Cristina y Josiris en Honduras, el país al que regresó la desaparición forzada

El Ministerio Público ha recibido al menos 221 denuncias de desapariciones forzadas por agentes del Estado en los últimos seis años, una cifra superior a la registrada durante toda la década de los 80. Durante el gobierno de Xiomara Castro la media mensual de este delito es superior a la de JOH. Los habitantes de colonias dominadas por las pandillas afirman que existe un subregistro en medio del terror y la desconfianza hacia las autoridades. Hasta el momento la impunidad de los casos como el Cristina y Josiris, es del 100%.

Texto: Fernando Silva
Fotografías: Fernando Destephen y archivo CC
Portada: Catherine Calderón

—¿Quién es la dueña del bar? —preguntó uno de los policías, que iba encapuchado. 

Minutos antes habían irrumpido por la puerta que daba a la cocina del bar Flamingo, de las hermanas Portillo. Josiris logró distinguirlos por los detalles de su uniforme: eran oficiales de la Dirección Policial Anti Maras y Pandillas Contra el Crimen Organizado (Dipampco), una de las unidades élite de la Policía Nacional de Honduras. El agente encapuchado le dijo que aquello era un cateo, y Josiris lo creyó, porque estaba acostumbrada a los cateos frecuentes en la colonia Brisas del Valle del sector Rivera Hernández, que en ese entonces era controlada por la pandilla Vatos Locos de San Pedro Sula, ciudad que hace diez años era considerada uno de los lugares más peligrosos del planeta. Josiris respondió que ella era la dueña, pero a unos pasos también estaba su hermana, que también alzó la voz.

—Yo soy —respondió también Cristina, mujer trans y líder comunitaria en la colonia.

—Entonces llevátelo a él también, a Jairo —ordenó el agente a sus compañeros, desconociendo la identidad de género de Cristina.

—Cuando mencionaron el nombre legal de Cristina, me asusté. Nadie conoce ese nombre, a menos que sean policías y tengan acceso a esos datos —cuenta Josiris.

A Cristina la subieron a una camioneta Ford Escape blanca. Y desde entonces su hermana ya nunca más supo de su paradero. 

El caso de Cristina es uno de 108 casos de desaparición forzada registrados durante los primeros 29 meses del gobierno de Xiomara Castro. Por mes 3.9 casos , una tendencia ligeramente superior a la que registraron las autoridades en los últimos 36 meses del segundo gobierno de Juan Orlando Hernández: 113 casos entre enero de 2019 y la primera quincena de enero de 2022. El fenómeno no respeta colores partidistas y en las comunidades, denuncian las víctimas, se vive «como en la década de los ochenta». 

En los últimos seis años, los casos de desaparición forzada, delito en el que agentes del Estado son señalados por privar de libertad y desaparecer a civiles, han superado la cifra histórica de 184 casos que Honduras registró en la década de 1979 a 1989. Y mientras el nuevo gobierno celebra la baja de los homicidios como resultado de los logros del Estado de excepción lanzado a finales de 2023, en comunidades como las de las hermanas Portillo, la sombra de los agentes del Estado desapareciendo a hondureños se pasea con fuerza mientras decenas de familiares temen denunciar y aquellos que denuncian ven cómo los casos quedan en la impunidad.  

Aquella noche del 24 de noviembre de 2023, los primeros dos clientes del Flamingo llegaron temprano, entre las seis y seis y treinta, y pasaron la noche entre tragos y cervezas afuera del bar. Uno de ellos, Joshua, le insistía a Josiris que entrara al negocio, pero ella decidió quedarse afuera. Tiempo después, Josiris se pregunta si la insistencia de ese joven tenía que ver con lo que pasaría unas horas después.

Cristina, de 28 años, también es dueña de un salón de belleza. Esa noche llegó tarde, a las diez, justo cuando estaban por comenzar las horas de mayor afluencia en el bar. Llegó, saludó y subió junto a su hermana y los dos clientes al bar. Estando en el negocio, apenas unos minutos después, Cristina le pidió un bote con agua a su hermana. Ese fue el último intercambio de palabras que tuvieron. Media hora más tarde, Josiris vería por última vez a Cristina. Desde entonces, Josiris exige al Estado que le responda por Cristina.

—Me fijé de pies a cabeza —recuerda Josiris—. Vi que una de las armas tenía el escudo de la policía. La indumentaria era policial: pantalón caqui, camisa polo negra, pero llevaban cubremangas. Dos se quedaron afuera con Cristina y los clientes; los otros dos me llevaron adentro. Empezaron a registrar todo y, cuando intenté acercarme a mi hermana, me agarraron de las manos y me preguntaron que dónde estaba la droga.

No había droga, y aquella escena fue la culminación de toda una serie de abusos que las hermanas soportaban para poder operar su negocio. La condición mediante la cual el bar Flamingo funcionaba como una burbuja de convivencia en medio de las constantes disputas territoriales y la violencia, era un trato que Cristina había negociado con agentes locales de la policía nacional. Les pagaba por protección, no solo con dinero, sino, a veces, con alcohol. En la Rivera Hernández, el deber de la policía de proteger a la población no es suficiente; hay que pagar por ese derecho. Por eso, cuando los agentes preguntaron por droga, Josiris no se alarmó. Pensó que solo estaban buscando una excusa para extorsionarlas, esperando que, a cambio de dejarlas en paz, les ofrecieran algún soborno más. Nunca imaginó una desaparición forzada.

La pesadilla que arrancó aquella noche apenas comenzaba para ella, y la aparición recurrente de aquella Ford Escape blanca ha perseguido a Josiris como un fantasma, como un recordatorio constante de lo que desaparece en la oscuridad a manos de agentes del Estado —que deberían proteger a los ciudadanos— y ya no regresa. 

Los agentes de la Dipampco le ordenaron a Josiris que se dirigiera a las oficinas policiales ubicadas cerca del Estadio Morazán, en San Pedro Sula, la ciudad industrial de Honduras. Le dijeron que ahí llevarían a los detenidos de esa noche, y que retendrían el celular que les habían confiscado. Les tomaron fotos a dos clientes que estaban en el bar Flamingo, Miguel y Joshua. A Joshua lo identificaron y también lo arrestaron.

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En la Rivera Hernández nadie ve fantasmas, al menos no de los que aparecen en las historias de terror. En este sector del norte de Honduras, las leyendas sobrenaturales han quedado obsoletas, pero las familias dan testimonio de seres, en su mayoría sin rostro, encapuchados, que al caer la noche siembran pesadillas interminables. Dicen que desde la llegada del gobierno de Xiomara Castro, uno que prometió una policía diferente a la que existió por décadas en el país, el acoso y el miedo ha empeorado. 

Con la entrada en vigor del régimen de excepción, Honduras registró una baja en los homicidios en 2023, con una tasa de 34.5 por cada 100 mil habitantes, según el Observatorio Nacional de la Violencia, de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH). Hasta septiembre de 2024, la misma institución pronostica una baja de ocho puntos al finalizar el año. Pero la reducción en esa estadística de la violencia contrasta con la de las desapariciones forzadas, que avanza en Honduras como una tormenta perfecta. Los datos de denuncias recibidos por el MP indican que de diciembre de 2022 a julio de 2024, desde el inicio del estado de excepción, se han registrado 62 denuncias de desapariciones forzadas. El 57.4 % del total. Durante toda la administración de Xiomara Castro, el total asciende a 108 casos.

Estos números recuerdan a otros tiempos oscuros en la historia de Honduras. Entre 1979 y 1989, cuando  Centroamérica vivía revoluciones y guerras civiles, en Honduras, que no tuvo conflicto armado, se registró la tortura, asesinato y desaparición forzada de 184 personas a manos de agentes de seguridad del Estado, según un informe del Comisionado Nacional de Derechos Humanos. Aunque desde el inicio de la era democrática Honduras ha sido uno de los países más violentos del mundo, la desaparición forzada se veía como un fenómeno del pasado y ni siquiera se contabilizaban, como tampoco se contabilizaban los casos de desapariciones por violencia común, de las pandillas o del crimen organizado. 

Contracorriente y Redacción Regional solicitaron al Ministerio Público hondureño información sobre los casos de desapariciones y desapariciones forzadas ocurridos en el país entre 2014 y 2024. El primer fenómeno, atribuible a la violencia de las pandillas y el crimen organizado, registra 6,124 desaparecidos en esa década. El segundo, atribuible a agentes de los cuerpos de seguridad del Estado, resalta porque llegan a los 221 casos. Entre estos, se incluyen los incidentes registrados desde el inicio del mandato de Castro, que abarcan incidencias en 14 departamentos y 37 municipios. Tela y San Pedro Sula son las ciudades más afectadas, con 22 y 16 desapariciones forzadas, respectivamente. 

En San Pedro Sula, aunque las denuncias de desapariciones forzadas disminuyeron de 22 en 2021 a 15 entre diciembre de 2023 y julio de 2024, en Tela aumentaron drásticamente, pasando de 1 en 2021 a 15 casos en el contexto de las medidas excepcionales de seguridad. Sin embargo, estas cifras no son más que el preámbulo de una problemática que es todavía más escandalosa de lo que ya muestran los datos oficiales. Expertos en seguridad, relatos de familiares y testigos de otras desapariciones forzadas no reportadas y ocurridas en barrios y colonias de San Pedro Sula, junto a la apreciación de un funcionario del Ministerio Público, indican la posibilidad de un subregistro de desapariciones forzadas ejecutadas por fuerzas de seguridad del Estado.

Los familiares de las personas desaparecidas en San Pedro Sula denuncian cuando se sienten en confianza, sin atreverse a decirlo en voz alta, que en sus comunidades algunos miembros de la policía trabajan para las pandillas. Pero decirlo formalmente ante las autoridades puede implicar amenazas, o incluso la muerte. Por esto, estos casos no son cuantificados. Por otro lado, las pocas personas que se atreven a denunciar públicamente o ante las instancias gubernamentales terminan perseguidas, y en ocasiones desplazadas por las amenazas.

Los datos del Ministerio Público y las denuncias de estas personas que han vivido la violencia en sus comunidades exponen que el estado de excepción —denunciado también por propiciar abusos a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad del Estado— no ha cumplido con el objetivo de erradicar las dinámicas de la violencia.

Para familias como la de Josiris, las han empeorado. Y las amenazas no acaban con la desaparición forzada.

El Comité LGBTIQ del Valle de Sula, junto a Josiris, hermana de Cristina Portillo, realizaron un plantón frente al Centro Integrado de Trabajo InterInstitucional (CEIN) para exigir respuestas de las autoridades. San Pedro Sula, diciembre de 2023. Foto: Archivo CC.

La noche en que Cristina fue detenida, Josiris inició una frenética búsqueda nocturna de su hermana. En ese momento la posibilidad de no volverla a ver no había cruzado por su cabeza, y la urgencia era por los múltiples abusos a los que son sometidas las personas de la diversidad cuando son arrestadas. También temía porque dos años antes, su hermana había recibido amenazas de muerte por ser activista del Partido Nacional en ese sector.

—Fui a buscarla por todos lados, toda esa noche y madrugada, pero no había rastro —relata Josiris—. A eso de las tres de la mañana, ya habíamos descartado que había sido un arresto.

Con esa sospecha, Josiris fue a poner la denuncia a la primera estación de la Policía en San Pedro Sula; sin embargo, no querían tomar el registro porque le imponían decir que eran delincuentes vestidos de policías. 

—Yo les dije que no, que eran policías. Yo soy abogada y sé que son policías. Entonces me dijeron: «Antes de poner la denuncia, mejor vaya a la morgue». Ahí me descontrolé.

Entre el llanto y el nerviosismo, la única estrategia que se le ocurrió contra la indiferencia fue hacer un escándalo. Tras gritar y llorar, al fin un superior dio la orden de tomarle declaración, pero Jorisis notó algo extraño en el proceso.

—La muchacha que me tomó la declaración me dijo: «Voy a escribir todo tal cual usted me lo contó», pero después, cuando vi la denuncia, el juez había ordenado que se clasificara como «robo con violencia», por el celular que me habían quitado, y porque los agentes intentaron tocarme. Pero la oficial, de alguna manera, incluyó también en letras pequeñas «privación de libertad».

La madrugada del domingo 25 de noviembre, Josiris continuó su búsqueda en un ida y vuelta, mientras que tanto la policía local en la Rivera Hernández como agentes de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) la ignoraron. Finalmente regresó a la casa de Cristina, donde también estaba el salón de belleza, para descansar. Esa noche los perros de Cristina ladraron sin control, y un Honda Civic gris desconocido se estacionó por varias horas frente al lugar.

La mañana del domingo, sin haber podido dormir mucho, Josiris se dio cuenta de que no tenía ni su documento de identidad ni su licencia de conducir, por lo que decidió ir a buscarlos al bar donde todo ocurrió.

—Cuando vamos al bar, abrimos todo normal, pero lo primero que noté fue que habían arrancado todas las cámaras —cuenta Josiris, recordando la escena—, y me fijé que también se llevaron los routers y cables, porque realmente ahí es donde está la información.

Sin saber qué hacer, Josiris regresó a la DPI e intentó poner una nueva denuncia. 

—A todo esto, yo me había quedado con el celular de Cristina. Ella se lo había dado a uno de los niños que salió de su casa cuando fue el operativo, y yo sabía que por eso me estaban buscando. Yo sabía que en ese momento Cristina seguía viva —explica. 

Desesperada, Josiris intentó que le tomaran otra denuncia en la DPI, mencionando que se habían llevado las cámaras del bar, pero la respuesta fue negativa. Finalmente, los oficiales accedieron a hacer un operativo de búsqueda, pero Josiris cree que fue falso, solo para que ella dejara de insistir.

Resignada, sin documentos e ignorada nuevamente por las autoridades, Josiris regresó a la Rivera Hernández. Cerca de las siete de la noche, en camino hacia la casa de Cristina, recibió una llamada de un número desconocido. Al contestar, una voz masculina le preguntó:

—¿Es la hermana de Cristina?

—Sí, ¿quién habla? —respondió Josiris.

—Soy el mejor amigo de Cristina, ¿está en su casa?

—Sí, sí, aquí estoy —respondió Josiris, mintiendo.

—Venga, salga, Cristina ya apareció, está en la primera estación de la policía.

Josiris sintió desconfianza, pero el hombre mencionó a un conocido de Cristina, lo que le hizo pensar que podría ser legítimo. Justo en ese momento, vio pasar una Ford Escape blanca y algo en su interior le gritó que esa era la misma camioneta que se había llevado a su hermana.

«¡Esa es la camioneta!», se dijo, mientras la seguía, segura de que se dirigían hacia la casa de Cristina.

Josiris cortó la llamada y decidió dar algunas vueltas en el barrio antes de aproximarse a la casa de Cristina. Al llegar, confirmó que el vehículo que le daba seguimiento se había estacionado enfrente. El reloj marcaba las 7:30 de la noche cuando Josiris entendió que ahora el objetivo era ella.

Por seguridad, Josiris y su familia vivieron un tiempo fuera de su casa. Días después de ese fin de semana en el que agentes del Estado ejecutaron la desaparición de Cristina, le enviaron un mensaje pidiéndole 300 mil lempiras (unos 12 mil dólares) a cambio de devolverle a su hermana. La amenazaron con que si no enviaba el dinero, se la entregarían por partes, y adjuntaron algunas fotos que ella misma había entregado a la policía para la búsqueda. Sin embargo, tras este mensaje, no hubo más comunicaciones para organizar la entrega, lo que la llevó a creer que solo estaban intimidándola y que, además, quienes llamaron estaban confabulados con la policía.

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Josiris no ha parado de buscar a su hermana. Comenzó a buscarla desde el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y continúa buscándola casi un año después. En su colonia, ella también se ha convertido en una defensora de derechos humanos. Hasta agosto de este año, Josiris había registrado sistemáticamente en un cuaderno 140 casos de desapariciones forzadas en la Rivera Hernández, entre mujeres, hombres y menores. De esos casos, estima que solo tres o cuatro han sido denunciados oficialmente.

Los registros de Josiris coinciden con la cantidad desbordada de testimonios de desapariciones ejecutadas por fuerzas de seguridad del Estado en la Rivera Hernández. En ese sector pocos quieren hablar, pero todos y todas conocen a alguien que desapareció o que estuvo en riesgo y tuvo que huir.

Ese es el caso de Josué*, un joven entrenador de fútbol. Nos cuenta su historia bajo la sombra de un árbol, el mismo donde en su infancia recuerda haber visto la cabeza de una mujer que fue decapitada por desconocidos. En 2022, uno de sus asistentes, que vivía en una zona controlada por una pandilla rival, fue acosado por personas que se identificaron como policías, tras recibir una advertencia de la pandilla de que no podía cruzar al área donde se realizaban los entrenamientos.

Esas personas se habían presentado como policías, y Josué explica que intentó averiguar sobre lo que estaba pasando con abogados que conocía, para saber si él o su compañero tenían una orden de captura, pero no había nada en el sistema. Estaban limpios.

El tiempo pasó, y Josué siguió entrenando a sus alumnos de la escuela de fútbol, pero un día un carro sin placas se estacionó frente a la cancha. Lo mandaron a llamar y le preguntaron por su asistente. Eran un hombre y una mujer vestidos de policías en un carro que no era una patrulla policial.

—Me dijeron que lo estaban buscando por algo, y yo les respondí que él ya no venía por aquí —explica.

Su conocido huyó de la zona. Nunca más lo ha vuelto a ver. Pero en la Rivera Hernández hay más historias.

Doña Antonia*, por ejemplo, conoce muchas de ellas. Ella es profesora en otro sector de la colonia. Ha defendido a jóvenes que se involucran a las pandillas, para rescatarlos, y asegura haber perdido la cuenta de las veces en las que las familias la han llamado a mitad de la noche para decirle que no encuentran a sus hijos, como también de las veces en las que ella también ha emprendido búsquedas frenéticas para intentar encontrarlos. Antonia conoce el sufrimiento de las familias de aquellos que desaparecen por causa de las pandillas. Pero también conoce la otra cara de la moneda. De la policía, dice, es lo último en lo que se puede confiar.

—El dicho es que los policías se venden a ellos (las pandillas); eso es lo que se sabe en el sector —remarca Antonia.

Un camión sale del Centro Regional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, cargando un ataúd. San Pedro Sula, octubre de 2024. Foto CC/ Fernando Destephen.

En julio de 2024, Antonia enfrentó una nueva búsqueda, esta vez de Andrés*, un joven de 17 años con quien era muy cercana y que, asegura, no era parte de ninguna pandilla.

 —Claro que nos da miedo buscar, y es que yo hasta a mucho me enfrento, y eso me dice mi esposo, pero es un ser humano, y es un niño que yo lo amo aunque ya no lo veo, y cuando lo recuerdo lo que hago es llorar, porque me pregunto: ¿Dios mío, qué fue lo que hicieron con este cipote? —cuenta, con la voz quebrada por la impotencia.

La última vez que vio a Andrés fue en el parque central de la Rivera Hernández, un lugar controlado a la mitad por la MS-13 y la otra por Los Tercereños. Frente al parque también se ubica la principal posta policial del sector, la cual, dice Antonia, no sirve para nada, de la misma forma que, según dice, no sirve el estado de excepción impuesto por la presidenta Castro y el Consejo Nacional de Defensa y Seguridad.

Antonia lleva toda su vida viviendo en la Rivera Hernández, y por eso hace una comparación con el pasado. Dice que el único tiempo que recuerda en el que se ejecutaron tantas desapariciones en ese sector fue en los infames años ochenta.

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Entre 2011 y 2014, San Pedro Sula se hizo famosa por una tasa de muertes por cada 100 mil habitantes que la posicionó como la ciudad más violenta del mundo. Ya no lo es más, pero sigue apareciendo en los rankings de urbes más violentas del planeta. En 2023, por ejemplo, se colocó en el puesto 42 de ciudades con mayor tasa de homicidios, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal de México.

La guerra por el control territorial entre pandillas y el dominio de la distribución de drogas han sido factores clave en el impacto catastrófico de la violencia en esta zona del país. Sin embargo, en 2024, los vecinos de barrios y colonias señalan que algunas dinámicas han cambiado. Los ajustes de cuentas y asesinatos ya no se cometen en los mismos territorios; ahora las víctimas son trasladadas a otras zonas para ser ejecutadas o desaparecidas, y enterradas en cementerios clandestinos. Así, las estructuras criminales evitan «calentar el territorio» y la intervención de fuerzas de seguridad.

Familiares de otros desaparecidos, como el caso de Cristina y Josiris, también señalan a las fuerzas de seguridad del Estado por cometer violaciones a los derechos humanos en el marco de las atribuciones que se les dieron con el estado de excepción, mientras que las autoridades atribuyen estos abusos a los mismos pandilleros que supuestamente usan indumentaria policial. 

Ahora, San Pedro Sula, la ciudad más importante de Honduras en términos económicos, es el segundo municipio del país con mayor número de denuncias por desaparición forzada desde el inicio del actual gobierno, y el primero, junto con Tela, desde el inicio del estado de excepción en diciembre de 2022.

En sectores como la Rivera Hernández hay muchas pandillas disputándose los territorios, lo que genera dinámicas en las que fuerzas de seguridad del Estado terminan involucradas, según Leonardo Pineda, investigador en temáticas de seguridad ciudadana y políticas públicas. Pineda ha trabajado el tema desde hace ocho años en diversos barrios violentos del norte del país, como representante de la organización Juventud Siglo Veintiuno, y como investigador social, elaborando informes para organismos de cooperación nacional e internacional.

—Sí hay desapariciones forzadas, o por lo menos eso es lo que la gente presume que está pasando —explica Pineda, quien se basa en los testimonios de las personas a las que ha entrevistado para sus investigaciones, tanto en el sector de la Rivera Hernández como en otros barrios y colonias de San Pedro Sula. 

Sin embargo, Pineda también asegura que es muy difícil para las víctimas o testigos diferenciar entre los perpetradores, pues no pueden distinguir si quienes ejecutan estas desapariciones son pandilleros o miembros de la policía o alguna fuerza especial, ya que visten de manera similar y utilizan vehículos iguales. Sin embargo, señala que es responsabilidad del Estado implementar mecanismos para que sus fuerzas de seguridad puedan ser plenamente identificadas, combatiendo así el miedo y la desconfianza que estos hechos generan.

Para este investigador, sin embargo, el problema no solo radica en que las pandillas utilizan la indumentaria policial, sino en que la misma Policía Nacional y la Dipampco colaboran con estas estructuras criminales.

—Están coludidos, trabajan en conjunto —asegura Pineda—. La otra vez le pedí a un pastor que participara de una reunión con policías, y me dijo que no, que no se sentaba con ellos.

Un tiempo atrás, ese pastor recibió a un joven de Choloma que estaba en riesgo de ser asesinado por pandilleros. Según el pastor, el joven no pertenecía a ninguna estructura criminal; lo acogió en el templo, donde durmió y vivió durante un mes y medio hasta que, un día, salió a comprar a la «trucha». Al día siguiente, llegó una patrulla de la Policía Nacional al territorio de la MS-13, y los agentes con uniformes de la policía le dijeron al pastor: «Vos tenés aquí a un mierdocho (miembro de la pandilla 18) y lo tenés que entregar».

Los policías usaban jerga de pandilleros. El pastor, al estar acostumbrado al lenguaje de la zona, reconoció que no era el típico lenguaje policial, y no tuvo otra opción más que entregarlo, y no volvió a ver al joven. Luego, el jefe de la pandilla en la zona lo llamó y le advirtió que si volvía a meter a un «mierdocho» en su territorio, él también desaparecería.

Leonardo Pineda, investigador social de la zona norte, atiende una entrevista de Contracorriente. San Pedro Sula, octubre de 2024. Foto CC/ Fernando Destephen.

La incapacidad de distinguir entre miembros del crimen organizado y policías, sumada a la colaboración activa de algunos agentes con las estructuras criminales, hace que, en la mayoría de los casos, tras la desaparición de una persona perpetrada por aparentes agentes de seguridad del Estado las víctimas no denuncien por miedo. Quienes, en su desesperación, se atreven a hacerlo, pronto se dan cuenta de que no debieron haberlo hecho. 

—¿A quién le vas a poner la denuncia si los mismos policías de la posta llegan a sacarte de tu casa? —cuestiona Pineda—. ¿Para qué voy a ir yo a la estación si, a los quince minutos de denunciar, tengo a la misma persona que me amenazó tocando la puerta de mi casa?

La policía no genera confianza, ya que, si la denuncia no se filtra, de todas formas no hay respuesta por parte de las autoridades. «Entonces, como dicen ellos, mejor ver, oír y callar», concluye Pineda.

Sobre los procesos de investigación en casos de desaparición forzada, la abogada Nadia Mejía, integrante del Equipo Jurídico por los Derechos Humanos (EJDH), explica que el Estado no sabe cómo manejar los casos y no tiene operadores de justicia preparados para darles el debido trámite.

—También el tema de las redes de poder que quizá hay entre el Ministerio Público y la Policía Nacional provoca la obstrucción para el avance de estas investigaciones —concluye la abogada.

La desaparición forzada ha regresado de tal manera que tras la visita del Comité contra la Desaparición Forzada de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), esa instancia emitió una resolución en la que requirió la acción urgente del Estado de Honduras para que adopte todas las medidas necesarias con el fin de buscar y localizar a Angie Peña, una joven de 22 años que desapareció en enero de 2022, tras salir al mar en una moto acuática en el municipio de Roatán, Islas de la Bahía.

La abogada Nadia también ha estado involucrada en el litigio de este caso y señala que, a pesar de su notoriedad, los operadores de justicia no saben cómo proceder. Relata que, cuando empezaron a involucrarse, ni siquiera los abogados que representaban a la familia de Angie habían logrado acceder al expediente.

Nadia también destaca un problema de fondo en la legislación.

—Las desapariciones forzadas no son un delito, no están categorizadas y solo aparecen dentro de los delitos de lesa humanidad —explica.

Sobre las medidas tomadas por el gobierno en el marco del estado de excepción, Nadia es crítica, y apunta que como política para combatir la inseguridad en el país y el crimen organizado «ha sido absurdo».

—Estas acciones, que ya han sido implementadas por gobiernos anteriores, han sido medidas rígidas violatorias de derechos humanos y no dan ningún resultado. Más bien han aumentado los femicidios, ha aumentado la desaparición forzada, ha aumentado el crimen organizado, y la delincuencia común.

Finalmente, cuestiona la masiva presencia de fuerzas de seguridad bajo el estado de excepción, señalando que lejos de brindar protección, generan inseguridad a la población debido a sus antecedentes de vínculos con el crimen organizado.

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La unidad para investigar todas las desapariciones forzadas en Honduras, las del pasado y del presente, está ubicada en la Fiscalía Especial de Derechos Humanos, dentro de las instalaciones principales del Ministerio Público, en Tegucigalpa, la capital del país. El espacio de la unidad, en realidad, consiste en dos cubículos pequeños donde trabajan dos fiscales jóvenes. Las abogadas se muestran accesibles a hablar conmigo, pero al mismo tiempo su semblante es implacable. 

Las fiscales me reciben en una pequeña sala de reuniones. Las dos se vuelven a ver, sorprendidas, cuando les presento las cifras que me proporcionó el mismo Ministerio Público para el que trabajan. Aunque su labor es esclarecer estos casos, es la primera vez que escuchan que, desde 2022, se han reportado 108 denuncias de desapariciones forzadas en todo el país.

No creen en la cifra y dicen que, en total, son seis investigaciones las que se encuentran activas en su unidad. Algunos de los casos, aseguran, fueron abiertos hace décadas. Pedimos explicaciones al Ministerio Público, pero no hubo respuesta, y solo hay una posible conclusión: las denuncias por desaparición forzada que llegan a las diversas oficinas del MP en todo el país, y que recopila la División de Planificación Estratégica y Gestión de la Calidad, no están llegando hasta la unidad que debe investigarlas.

Según los datos enviados por esta institución, los tres departamentos con mayor número de desapariciones forzadas son Cortés con 30, Atlantida con 25, y Yoro con 9. 

A 1.7 kilómetros de distancia, en su pequeña oficina de relaciones públicas del Ministerio Público en San Pedro Sula, Elvis Guzmán, vocero de la institución, explica que la «cifra negra», es decir, los casos que no son denunciados, puede que incluso sea mucho mayor al registro oficial que recogen las diferentes instancias de la fiscalía. 

—Muchos casos no son denunciados por temor, ya que viven en zonas de alto riesgo dominadas por maras y pandillas, y prefieren callar para evitar amenazas de muerte o ser desplazados, y no tienen los recursos económicos para alquilar una casa en otro sitio seguro —explica Guzmán.

Guzmán también menciona los hallazgos de cementerios clandestinos que ha anunciado la Secretaría de Seguridad, particularmente en la colonia Lomas del Carmen de la Rivera Hernández. Los informes del Ministerio Público hasta la fecha mencionan 14 osamentas encontradas, pero Guzmán comenta que «se cree» que pueden ser cien personas las que fueron enterradas en ese lugar.

De nuevo, los cientos de desaparecidos víctimas de la violencia de las pandillas y el crimen organizado se cruzan con los casos que han incrementado, en los que agentes del Estado también son señalados como los perpetradores. 

—Para este tipo de investigaciones se necesita mucha logística, como personal capacitado y tecnología para acceder a terrenos de difícil acceso, lo cual no siempre está disponible —prosigue Guzmán—. El Ministerio Público hace lo que puede con los recursos disponibles, pero la carga de trabajo es alta, y los investigadores tienen cientos de casos pendientes.

Sobre la falta de confianza que existe hacia las autoridades, Guzmán dice que es entendible, y se relaciona con lo que la gente ve y escucha en las noticias: que algunos agentes están vinculados con estas estructuras criminales, y que hay agentes policiales capturados por cometer hechos ilícitos.

El 13 de agosto de 2024, la Secretaría de Seguridad anunció mediante un comunicado la ejecución de 10 órdenes de captura contra otros tantos miembros activos de la carrera policial, por suponerlos responsables de los delitos de allanamiento, robo con violencia e intimidación, privación ilegal de la libertad, tortura y asociación para delinquir. En el comunicado aseguraron querer «la transparencia en las investigaciones y esclarecer los procedimientos policiales en los cuales se denuncian a miembros de la carrera policial».

Consultado sobre las denuncias contra agentes de la policía que desaparecen personas, como el caso de Josiris, el subcomisionado de policía y jefe regional de la DPI, César Ruiz, señala que en la mayoría de los casos los perpetradores son delincuentes vestidos de policías, aunque no niega que «se han dado ese tipo de actividades». 

Desde su fría y amplia oficina en San Pedro Sula, Ruiz asegura que el nivel de efectividad de la policía en Honduras es igual al del FBI en Estados Unidos, e insiste en que algunas denuncias de desapariciones, según él, están más relacionadas con conflictos familiares o personas que «escapan» de sus hogares, o con los malos pasos de los que desaparecen.

—Cuando desaparece una persona o muere, todos somos buenos. Nadie se pregunta en qué andaba metida la persona. Nada pasa solo porque sí… Hay casos donde nos damos cuenta de que alguien se dedicaba a la venta de drogas, y el grupo delictivo lo «levantó» porque no querían que vendiera en su territorio.

Ruiz también cita a Rubén Blades, «Ligia está contenta y su familia está asfixiá», generalizando sobre los casos de desapariciones en los que jóvenes «escapan» con sus novios. Finalmente, hace hincapié sobre el uso que la pandilla MS-13 hace de indumentaria policial para sus operaciones.

César Ruiz, subcomisionado de policía y jefe regional de la Dirección Policial de Investigación (DPI) en la zona norte del país, asumió el cargo en febrero de 2024. San Pedro Sula, octubre de 2024. Foto CC/Fernando Destephen.

La utilización de indumentaria policial por parte de las estructuras del crimen organizado es otra de las respuestas que dan las autoridades para explicar las denuncias contra los agentes del Estado. En julio de 2024, Gustavo Sánchez, titular de la Secretaría de Seguridad, anunció que se cambiaría el uniforme de la Dipampco, afirmando que «las estructuras criminales se están aprovechando del uso de ese uniforme». A la fecha, se desconoce si ha habido una investigación que explique cómo es que acaban los uniformes oficiales en manos de delincuentes. 

Daniel Cáceres, director del Observatorio Nacional de Derechos Humanos del Comisionado Nacional de Derechos Humanos (Conadeh), enfatiza que, independientemente de si los perpetradores pertenecen al crimen organizado o al Estado, el hecho de utilizar indumentaria de las fuerzas de seguridad atribuye la responsabilidad directamente al Estado.

—El Estado sigue argumentando sobre el tráfico de uniformes y no ha propuesto soluciones concretas —dice Cáceres—. Conocen esta dificultad desde mucho antes del estado de excepción, e igual tienen la responsabilidad también de fiscalizar cualquier acto, en este caso, el tráfico de uniformes.

Además, Cáceres asegura que el estado de excepción «genera elementos» que pueden propiciar la desaparición forzada, pero a la fecha el observatorio del Conadeh solamente cuenta un caso de desaparición forzada en el marco de esa política estatal: el de Cristina Portillo.

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Casi un año después de la desaparición de su hermana, Josiris sigue haciéndose preguntas, buscando respuestas en las conjeturas. Ella cree que los acuerdos de protección que mantenía Cristina con agentes de la Policía Nacional podrían explicar su desaparición. Ella teme que los policías llegaron a pensar que Cristina podría haber tenido información que afectara o favoreciera a las pandillas en su disputa por el control de los territorios, y esa sospecha fue lo que pudo provocar que la buscaran las fuerzas de seguridad del Estado al servicio de las estructuras criminales. Casi un año después de la desaparición de Cristina, el control de la zona donde se ubicaban su casa y el bar Flamingo pasó al control de la MS-13. 

Ahora Josiris, que se siente en grave y constante peligro, no espera encontrar a su hermana viva.

—Es algo que me ha costado asimilar, pero lo que más espero de este mal gobierno es que mínimo me entreguen los restos para yo poder enterrar con dignidad —dice entre lágrimas—. Perdí a mi hermana, perdí a mi familia, y hoy no encuentro trabajo ni amigos, porque todo el mundo tiene miedo de acercarse. Yo sigo recibiendo amenazas, cada vez que hago un movimiento, cada vez que me paro en el Ministerio Público… Si fueran mareros los que me quisieran matar, ya me hubieran matado. Me hubieran sacado de mi casa…

Josiris ahora anhela que le devuelvan los restos de Cristina para poder darle un entierro digno. Luego piensa en reactivar el salón de belleza de Cristina, para respetar su sueño de que siempre estuviera operando. Josiris también sueña con crear una fundación para ayudar a quienes buscan a sus familiares con asistencia legal y psicológica. 

—Siempre le digo a mi otra hermana: «arreglémonos bien», porque eso es lo que quisiera Cristina. Siempre con la cabeza en alto, porque no vamos a darles el gusto de vernos destruidas.

*Los nombres de Antonia, Josué y Andrés fueron cambiados por razones de seguridad.

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Sobre
Fernando Silva, es periodista de investigación. Su trabajo se enfoca en cubrir temas de corrupción, estructuras de poder, extractivismo, desplazamiento forzado y migración. También es realizador audiovisual y ha trabajado desde hace media decada en ese ambito con organizaciones que defienden derechos humanos e instituciones de desarrollo en el país. En 2019 egresó del Curso de Periodismo de Investigación de la Universidad de Columbia y ese mismo año fue parte de Transnacionales de la Fe, que en 2020 ganó el premio Ortega y Gasset a mejor investigación periodística otorgado por diario El País de España. Es fellow de la International Women Media Foundation (IWMF).
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