El bicentenario de la inviabilidad

Actualmente, tres de las cinco repúblicas de Centroamérica son autocracias, otra es una cleptocracia autoritaria y solo una es democracia. Cuatro son países con altos niveles de pobreza y desigualdad que expulsan a grandes grupos de población de su territorio. Las élites políticas y empresariales de esos países financian la política con dinero proveniente de la corrupción y del narcotráfico. Son sociedades impunes y violentas. Nada de lo anterior cuestiona su independencia porque esta no prometió algo diferente, más que dudar de la independencia, doscientos años después de lo que se duda es de la viabilidad de estas repúblicas.

Por Otto Argueta


No hay duda de que las antiguas provincias de la Capitanía General de Guatemala se independizaron de la administración colonial. Lo hicieron a través de una declaración firmada en la ciudad de Guatemala el 15 de septiembre de 1821, y fue ratificada por el resto de provincias el siguiente año. Esa decisión marcó el rumbo de las siguientes décadas que estuvieron plagadas de guerras, conflictos internos e inestabilidad política y económica. Fue el período en que los Estados buscaron centralizar el poder político y definir una forma de gobierno para controlar el territorio, su población y recursos. De los conflictos regionales se pasó a los conflictos internos durante el siglo XX, un período que terminó con otra declaración: la de la democracia, que al igual que la independencia, no se duda que exista, pero sí que sea viable.

¿Son viables las repúblicas centroamericanas? Doscientos años de vida independiente no son nada en la larga duración de la historia. Cuando se recorre la trayectoria de los países, culturas, Estados o civilizaciones, lo que se encuentra es un constante cambio que ocurre en períodos a veces mucho más largos que doscientos años o bien mucho más cortos. Civilizaciones nacen y desaparecen; imperios emergen, dominan y caen; Estados se unen, dividen y vuelven a unir. Todo esto ocurre con episodios de guerras largas y cortas, espaciadas o en seguidilla que son destructivas, pero también motores de cambio en las sociedades.

A la conmemoración de la independencia se atribuyen diferentes sentidos. El oficial, que se difunde en las escuelas y medios de comunicación, rememora una gesta heroica, en donde unos próceres tomaron decisiones que llenan de orgullo lo que somos, repúblicas independientes. Se expresan en símbolos patrios, himnos, discursos y un nacionalismo que se exacerba durante el mes patrio y que solamente se compara a los momentos en que el equipo de fútbol nacional participa en las eliminatorias del campeonato mundial. La nación es, como la definió Benedict Anderson, una comunidad imaginada, un conjunto de símbolos que se crean con la clara intención de unificar a un conglomerado de personas en un territorio determinado. Los símbolos son poderosos y crean una identidad compartida que poco tiene que ver con las condiciones materiales de vida, con la situación real de los sistemas políticos, los conflictos y las expectativas de las personas. Pero esa identidad nacional nos hace sentir diferentes de los «otros», únicos y orgullosos de ser lo que somos y cómo lo somos. La identidad nacional es muy importante en la política porque moviliza a las personas, por ejemplo, cuando hay un conflicto armado (real o potencial) teniendo a los ejércitos como los máximos héroes del sacrificio patrio y el ejemplo a seguir. También es útil para un gobernante que busca aumentar su legitimidad y alude al «nosotros» que acepta y entrega todo por la patria y «los otros» que suelen ser disidencias del régimen de turno. 

Otro sentido atribuido a la conmemoración de la independencia es el que la niega, el que considera que estos países no son independientes y que, al contrario, el lastre colonial continúa y es una de las principales causas de los males actuales. Aquí se reivindica la «resistencia» a los poderes coloniales e imperialistas y que se expresa en otra ficción, el pueblo, que pareciera encarnar un sentimiento propio frente a los poderes dominantes. Si bien es cierto que los Estados y las élites arrastran mucho de lo heredado de la colonia, no hay nada que los ate a una administración foránea. Las injerencias actuales, especialmente la de Estados Unidos, el «imperio», han ocurrido con la aceptación y hasta promoción por parte de las élites locales. De hecho, en la actualidad, buena parte del «pueblo» espera y celebra cuando el «imperio» interviene para limitar los excesos de gobernantes, políticos corruptos o empresarios codiciosos. Ese «imperio» también es el que apoya mucho de lo que las resistencias hacen a través de la promoción de la participación ciudadana, derechos humanos, luchas anticorrupción, etcétera. 

Más allá de la retórica, no hay blancos ni negros. Hay una amplia gama de grises, de claroscuros. Esas retóricas están sustentadas en la ideología (otra ficción a través de la cual se interpretan los hechos) y por lo tanto terminan siendo debates más emocionales que racionales.

El sentido de la independencia que se declaró el 15 de septiembre de 1821 fue el de tomar decisiones propias, que las élites políticas y económicas de ese entonces determinaran la manera de administrar un territorio, población y recursos naturales sin estar condicionados por la administración del poder colonial. Es decir, decisiones soberanas. La forma, fines y mecanismos para tomar esas decisiones no se definieron en ese momento y las preguntas sobre cómo garantizar la viabilidad económica y política de estos países tampoco. Esos fueron los motivos de las guerras y experimentos que ocuparon a las élites durante los siguientes ochenta años. Las pugnas tuvieron diversas expresiones, entre centralistas y federalistas, entre caudillos y hasta por defender los territorios frente a filibusteros. Al final de cuentas, fue un largo proceso de centralización de los Estados para controlar sus territorios y sus pugnas internas. Se buscó ser viables como repúblicas: frente a sí mismas (sus conflictos internos), frente al resto de provincias de la región (romper el control de Guatemala) y frente al resto del mundo (insertarse en la economía internacional).

La independencia fue declarada en la ciudad de Guatemala y posteriormente ratificada por el resto de provincias el siguiente año. No fue una victoria heroica porque la administración colonial no se preocupó por la independencia de esta región que era bastante marginal en ese momento. Tampoco fue fácil porque la desconfianza era grande entre los representantes de las provincias y sobre todo, hacia las élites guatemaltecas y sus intentos por preservar el poder central heredado de la colonia. Para el resto de provincias, independizarse de España fue un acto simple, bastó con ratificar la declaración hecha por la ciudad de Guatemala en septiembre de 1821. El reto fue independizarse de los intentos centralistas de Guatemala lo que costó dos guerras federales y múltiples conflictos entre caudillos, además de los conflictos internos de cada país. Todo eso ocurrió de forma independiente, todas las decisiones fueron tomadas sin intervención de la administración colonial.

Las dos guerras federales (1826-1829 y 1832-1839) marcaron el inicio y fin de los intentos por hacer viable una república federal. Las confrontaciones entre centralistas y federalistas, liberales y conservadores, demostraron la incapacidad de las élites políticas de superar las diferencias por otra vía que no fuera la armada. Importantes figuras, como Francisco Morazán, representan la lógica de caudillos en disputa que marcó la naturaleza política de los recién inaugurados Estados centroamericanos. Las guerras no fueron confrontaciones entre entidades políticas definidas, entre Estados propiamente dichos, y no tuvieron como resultado la reafirmación de estos como tal. Tampoco fueron confrontaciones entre ejércitos regulares, con una institucionalidad formal y diferenciada del resto de la población. Al contrario, fueron confrontaciones armadas de grupos milicianos acompañados por caudillos con un grado militar otorgado por su iniciativa, no por su carrera militar. Esas guerras no dieron lugar a Estados como ocurrió en otras regiones del mundo en donde los eventos bélicos aceleraron los procesos de centralización del Estado y de creación de la nación. Dieron lugar a una profunda inestabilidad regional que a partir de 1840, ya acabada la federación, cada país decidió lidiar individualmente. Otra vez, de manera independiente.

La federación fue inviable. El siguiente período fue otra vez conflictivo en cada país y también en la región pues se vivió el intento unionista de Justo Rufino Barrios que, con el apoyo de Honduras, buscó restablecer la federación. La intentona terminó con la muerte de Barrios en la batalla de Chalchuapa en abril de 1885, cuando este buscaba invadir a El Salvador e imponer la unión por la fuerza después de que los intentos diplomáticos fallaron. Estados Unidos intervino para mediar y evitar un conflicto armado. Medió por la «buena» enviando buques de guerra al caribe centroamericano para proteger sus intereses y ciudadanos ante un eventual conflicto regional. La intentona unionista fue inviable y los Estados centroamericanos terminaron consolidando gobiernos liberales con reformas que buscaron reducir el peso político de los conservadores e impulsar un modelo productivo basado en la agro exportación de monocultivos (café y banano, principalmente). Esto abrió las puertas a una inversión extranjera agresiva, compañías fruteras estadounidenses, alemanes cafetaleros y consolidó élites e instituciones locales extractivas. Esas industrias y colonos extranjeros que no solo fueron invitados, sino también beneficiados con la entrega de recursos, población y autonomía. Los Estados centroamericanos ya estaban insertos en la economía global con la agroexportación de monocultivos lo que les hizo ganar el título de repúblicas bananeras con economías «del postre». Lo hicieron de forma independiente, otra vez.

Los Estados liberales fueron también Estados dictatoriales. La primera mitad del siglo XX centroamericano estuvo marcada por prominentes dictadores: Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías en Honduras y la dinastía familiar de los Somoza en Nicaragua. En este momento la divergencia costarricense ya se hizo notar. Luego de un breve período de inestabilidad política, conocido como la guerra del 48, ese país tomó decisiones para orientar su camino por una vía democrática. Una de las acciones más emblemáticas de ese momento fue la abolición del ejército en diciembre de ese año. Pero en Costa Rica el camino para lograr ese tipo de decisiones empezó mucho antes, un camino que el resto de los países centroamericanos no recorrió.

James Mahoney, teórico de lo que se conoce como el path dependece analysis o dependencia de la trayectoria, identificó que los cinco países centroamericanos comparten un mismo origen, el colonial, pero las decisiones que fueron tomando a lo largo de su vida independiente los llevó por caminos diferentes. De ahí que se argumente que en la región resultaron tres tipos diferentes de liberalismo. Costa Rica logró lo que se define como un liberalismo reformista, con instituciones cada vez más inclusivas y por lo tanto democráticas. Honduras y Nicaragua se encaminaron por un liberalismo abortado, cuyas instituciones políticas y económicas no lograron ni siquiera un desarrollo formal adecuado, sus Estados no lograron la centralización del poder y por lo tanto su desarrollo social y económico quedó rezagado, infructuoso y abierto a que poderes extranjeros se expandieron en su territorio con la tolerancia y promoción de unas élites bastante rurales y poco interesadas o capaces de construir un Estado, para bien o para mal. Finalmente, Guatemala y El Salvador sí construyeron Estados con instituciones fuertes, especialmente las represivas, y de ahí su liberalismo autoritario.

A excepción de Costa Rica, el ideario liberal clásico, el de las libertades individuales, instituciones estatales basadas en la ley, estados laicos y abiertos a la multiculturalidad, economías basadas en la libertad individual, pero bajo regulaciones estatales para garantizar el bienestar público y reducir la influencia del clero o de cualquier otro poder absolutista y el de instituciones políticas representativas, fue inviable.

Las dictaduras de la primera mitad del siglo XX terminaron con intentos reformistas durante los años cuarenta y cincuenta. Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz en Guatemala y Óscar Osorio en El Salvador son ejemplos de cómo se buscó modernizar al Estado y llevar a cabo reformas que superaran el lastre de las dictaduras y de modelos productivos extractivos que garantizaban la riqueza de las élites, pero que también producían grandes conflictos sociales. En Honduras, la huelga bananera de 1954 forzó al presidente Villeda Morales a implementar reformas laborales que prometían transformar los excesos del modelo de enclave productivo de las compañías fruteras. Sin embargo, el conjunto de reformas para la modernización del Estado capitalista que sentaba las bases de una sociedad democrática, terminaron siendo calificadas como intentos de alinear a los países con el comunismo internacional. Es indudable que Estados Unidos apoyó a los anticomunistas centroamericanos y que los comunistas locales vieron en ese momento una oportunidad, pero al final fueron las mismas élites políticas, empresarios, militares y representantes de la iglesia católica los que de manera independiente pusieron fin a las reformas de los años cuarenta y abrieron el camino para el horror de la segunda mitad del siglo XX. La modernización del Estado capitalista fue, otra vez, un intento inviable.

Llegó entonces el turno a la utopía revolucionaria. Los movimientos guerrilleros de El Salvador y Guatemala, inspirados por la revolución cubana y el triunfo sandinista en Nicaragua, se propusieron tomar el poder por la vía de las armas. En Nicaragua, el Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) se enfrentó a la familia Somoza, la cual dominaba un Estado pequeño, débil. Pero en Guatemala y El Salvador no se enfrentaron a una familia, sino a un Estado poderoso, con instituciones armadas sólidas, equipadas, empoderadas y además apoyadas por Estados Unidos. En El Salvador, la guerrilla llegó más lejos que en Guatemala, pero aún así, el intento era inviable. Edelberto Torre Rivas, en Revoluciones sin Cambios Revolucionarios, califica lo ocurrido como un suicidio generacional. En Honduras, los tímidos intentos guerrilleros fueron aplastados desde el inicio. Ese país era el «portaviones centroamericano» con una base militar de Estados Unidos que lo hacía el centro de operaciones contrainsurgentes para la región. Los regímenes militares cometieron toda clase de horrores de guerra y crímenes de lesa humanidad. Las guerrillas también hicieron lo suyo, en menor escala, pero dentro la lógica de que la guerra de hoy es la paz del futuro, de que la construcción del «hombre nuevo» justificaba todo. La respuesta de los Estados fue brutal ante el enemigo, ya fueran guerrilleros, «contras» como en Nicaragua o represión «disuasiva» como en Honduras. Los militares fueron la cara más visible del horror de la contrainsurgencia, pero no fueron los únicos. Hubo civiles, empresarios, políticos, académicos y religiosos que abrazaron la contrainsurgencia y el apoyo de los Estados Unidos y lo hicieron de manera independiente. Al igual, los grupos guerrilleros recibieron recursos por parte de actores internacionales afines con la lucha revolucionaria y la utopía latinoamericana. Todas esas fueron decisiones independientes. La revolución también fue inviable en esta región y la contrainsurgencia hizo inviable cualquier oportunidad de cambio y desarrollo.

Y entonces llegó la democracia, declarada como la independencia, a través de pactos y negociaciones entre élites, incluidos aquí los comandantes guerrilleros y los países que apoyaron el fin de los conflictos y la democratización. Los conflictos armados terminaron, pero el lastre que dejaron los Estados contrainsurgentes, la polarización y el dolor de miles de víctimas además de la crisis económica en los países posconflicto le impusieron a la democracia grandes retos, sobre todo, aquellos que llegaron con la pregunta de cómo hacerla viable, porque, como la independencia, fue instaurada, no construida.

En la actualidad, tres de las cinco repúblicas centroamericanas son autocracias electorales (Honduras y Nicaragua [desde hace ya algunos años] e incluyo aquí a la recién inaugurada en El Salvador). Guatemala se encuentra en la permanente caída al vacío autoritario que no parece tocar fondo y definirse. Solo Costa Rica es una democracia que permanece estable y ha demostrado defender la democracia con más democracia. Daniel Ortega, Juan Orlando Hernández y Nayib Bukele hacen gala de su nacionalismo y rechazan la injerencia extranjera —al menos retóricamente—, exacerban la importancia de los militares poniéndolos como ejemplo de honor, patriotismo y heroísmo y acusan de traidores a aquellos que los increpan insistiendo en que son agentes de algún agente extranjero.

Actualmente se niega la independencia porque existe una inconformidad con la degradación de la democracia. Pero el tipo de régimen político (democracias, autocracias, dictaduras) no determina ser independiente o no. De hecho, las dictaduras tienden a ser muy nacionalistas y construyen su base social aludiendo al sentimiento patrio y al rechazo a la intervención foránea. Las democracias, por el contrario, aspiran a ser sociedades abiertas en donde la diversidad, la universalidad y su inserción en el mundo global son ventajas. El nacionalismo es excluyente y suele adquirir un carácter xenófobo y hasta violento.

En los cuatro países la democracia representativa no se desarrolló más allá de sus procedimientos formales. Al contrario, elecciones, leyes, instituciones de control democrático, instancias de participación, división de poderes, retórica y símbolos se han distorsionado para dar continuidad a una política patrimonial que se expresa en la corrupción y en vínculos políticos criminales con el narcotráfico y otras formas de crimen organizado. La política pasó a ser financiada con los recursos producidos por esas actividades y la protección para su continuidad se garantiza a través de pactos de impunidad. Las instituciones democráticas existen, pero reducidas a su expresión formal que las hace inútiles. Son pocos los resguardos democráticos que quedan y son aceleradamente inhabilitados a través de la desfinanciación, la persecución o el nombramiento de funcionarios incompetentes o alineados a los pactos de impunidad dominantes. Todas las decisiones que han llevado a la degradación de la democracia han sido independientes. La democracia parece ser también inviable.

Si el régimen político no es un factor determinante de la independencia de un país, entonces ¿lo será el bienestar de su población?. Los niveles de pobreza son sumamente elevados en la región y se expresan en bajos niveles de desarrollo. Solo Costa Rica se encuentra en la categoría de índice de desarrollo humano (IDH) muy alto de acuerdo al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. El resto, cae dentro de la categoría de IDH medio. En América Latina, después de Honduras solo Haití presenta los niveles más bajos de desarrollo humano en la región. La precariedad condena a la mayoría de la población a buscar la sobrevivencia en la economía informal (mayoritaria en la región), en las economías ilegales, en el autoempleo, en la aceptación inevitable de empleos indignos y, por supuesto, en la migración.

El que la mayoría de la población de un país sea pobre no condiciona el que ese país sea o no independiente. De hecho, cuando estos países se declararon independientes la mayoría de su población era pobre. La pobreza no es un impedimento a la independencia, pero sí es un signo claro de la inviabilidad económica. 

La narrativa antinjerencia internacional es selectiva y no distingue el hecho de que la reducción de la pobreza ha sido una de las excusas más grandes para que estos países acepten las condiciones de la ayuda internacional de cooperación y también ha justificado el endeudamiento con organismos financieros internacionales. Los organismos internacionales y de cooperación imponen condiciones, algunas favorables y otras no para los países. Algunas de hecho provocaron catástrofes económicas y sociales, como aquellas del Fondo Monetario Internacional en los años ochenta cuando se promovió la reducción del Estado. Pero nuevamente, fueron muy independientes los gobernantes y empresarios locales que aprovecharon ese momento para hacer fortunas a través de la venta de los bienes del Estado, de su privatización. La cooperación internacional no reembolsable también pone condiciones, como por ejemplo, promover la igualdad y la equidad de género, reducir la violencia en todas sus expresiones, aumentar los niveles de educación y desarrollo humano. Algunas condiciones provocan problemas serios para los gobernantes, por ejemplo, la lucha contra la corrupción y el aumento de la transparencia. Hasta ahí todo bien, pero cuando se crearon comisiones internacionales para investigar la corrupción (Cicig, Cicies, Maccih) también fueron muy independientes las élites políticas y económicas que apoyaron su cancelación y las expulsaron de los países. Con Nicaragua ni se han metido. A pesar de esas condiciones, la comunidad internacional tampoco es que haya intervenido severamente para impedir que en estos países surgieran autócratas o se degradara la democracia al punto actual. La independencia ha prevalecido por encima de la inviabilidad.

Durante los últimos treinta años, los Estados de El Salvador, Guatemala y Honduras no han hecho nada por frenar la masiva migración de ciudadanos a Estados Unidos y otros destinos. Lo mismo ocurre con la migración de nicaragüenses a Costa Rica. A pesar de las medidas tomadas por los Estados Unidos para frenar la migración y las presiones que han hecho sobre los gobiernos del triángulo norte para que sean los guardianes de la «frontera sur», poco han hecho esos gobiernos. Las remesas que se producen por la migración son un importante rubro en la economía de estos países y además, la migración es ahora la mejor excusa para devolver la presión al país del norte: me aceptas o no hago nada para frenar la migración a tu país. Estos gobernantes han aprendido a utilizar las expresiones de la inviabilidad como mecanismos para retar a los Estados Unidos y sus presiones, al final, el problema lo tienen ellos porque estas autocracias se nutren de la miseria que expulsa ciudadanos, pero retorna convertida en remesas. El bienestar y unidad de la población en torno al territorio patrio no determina ser independientes o no, pero es, como la pobreza, un signo de la inviabilidad de estos países.

Las promesas de la vida independiente en la primera mitad del siglo XIX no incluían la democracia, el respeto a los derechos humanos, la eliminación de la pobreza y la desigualdad, el matrimonio igualitario, la transparencia y la justicia. Esas promesas son muy recientes y se suman a la larga lista de inviabilidades coleccionadas a lo largo de estos doscientos años.

La independencia no fue el nacimiento de nuevas repúblicas, no fue un borrón y cuenta nueva. Tampoco lo fue la democracia. Ambos acontecimientos son muy diferentes, pero coinciden en que fueron declarados e instaurados, no construidos. En ambas ocasiones la viabilidad no fue una prioridad y en su lugar la respuesta fue un apego selectivo a las dinámicas de lo anterior (el régimen colonial y el autoritarismo contrainsurgente respectivamente) para garantizar la continuidad de beneficios elitistas que han marcado la inviabilidad en estos países. 

Doscientos años es poco tiempo, pero la trayectoria recorrida es sólida y poco esperanzadora para una región sumida en sus propios retrocesos. La historia no determina nada, es solo el recuento de lo sucedido. Las decisiones sí lo hacen y muchas de ellas están aún abiertas. Por el momento, pareciera ser que se abre un nuevo capítulo que los historiadores del futuro tal vez titulen con el nombre de tres autócratas, un régimen cleptocrático-autoritario y una excepcional democracia. O tal vez sea un capítulo dedicado a las guerras centroamericanas del siglo XXI. No se sabe, pero con seguridad la pregunta sobre la viabilidad de estos países seguirá abierta.

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Sobre el autor
Historiador y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Hamburgo, Alemania. Investigador asociado del GIGA-Instituto de Estudios Latinoamericanos de Hamburgo. Sus investigaciones se concentran en temas de criminalidad y violencia con especial énfasis en pandillas, crimen organizado, narcotráfico y policía, así como sistemas políticos y procesos de formación del Estado. En materia de construcción de paz, se enfoca en la práctica reflexiva de procesos de cambio social fundamentados en el estudio de los conflictos y su relación con los contextos socio-políticos como base para el aprendizaje institucional. Su libro aborda el tema de la seguridad privada en Guatemala y tiene como título Private Security in Guatemala: Pathway to Its Proliferation.
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