- De niño el súper héroe que yo quería ser era Mazinger Z –no Koji Kabuto, sino el robot–. Y cada que el intro de la serie japonesa salía disparado de aquel televisor en blanco y negro que mi madre había comprado a plazo con su incipiente salario de enfermera poco después de que yo naciera, corría para tomar un palo seco que me había conseguido –quién sabe cómo y quién sabe dónde– y siempre tenía a mano para poder blandirlo, creyendo que era la espada de Mazinger. Entonces le preguntaba a mi madre que cuándo íbamos a tener nosotros una piscina en el patio de casa porque yo imaginaba que debajo de esa piscina imaginaria podría emerger como el robot japonés y salir a combatir monstruos como los de la serie.
- Hoy ha muerto Tom Petty. Ese hombre que rompió la estratosfera con Mary Jane’s last dance, lo ha hecho de nuevo, ahora con su muerte. Nació en el octubre de 1950, siete años más tarde: el 4 de octubre de 1957 los soviéticos ponían en órbita el primer satélite no tripulado, el Sputnik 1. Tom Petty and the Heartbreakers –su eterna banda– publica su primer álbum en octubre de 1979: Damn the Torpedoes. Como muestra de aquello de que «nada es coincidencia», o quizá de que Petty era el Sputnik del rock, es octubre de 2017 el mes que recordaremos como la estación en la que Tom Petty asciende a la eternidad. Cuarenta años de rocanrolear duro y prologado estallan en la memoria. La música de mi infancia rondó siempre entre los videos de canal 6 a las diez de la mañana –y que Maritza, la joven que mi madre convenció de cuidarnos a mi hermano y a mí, sintonizaba para asear la casa– y la radio siempre sintonizada en FM Fama o Súper 100. La sinestesia que llegaba es algo que se descubre como una anomalía de la vida. Eso que algunas personas brillantes disfrutan cuando desarrollan sus procesos creativos. Yo no seré jamás ni la mitad de genial que muchas de estas personas, por lo que me apena que la música produzca en mí una sinestesia cuyas intenciones ahora sospecho menos que antes. Runnin’ down a dream era una de esas canciones que producían dicho efecto en mí. Su video en formato de cartoon, en blanco y negro, pero de lo que yo no me di cuenta hasta muchos años después, cuando el acceso al internet desde una pantalla a color me permitió enterarme que algunos videos de mi infancia siempre estuvieron en blanco y negro, y que la fidelidad de mi televisor era más que asombrosa para reproducirlos. Hoy ha muerto el sombrero del rock. Desbordó siempre en genialidad. Ahora que sé de su muerte pienso que quizá esa falla fulminante en su corazón haya sido una bola de color amarillo en medio de un sobresalto de la sinestesia provocada por haber encontrado una nueva forma de tocar la guitarra.
- En mi familia el fútbol no fue nunca cuestión de tradición, mucho menos se le trató como en la mayoría de las familias futboleras: esa religión que hace del domingo la razón para sobrevivir a la idea de la llegada infame del lunes. Básicamente fue esa displicencia en la unidad familiar por la que cada quien eligió según dictara su corazón el color del que iba a vestir sus sufrimientos dominicales. Es por eso que le voy al Marathón con estoicismo. De la época en la que mi infancia transcurría entre la casa de mi madre y las casas de mis abuelas recuerdo al tío Marel. Lo recuerdo como el hincha más fiel que pude llegar a conocer. Su corazón rojo le iba al Club Deportivo Vida. Semanalmente regalaba insultos y maldiciones sólo entendibles desde los límites futboleros. Esa catarsis inmaculada que hace del hincha de fútbol una obra de arte de la contemporaneidad. Prefería escuchar los partidos desde un viejo radio Sony de vigilante, jamás los veía en televisión. Ensimismado en la narración disparada desde su AM su corazón latía al ritmo del vaivén del CD Vida. El Vida, siempre fue un equipo de media tabla, de triunfos escasos, de sufridos desenlaces, siempre al borde del descenso, siempre a punto de acabar como una triste estrella solitaria que lejana en el firmamento un día explota y de la que sólo veríamos –siglos después– su tímida luz apagándose. El tío Marel murió de un ataque al corazón –provocado quizá por su tabaquismo– y al Vida le pasó algo similar, finalmente terminó despidiéndose de la primera división de la liga nacional –una despedida que se venía fraguando hacía años–. Jamás nadie en mi familia volvió a vestir los colores del equipo ceibeño.
- Por alguna razón, siempre terminamos hablando de la infancia. Con mis amigos –que a medida envejezco son menos– cualquier excusa es perfecta para contar una anécdota en la que avergonzamos o rebozamos de ternura al niño que fuimos. En mi caso, siempre me sirve el recurso infalible de utilizar a mi abuela Eloísa como personaje central de un lugar que recompongo cada vez con mayor dificultad. Recuerdo cosas, sí. Y digo cosas, sí, pero según mi necesidad. De la infancia, recuerdo siempre a mi abuela, y después de ella todo lo demás. Por ejemplo, que cada domingo intentaba resolver la cábala de la lotería del tal Zavaleta ése que aparecía publicada entre los clasificados dominicales. A mitad de mañana parecía que ella lo tenía todo resuelto. Entonces a mi primo Alejandro y a mí –que éramos los mayores de sus nietos– nos encomendaba la misión de ir a la calle siguiente a la nuestra y comprar para ella cincuenta lempiras de lotería apuntada al travesti del que nunca recordaré su nombre. Para el niño de doce años que era entonces, hacer aquello era una tortura. Sus clientes se amotinaban en el largo pasillo donde él les recibía. Al final de la larga fila una mesita y él sentado como señor feudal, peluca rubia de Marilyn Monroe, camisas playeras hawuaianas y los labios rojos, era como estar en una película de Almodóvar. Yo le daba los cincuenta lempiras, y él nos agarraba el rostro y nos lo apretaba, nos decía siempre algo como si le estuviera hablando a un bebé de meses de nacido. Entonces salíamos con el encargo de la abuela, limpiándonos los rostros, jurándonos jamás volver. Hasta que al domingo siguiente escuchábamos nuestros nombres pronunciados por la voz de dios, que fuéramos por los números y una coca medio.