Leo y releo un poema de Rolando, que al igual que él, es la metáfora de lo anónimo. Lo que quiero decir, es que el poeta y el poema son anónimos en igualdad de condiciones, por si no se había entendido. Suelo enredarme. El poema que leo es uno de la contemplación, de aquello que sólo podemos imaginar desde las fronteras de la ficción. Como Honduras, como la idea de la patria, o de alguna vez ganar la copa del mundo –sí, he vuelto a hablar de fútbol, cuando de lo que quiero hablar es de la poesía–. Todas esas cosas se nos son conferidas por obra y gracia de la señora ficción.
Hace algún tiempo ya de aquel post de Gustavo Campos en facebook donde hacía cita de un poema de Kattán, que arrastró comentarios infames. Como si facebook fuera el recinto de la moral y la salvaguarda de la estética literaria catracha, en aquella ocasión, un poeta joven diría de Rolando que es un escritor mediocre, y es allí cuando comenzás a perder la fe, no porque él creyera que Kattán fuera un escritor mediocre, sino, porque como suele hacerse, los que sólo veíamos ir y venir el bombardeo sobre el post –como cuando Estados Unidos bombardea Siria– nos quedamos esperando argumentos que nos convencieran de lo que decía. Qué hacer en ese caso sino fumar y tomar café, agarrarse la quijada como Vallejo en aquella foto en donde se le ve triste, profundamente triste, y hablar de gatos, ofcórs.
Como decía al inicio, leo y releo un poema de Rolando Kattán, un poema de la contemplación. Porque qué poesía se puede escribir en la hondura del territorio en el que vivimos, si ya hemos perdido casi todas las batallas, incluso, aquella en donde nuestra capacidad de ser niños, y de asombrarnos con la belleza de lo cotidiano nos confería las alas de una libélula.
En Honduras se escribe para poner una lápida a aquello que no es nuestro, importa poco la ternura con la que han sido construidos los triunfos ajenos. Somos los enterradores de la belleza. Pero no soportamos cargar con las consecuencias de ello. Preferimos evadir las responsabilidades de afrontar lo que hemos dicho, lo que hemos escrito. Nadie se salva, de este hoyo nadie sale, porque somos espirales que nos arrastramos unos a otros, como condenados a repetir una y otra vez los errores que ya hemos cometido diez, diez mil veces.
Leo un poema de Rolando que transcurre en la lectura de un libro imaginario. Porque imaginar es todo lo que podemos. Imaginar parece ser todo lo que sabemos. Por ejemplo, podríamos imaginar en este momento que yo no escribí todo esto, que ustedes –si acaso están allí– no leyeron nunca que dije lo aquí escrito. Pero imaginarlo no le da menos veracidad a los hechos. Porque, qué son los hechos sino aquellas cosas que hacemos para justificar nuestra existencia.
Es por eso que leo. Muy a pesar de que un amigo poeta me dijera –entre risas– que me han engañado, leo porque leer es redentor. Lo creo. Si no fuera por nuestros espasmos de brutalidad, el acto de leer casi nos salva.
Pero ése tampoco es el punto. El punto, si acaso existe, es que leo y releo un poema de Kattán, que transcurre en la lectura de un libro imaginario.
Imagino entonces que quien lee soy yo.