Desplazadas y retornadas a la desesperanza

Texto: Fernando Silva

Foto: Martín Cálix

«Esperanza» y sus dos hijas salen de su barrio en Tegucigalpa con una pequeña cartera llena de recetas médicas y algunos lempiras para ir a comprar al mercado, pero antes tienen que enfrentarse al cuestionamiento de los miembros de la Mara Salvatrucha, quienes dan la autorización sobre quién entra o sale de su territorio. Tienen que responder ante aquellos que con amenazas provocaron hace 4 años que abandonaran su casa y huyeran hacia Estados Unidos. Hoy son migrantes retornadas y piensan en volver a aventurarse hacia «el sueño americano».

«Esperanza» habla despacio, como queriendo encontrar las palabras precisas que expliquen sus pensamientos; su piel y la de sus hijas se ve marcada por la pobreza, son pálidas y demacradas.

Las hijas de «Esperanza» tienen 10 y 15 años, ambas se enfrentan a una realidad de violencia en el país donde sólo entre 2014 y 2016 aproximadamente 2,300 menores de 23 años fueron víctimas de muertes violentas, según datos de la organización no gubernamental Casa Alianza.

Ante éste y otros factores, un estimado de 35 mil hondureños solicitaron asilo en el extranjero durante 2017, de acuerdo al recuento estadístico del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Un dato que ha incrementado en un 53% durante el periodo presidencial del nacionalista Juan Orlando Hernández, mismo periodo en el que el Plan Alianza para la Prosperidad para el Triángulo Norte se puso en marcha con la esperanza de reducir el flujo migratorio hacia el país del norte.

Diversos sectores de la sociedad aseguran que la migración es un negocio estatal que está lejos de acabar. De ese negocio «Esperanza» y sus hijas parecen no darse cuenta, ellas sólo quieren vivir en un lugar distinto, mejor si acaso, lejos de la violencia de las maras que amenazan con violar a la mayor de sus hijas.

Inseguridad absoluta

Los mareros en el barrio de «Esperanza» les piden a los vecinos un vaso con agua como señal de confianza para luego obligarles a guardar paquetes de droga en sus casas. «Esperanza» les dio el vaso con agua, pero se negó ante esta exigencia y entonces los mareros amenazaron con quemar la casa en la que vive con sus dos hijas. «Hasta el momento, gracias a Dios no lo han hecho» dice con resignación.

Después de estas amenazas, «Esperanza» –de unos 50 o 55 años– decidió emprender, junto a sus dos hijas menores, el mismo camino de sus otros 7 hijos que ya habían abandonado el país por el peligro de las maras.

–Yo desarrollé en la frontera. –dice Ana, la de 15 años.

Se acercaban a Piedras Negra, ubicada justo en la frontera con Estados Unidos cuando sintió su primera menstruación. Allí, Ana fue capturada junto con 100 personas más, la separaron de su madre y luego fueron deportadas al infierno que les esperaba a su regreso en Honduras.

La separación de niños, y de niñas, migrantes como sus padres en la frontera entre México con Estados Unidos ha causado gran impacto mundial en las últimas semanas, pero no es una angustia nueva para los que cruzan la frontera y sus desiertos. La Red Jesuita con Migrantes estima que en 2016 un total de 40,522 menores fueron detenidos en México de los cuales un 42% viajaban sólo en búsqueda de llegar al otro lado de la frontera para reunirse con sus padres y madres.

Entre mayo y junio de 2018, en el marco de la política «Tolerancia Cero» del gobierno de Donald Trump, un aproximado de 2,300 menores que viajaban junto a sus padres fueron detenidos y separados en la frontera. Los niños fueron encerrados en jaulas y tratados de forma inhumana, lo cual desató una serie de reclamos internacionales y finalmente resultó en la cancelación de esta orden.

Después de que se frenaran estas acciones, diversos sectores del oficialismo en Honduras expresaron su agradecimiento al Presidente Juan Orlando Hernández, por el supuesto papel trascendental que tuvo para que esta situación se detuviera. Ante esta afirmación Guadalupe Ruelas, director de Casa Alianza, dice que «es un mal chiste decir que Juan Orlando Hernández fue decisivo para echar atrás la medida».

Ruelas, quien desde 2013 dirige esta organización dedicada a rescatar menores en riesgo social, ha cuestionado siempre que la desintegración familiar sea el factor que el gobierno presente como causa principal de la migración infantil apuntando que el modelo político y económico que nuestros países siguen es una fábrica de migración irregular.

«Yo no vi ningún pronunciamiento del gobierno antes de que Trump echara atrás esta orden. Sí escuché un trabajo de relaciones públicas por parte de los medios de comunicación para decir que había sido trabajo del Presidente», afirma Ruelas, mientras se toma un café en su oficina, ubicada cerca del mercado de Comayagüela donde otros niños caminan descalzos a sabiendas de que en Casa Alianza tienen un lugar de puertas abiertas al cual acudir, ¿o no lo saben?, sin embargo rondan los alrededores con sus botes de resistol que inhalan debajo de sus camisetas intentando esconder lo evidente.

Según Ruelas estos menores viven en comunidades pobres donde generalmente hay violencia por lo que no les queda otra que huir. Según el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH) un total de 1,400 hondureños salieron de sus hogares debido a amenazas de muerte, extorsiones y reclutamiento de pandillas.

«Querían que les prestara a mi hija para ir a dejar unos paquetes pero yo les dije que si no me decían qué era, yo no iba a estar de acuerdo», dice «Esperanza» quien antes de aventurarse a Estados Unidos recibió amenazas de los pandilleros que le aseguraron que «cueste lo que cueste» su hija iba a trabajar para ellos. Huir fue su única opción.

Según Ruelas hay más menores huyendo que entrando en la violencia, pero ya que el gobierno actúa en función de las creencias ha decidido militarizar y no solucionar la problemática, que «no va hacia descubrir la cura del alzhéimer», sino hacia construir escuelas y hogares dignos para que se pueda vivir y no se recurra a la violencia.

«Esperanza» y sus dos hijas viven en el mismo barrio en el que eran amenazadas hace 4 años y sólo cuentan con una casa que el patronato les prestó. «Me quería ir para poder construir mi casita», dice, frotándose las manos y colocando la vista en el techo como imaginando un futuro quizá inalcanzable. Hace poco emprendieron un negocio de venta de tajadas de plátano pero tuvieron que cerrar ante la extorsión de los mismos que ya la han amenazado.

Guadalupe Ruelas director de Casa Alianza La organización que dirige Ruelas atiende a niños y niñas que atraviesan situaciones de violencia y abandono muchos de ellos son desplazados desde sus lugares de origen en búsqueda de mejores oportunidades intentan llegar a los Estados Unidos una situación que en la mayoría de las ocasiones termina exponiendo a otros contextos de violencia a los niños Foto Martín Cálix

Economía perversa que termina en desgracia

«Lucía» es una joven de 16 años, llena de energía y amabilidad. Actualmente vive en un refugio en Tegucigalpa, pero a los 3 años tuvo que acompañar a su madre en dirección a Guatemala, quien se fue en búsqueda de una mejor oportunidad de trabajo que le permitiera poder ampliar su negocio de duplicado de productos deportivos, zapatos básicamente. En Honduras no encontraban la forma de salir adelante. Por eso se fueron.

Su madre dejó atrás a toda su familia en Honduras y formó una nueva con un guatemalteco. Este hombre –cuenta «Lucía»– a medida que crecía, abusaba de ella. «Mi padrastro me tocaba, pero mi mamá no me creía», dice, y cuenta que ahora cursa el noveno grado como haciendo que no dijo lo que dijo, baja la cabeza, la vuelve a subir, encoge de hombros y continúa narrando su vida, su corta vida.

«Ella me golpeaba, parecía que se desquitaba la furia conmigo», continúa. Es así cómo un día después de una golpiza tuvo que ir sola al hospital. En este centro asistencial le enviaron hacia una casa hogar y finalmente llegó hasta El Hogar Seguro Virgen de la Asunción de Guatemala donde hace más de un año, 41 niñas fallecieron víctimas de un incendio. «Lucía» las conocía a todas.

«Yo estaba en el salón del par y las escuchaba gritar, ellas siempre hacían mucho relajo pero no había razón para dejarlas encerradas en esa bodega. Ninguna de las monitoras apareció para abrirles», recuerda entre lágrimas al recordar a sus compañeras.

56 niñas fueron encerradas en un cuarto llamado la «Clase de Pedagogía» y que medía siete metros por seis metros. Este encierro –y de alguna manera– se genera un incendio en el que murieron 41 de las menores y sobrevivieron otras 15 con amputaciones en su cuerpo, algunas con sus rostros quemados.

Después de estos hechos «Lucía» fue repatriada por la embajada hondureña en Guatemala, y fue enviada a una casa hogar en Choloma de donde escapó al tercer mes por el trato que recibía. Como pudo, echando a andar una especie de ruleta de la suerte, la joven regresó a Guatemala con su madre, pero el círculo de la violencia en la que vivía se volvió a repetir y decidió escapar de regreso a Honduras. «Yo tenía mucho miedo, lo que había escuchado es que es el país más violento del mundo pues», cuenta la joven con cierto acento guatemalteco que parece haber ido perdiendo con los meses.

«Lucía» acababa de cumplir 16 años y a pesar del temor, emprendió su viaje gracias a la complicidad de la empresa de buses que le cobró 1,500 lempiras (unos 62 dólares) para pasarla por la frontera de Corinto siendo menor de edad. Relata con voz entrecortada que «al llegar a un punto nos dijeron que teníamos que bajar del bus a mí y tres niñas más, íbamos con tres hombres que eran como coyotes, pero luego nos desvían y nos piden el dinero».

«Luego me dice que me voy a tener que esforzar para poder cruzar la frontera y que si grito no me va a ayudar». «Lucía» fue violada en la frontera y espera un bebé como resultado de ser abusada, ahora se pregunta qué será de sus sueños y aspiraciones, abandonada por su familia en un país que no conoce del todo.

Ruelas –quien le ha dado refugio en Casa Alianza– afirma que el discurso oficial dice que la violencia es generada por los hijos pobres de familias desintegradas pero que es irónico que la política de empleo de este país sea «poner una maquila en el Valle de Sula para que las madres solteras de los alrededores vayan a trabajar en condiciones precarias y dejando a sus hijos». Las opciones de trabajo en Honduras son precarias y han obligado a que las madres decidan entre arriesgarse a pasar por múltiples peligros en la frontera o conseguir un trabajo que las explote, que le paga menos del salario mínimo y que les ajuste apenas para sobrevivir.

Además, Centroamérica carece de políticas y voluntad para proteger la niñez, el caso del Hogar Seguro en Guatemala se puede repetir en Honduras y en El Salvador.

Por otro lado, Ismael Zepeda, del Foro Social para la Deuda Externa en Honduras (FOSDEH), asegura que el gobierno ejecuta una «política económica perversa» al no implementar acciones que realmente eviten la migración. «El trasfondo oscuro es que el Estado no quiere que el hondureño se separe completamente del país porque si pasa esto no seguirán entrando remesas», afirma.

Las causas de la migración se presentan como infinitas. Los casos de «Lucía» y el de «Esperanza» y sus hijas, parecen intuir una calle sin salida en la que la violencia jamás les abandona donde sea que vayan, como si estuvieran marcados ella los reclama más temprano que tarde.

Lucía tiene cuatro meses de embarazo Un embarazo producto de una violación mientras intentaba regresar a Honduras un país que no conocía desde Guatemala huyendo de la violencia de su hogar Buscaba mejores oportunidades para su futuro buscaba estudiar ahora vive en una casa hogar un refugio para niños y adolescentes donde siente que ya no encaja debido a su embarazo FotoMartín Cálix

Planes fracasados

«Lo que le han dicho a la sociedad es que cuando alguien migra lo violan o se une a pandillas», afirma Ruelas. También explica que estas son campañas de miedo que han provocado la estigmatización del migrante.

Uno de los últimos tweets de Ana García, Primera Dama de Honduras, confirma esta declaración: «Mediten la decisión, no se expongan a tantos peligros, no gasten sus recursos pagando a coyotes, los pueden dejar botados en el camino e incluso quitarle la vida a sus hijos. Al llegar a EEUU no está garantizado se queden, muchas familias serán deportadas», dice la publicación de la Primera Dama de Honduras, quien parece ignorar por completo la realidad por la que las familias huyen del país.

Según el director de Casa Alianza «le pasan la culpa a los padres y coyotes, mientras que el gobierno sólo es la buena persona que le dice a la gente que no migre porque le va a ir mal. No dicen cómo el gobierno ha fallado y van a buscar una solución». Los gobernantes no parece que comprendan que los hondureños no se van, los echan.

La respuesta del gobierno hondureño ante esta situación ha estado lejos de resultar efectiva. Según un informe de logros del gobierno de Hernández, sólo para el programa Vida Mejor entre 2014 y 2017 se invirtieron 800 millones de lempiras, además, se está destinando el 35% del fondo de las municipalidades y 4,500 millones de lo recaudado en el impuesto sobre la venta. Sin embargo, este gasto parece no ser efectivo, ya que según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) la pobreza en Honduras incrementó en un 3.1% durante 2017, pasando a un total de 68.8% de pobres en el país.

Para Ismael Zepeda –economista y analista del FOSDEH– los migrantes han asumido la verdadera responsabilidad de brindar educación, salud y bienestar que le corresponde a un Estado que parece ineficiente.

Esta ineficiencia también ha sido demostrada ante Estados Unidos quien ha visto que Honduras, Guatemala y El Salvador son incapaces de detener por sí solos la oleada de migrantes que buscan mejores oportunidades en el país del norte. Debido a esta situación en 2015 se pone en marcha el Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte (PAP). Un triángulo que según Ruelas, es una categoría militarista que invisibiliza a la región.

El Plan de la Alianza para la Prosperidad es el resultado de una propuesta conjunta entre El Salvador, Guatemala y Honduras, y que tiene la intención de abordar los problemas estructurales que conducen a la diáspora de  niños no acompañados a los Estados Unidos. La propuesta fue elaborada inicialmente por los tres gobiernos centroamericanos con la colaboración del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Según Ludmila García, representante de la pastoral social Cáritas de Honduras, «estos programas no llegan a la raíz del problema y siempre representan paliativos. Además endeudan más al país».

Los fondos que el Congreso Estadounidense destinó al PAP en 2017 representaron 655 millones de dólares para los tres países dentro del plan, de los cuales el 46% son destinados a la Iniciativa de Seguridad de la Región de América Central (CARSI). Este programa, que nace de la Iniciativa Mérida, según la organización de derechos humanos Council on Hemispheric Affairs, ha sido ampliamente criticada «por militarizar la seguridad y usar mecanismos de cooperación multilaterales poco transparentes y que dan resultados perjudiciales».

«No hay resultados comprobables de la efectividad de este programa, en realidad, en el aumento de la migración se refleja todo lo contrario» afirma Ismael Zepeda.

Para recibir estos fondos los países tienen que poner una contraparte que en 2017 representó para Honduras más de 945 millones de dólares a cambio de 110 millones de dólares que son administrados por la cooperación estadounidense en el país.

Las principales líneas estratégicas de la Alianza para la Prosperidad enfatizan la promoción de proyectos de infraestructura y la inversión extranjera. En Honduras se traduce en políticas militaristas para ofrecer seguridad.

«Esperanza» se pregunta qué es seguridad, porque en su barrio no se conoce. «Solo estamos esperando que terminen la escuela para poder irnos otra vez», dice con la plena convicción de una madre que está dispuesta a arriesgarlo todo, todas las veces que sea necesario para salvar a sus hijas de la violencia, o del infierno, o de un país para el que son invisibles.

Nota: Se han cambiado los nombres de las sobrevivientes por su seguridad.

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Sobre
Fernando Silva, es periodista de investigación. Su trabajo se enfoca en cubrir temas de corrupción, estructuras de poder, extractivismo, desplazamiento forzado y migración. También es realizador audiovisual y ha trabajado desde hace media decada en ese ambito con organizaciones que defienden derechos humanos e instituciones de desarrollo en el país. En 2019 egresó del Curso de Periodismo de Investigación de la Universidad de Columbia y ese mismo año fue parte de Transnacionales de la Fe, que en 2020 ganó el premio Ortega y Gasset a mejor investigación periodística otorgado por diario El País de España. Es fellow de la International Women Media Foundation (IWMF).
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