Leer en el espejo

 Texto: Alejandro Carrasco
Ilustración: Pixabay

La noche antes de morir, Álvaro me escribió al WhatsApp: «No pude terminar el cuento».

Le contesté que lo habláramos en persona. En un rato me juntaría con él en la esquina. Me apresuré a cambiarme. 

Llegué a la esquina ansioso por fumar (él siempre traía los cigarros) y por saber qué le impidió concluir la lectura del texto. 

Al cabo de unos minutos, lo vi al otro lado de la calle y lo saludé. Me indicó con su mano que cruzara. Negué con la cabeza. Señalando mi reloj le intenté recordar que el bus llegaría en cualquier momento. Entonces Álvaro, confundido y algo molesto, se dispuso a cruzar y fue ahí, cuando supe lo que iba suceder, que grité –o creí gritar–, pero antes de que mi grito saliera, un camión ya lo había atropellado. 

Pese a moverme donde Álvaro, una parte de mí quedó paralizada en el lugar, en el instante. Y no hay nada que pueda hacer al respecto.

De más está decir que lo lloré. Su muerte supuso, como es costumbre en estos casos, una reconsideración de la vida.

Pero sería deshonesto decir que, en todo el proceso de hablar con la Policía de Tránsito, de explicar a los familiares y amigos lo sucedido, de asistir al velatorio y entierro, en todo ese tiempo, la duda del porqué Álvaro no terminó el cuento, no me molestó. Estuvo cada segundo, irritándome sin tregua. 

No sé cuánto hay que esperar para ir a la casa de tu amigo muerto y preguntarle a la mamá si puedo tomar uno de sus libros. Yo lo hice al segundo día. Usé la excusa de visitarla para ver cómo está. La mamá de Álvaro me recibió con ojos enrojecidos y el pelo desgreñado. 

–Qué tal doña Olga, ¿cómo está? 

–Pues allí, Alejandrito, en la lucha.

Me invitó a pasar y me ofreció café. Mientras tanto, pensaba en alguna manera de referirme al asunto primordial de la visita. La taza vino a mí temblando. Tomé un sorbo y dí una rápida mirada al estante de libros adyacente al televisor. No estaba. 

–¿Está bueno el café?

–Si, doña Olga, muchas gracias.

Como toda la casa, sabía a calamidad. Y así sabría todo para doña Olga. Las navidades, los cumpleaños, las visitas. 

Se me ocurrió algo:

–Doña Olga, no quiero ser inoportuno, pero me gustaría entrar al cuarto de Álvaro, ya sabe, para recordar cuando jugábamos con los Legos. ¿Se acuerda?

Se quedó en silencio. 

No hay nada que comunique de manera más eficaz que una persona murió como el aspecto del cuarto donde dormía. La cama hecha, sin ropa abultada, olor a detergente sabor canela, y los libros ordenados. Solo había uno fuera de la repisa, estaba en su escritorio: Memorias del futuro de Alfie Ackerman.

–Qué lástima que no lo pudo terminar. 

–Sí lo hizo, la mañana en que… 

El teléfono nos libró de aquel silencio. Examiné la contraportada al tiempo que doña Olga contestaba en la cocina. El cuento es corto y, según había dicho Álvaro, atrayente. Por eso le pedí que me lo prestara al terminarlo. Lo tomé y me dirigí a la cocina. Doña Olga lloraba en el auricular.

–Gracias por llamar, y Dios lo bendiga a usted también. –Se dejó caer en la silla del desayunador.

–Era el conductor del camión, la culpa no lo deja dormir –. Miró hacia abajo y se agarró el cabello –. Pero eso es lo peor, sabe Alejandrito, que Álvaro tuvo la culpa. Solo él. 

Y era cierto pero, más era el daño que me infligía pensando en eso. Solo Dios sabe por qué se le ocurrió cruzar viendo hacia el lado contrario de donde venían los autos. Entre los compañeros del grupo se dedujo que iba tarde, y eso me exasperó, porque yo le apuré con mi reloj de pulsera. 

Esperé a que doña Olga dejara de llorar para pedirle permiso de llevarme el libro. 

–Lléveselo, ojalá llegué a estar la mitad de feliz que estuvo Álvaro cuando lo terminó. 

Cuando comencé a hojearlo, lo primero que me pregunté fue cómo diablos Álvaro siquiera comenzó a leerlo. No se entendía nada. Álvaro no mencionó que estaba en otro idioma ni recuerdo que él fuera bilingüe. Aunque algo de esas letras me era familiar. Me pregunto si así leen los disléxicos. Pasé las hojas y me topé con algo más consternante: las dos últimas hojas estaban impresas en español. ¿Será que Álvaro, en lugar de no poder terminar el cuento, no había logrado comenzarlo? Corroboré en mi WhatsApp: 

–No pude terminar el cuento –escribió.

De todas maneras, como consuelo y aunque no le entendiera, me dispuse a leer el final. 

Al pie de la última página encontré un apunte, en letras pequeñas: «El final se lee en un espejo». Entonces comprendí. Temblando, corrí al baño y coloqué la página frente al espejo. Allí estaba: el indescifrable lenguaje del que se componía la mayor parte del cuento. No era otra lengua, era un error de edición, quizá. Un detalle simple, pero descubrirlo con ayuda de Álvaro me resultó singular, raro: revelador.

Me desvelé leyendo el espejo. La imagen era surreal y la anécdota valía para contarla apenas llegue a la universidad. Cuando desperté, tomé mi celular y en un arranque de emoción escribí al WhatsApp de Álvaro para agradecerle: «Cuentazo, me alegra saber que pudiste terminarlo. Gracias por la indicación». Las dos flechitas del WhatsAppaparecieron: se azularon. Mi corazón se detuvo unos segundos y mi estómago se inflamó. Seguro es su mamá que aún conserva el celular y que lo carga todos los días, pensé. Salí de casa con náuseas y mareo. Miré el WhatsApp una vez más y leí: «En línea». Pobre doña Olga. 

Acercándome a la esquina, mi corazón no solo se detuvo sino que ahora se abría paso por mi garganta. Ese tipo con mochila y fumando al otro lado de la calle no podía ser Álvaro, aunque el parecido era delirante. Me saludó. Lo ignoré. Me señaló la parada de buses. ¿En qué momento la cambiaron de esquina? Ni modo, debo cruzar y, además, debo desechar de mi mente lo imposible. Me digo que ese no es Álvaro, ese gritándome cuidado, ese que se acerca para auxiliarme después del golpe ensordecedor que me suspendió por los aires. Pero lo es.

Lo observo, a él, a la parada de buses, a él corriendo a salvarme, a los autos yendo por la vía contraria. Y en el último aliento, me observo en el retrovisor del camión que me atropelló, auxiliando a Álvaro, Álvaro que fallecía otra vez, y entendí que estábamos condenados a no poder salvarnos, a morir y a vernos morir, por leer en el espejo.

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Sobre
Alejandro Carrasco (Tegucigalpa, 1992), escritor, estudiante de Comunicación de la Universidad Católica de Honduras, y redactor en un medio digital. Obtuvo Mención Honorífica en el Concurso de Cuentos Inéditos Rafael Heliodoro Valle de El Heraldo en el 2019, y también ha publicado cuentos en La Tribuna. Además, participó en el Taller virtual de Creación Literaria de Centroamérica Cuenta con el escritor Sergio Ramírez en el 2020, y en dos talleres de narrativa breve organizados por el escritor hondureño Luis Lezama Bárcenas.
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