bien. Si no vengo ellas me hacen falta. Doña Lilian dice esto y señala a sus empleadas, que limpian, que ordenan, que cortan las verduras para la sopa de mañana.
Hacia principios del siglo XX -quizá- en el norte del país hubo uno de los avances más significativos en la gastronomía hondureña: la baleada. Ahora, la baleada casi puede ser cualquier cosa que venga envuelta en una tortilla de harina de trigo, pero no siempre fue así, se sabe –nadie explica cómo pero se sabe– que la baleada inició en los campos bananeros del litoral atlántico hondureño, siendo esa tortilla de harina de trigo con frijoles fritos en manteca de cerdo y queso rallado. Hoy, la baleada ha derivado en infinitas versiones. En Los Dolores, Vicky, hace una de las versiones más populares de la baleada: «la big mama», apodada así por Big Momma, una mujer negra enorme interpretada por Martin Lawrence en Big Momma’s House del año 2000.
Vicky no sabe cuál es el origen de la palabra baleada, en sus once años de experiencia –ocho de ellos trabajados en Baleadas Lourdes– no se ha enterado. Y se ríe con cierta pena infantil, cuando se le pregunta si lo sabe, y dice que no.
Doña Blanca corta cebollas y zanahorias, sentada frente a la vitrina que mantiene caliente las carnes en su comedor. Corta las verduras con la mesura que el más terrenal de los placeres implica, preparar las condiciones para el encurtido que acompañará las carnes para sus clientes. Asar la carne para comérnosla fue quizá lo primero que hicimos como humanidad cuando conocimos el fuego, cuando por alguna casualidad –causalidad de por medio– la humanidad se topó con la aquel evento que no sólo le proporcionaba calor, también modificó la alimentación: poner la carne sobre las fogatas mientras conversaban y comérsela luego, y seguir conversando, moldeó también nuestro pensamiento: supimos entonces que el fuego era bueno, que la carne asada era mejor, sabía mejor, que la carne cruda, dejamos de ser animales salvajes y comenzamos el largo camino hacia la autodomesticación. Doña Blanca no lo percibe, sus clientes lo ignoran, pero en ella habita ese instinto primigenio, asar la carne como lo hicieron los primeros hombres, las primeras mujeres.
La vida puede pensarse desde lo sencillo, desde las pequeñas cosas. Nos suele gustar la idea de que es en los detalles donde encontramos la vida. En Los Dolores, las mujeres que cocinan, pertenecen a otro terreno: al imaginario de lo gastronómico, que lejos del idilio folklórico, es uno mayoritariamente femenino. Hemos entendido, mal entendido, que un chef es intelectualmente superior a una cocinera. Aquí radica un patrón de la división sexual del trabajo culinario, asignando la labor intelectual de la cocina a los hombres, y a las mujeres la postergación de su reconocimiento. No nos hemos pensado necesariamente desde la resignificación el aporte de la mujer, de las mujeres, a la conservación de la historia gastronómica hondureña. En 2004, el Centro de Derechos de la Mujer, reveló mediante una investigación que las mujeres superan en porcentaje a los hombres en las áreas de servicios (11.6%) y alimentos (5.3%).
Blanca Reyes, de Comedor Blanquita, es una mujer que lleva treinta años trabajando como cocinera. Para ella ser una mujer cocinera es realizar una labor pesada, sentimiento que se extiende a las mujeres de los demás puestos dentro del mercado Los Dolores, donde cada una de ellas entiende su trabajo desde un esfuerzo que se hace con dedicación y orgullo, pero que se entiende desde la dureza que realizarlo implica. En su mayoría, los comedores comienzan labores desde las seis de la mañana y se extienden hasta las seis de la tarde, cuando con el anochecer queda únicamente cerrar el puesto, volver a sus hogares, ser mujeres en ellos y volver al día siguiente.
Puede parecer increíble que lo –aparentemente, sutilmente– invisible se haga visible, que no entendamos las cosas obvias, por obvias que sean: que estas mujeres encargadas de alimentar todos los días a tantas personas cuantas quepan, apretadas, en sus comedores chiquititos, estas mujeres trabajadoras del todo poderoso dios del hambre que sacian cuando atienden a sus clientes, si vuelven, o cuando vuelven, a sus hogares, no regresan para descansar, o tomarse una cerveza, o tomarse una cerveza y descansar, porque ni en uno ni en otro lado, escapan a su condición de mujeres trabajadoras. Su condición de mujeres pobres que ha determinado sus alegrías pero sobre todo, como es en la mayoría de los casos, sus tristezas.
Puede que haya aquellos que piensen que ellas son la postal del folklore nacional, que son la estampa curiosa, el plano perfecto para promover la hondureñidad. Puede que haya ciegos. Aun así, Las Dolores, están ahí, todos los días del año
1 comentario en “Las Dolores”
Una pieza tan bellamente escrita y fotografiada, todas las mujeres hondureñas que trabajan en El mercado Los Dolores tienen todo mi respeto.
Me dan ganas de saltar en un avión para probar una baleada «La big mama»