Por Luis Lezama
―Amor ―le había dicho su mujer del otro lado de la puerta del baño, antes de tocar dos veces―: no te demorés en la ducha, que quiero bañar al bebé.
Llorando desnudo dentro de la bañera y rodeándose con los brazos las rodillas pegadas al pecho, Adrián debió sufrir por tercera vez esas aterradoras palabras.
Bañar al bebé. Imposible.
Sintió que no podía más, pero siguió conteniéndose: no podía salir sin antes saber cómo proceder. Y, como quien busca en el pasado una respuesta para el presente, recordó el comienzo de aquella pesadilla. Repasó el día en que conoció a esa mujer, la anéstesica felicidad del primer beso, la primera vez que hicieron el amor y cuando se decidieron a vivir juntos.
Maldita sea. Todo lo había dejado por ella. Su familia, sus amigos. De todos se alejó desde que apareció Mariela. Ya no recordaba la última vez que se encontró con Maxi, su mejor amigo, y ni siquiera recordaba si había visto a sus padres desde el inicio de la relación. Mariela le había consumido la vida. Se había apoderado de su mente como el tiempo y el musgo se apoderan sin tregua de las paredes. Y ahora esa misma mujer ―aunque él se resistía a pensar que era la misma mujer― lo tenía llorando de miedo en el baño, tocándole insistentemente la puerta para bañar a un bebé que no existía.
El terror se había desatado con la inocente frase que toda mujer dice, tarde o temprano, en una relación:
―Amor, quiero tener un bebé.
A Adrián no le pareció extraño cuando ella se lo deslizó una noche en medio de una cena, dejándolo frío y sin respuesta. Tomó su copa de vino y pensó, mientras demoraba el sorbo, que aunque llevaban poco y que ni siquiera se la había presentado a su familia y a sus amigos, Mariela encarnaba, en una sola mujer, todos sus gustos. Soltó una risita y le mintió:
―Me parece bien, dulce.
Dos semanas después de aquella petición, vio como su mujer empezó a obsesionarse con las revistas de maternidad. No podían ir al centro comercial o al supermercado sin que volviera con una nueva. Planificación familiar, decoración para el cuarto del bebé, métodos para acrecentar la fertilidad en la pareja… En suma, las tenía todas. Después, cuando agotó sus posibilidades más cercanas, comenzó a comprarlas por internet. Cuando se hizo con los ejemplares de cada revista nacional, se volcó a las internacionales. Y así el departamento se fue llenando de revistas. A las pocas semanas, no se podía andar por ninguna habitación sin tropezar con algún pilón desparramado.
Claro que Adrián se preocupó, y claro que intentó embarazarla. Pero pasaban los meses, y nada sucedía. Vinieron entonces más compras: las primorosas «cositas para el bebé»: sábanas, ropa, juguetes. Y Adrián, aunque seguro de que ella lo hacía con las mejores intenciones, consideró alarmante el hecho de que su mujer comprara cosas para un bebé que era, técnicamente, más una posibilidad biológica que un bebé.
Una no-posibilidad, mejor dicho, como estaban las cosas.
Con cada día, el hastío crecía en Mariela. Y una punzante palabra empezó a sobrevolar el pensamiento de Adrián. Y esa palabra, la palabra «infértil», lo llevó hasta una clínica en busca de una respuesta.
Todavía hecho un ovillo dentro de la bañera, Adrián debía esforzarse para ignorar a Mariela insistiéndole:
–Adri, por favor. Dejame entrar, y bañamos juntos al bebé.
Sentía los golpes a la puerta retumbar como si Mariela estuviera dándolos directamente con el cráneo y no con los nudillos.
Y también debía esforzarse para no llorar. Cerró los ojos. Y recordó la clínica del doctor Vallejo.
Los golpes de ese ariete desaparecían como tragados por una densa niebla.
―¿Adrián Rojas García? ―preguntó el entrecano y grueso internista no bien le abrió la puerta del consultorio. Acababa de entrar en la habitación donde Adrián esperaba, sentado en una camilla, los resultados de sus exámenes.
―Hola, sí, soy yo.
―Mucho gusto, Adrián. Yo soy el doctor Vallejo. Vengo a hablarte de tus exámenes.
El doctor se puso el estetoscopio, le pidió que se abriera la camisa, lo auscultó, le tomó la presión. Y le habló a Adrián sobre su espermograma.
―¿Así que todo bien, doc? ―preguntó él, que no estaba seguro de lo que se le dijo.
―Vos tranquilo: tenés buenos nadadores. Lo único es que te veo algo estresado y confundido, pero ya te prescribí algo que te hará sentirte de diez. Acaso el estrés tenga algo que ver con eso de que vos y tu esposa no puedan concebir. ―Adrián se levantó. El doctor lo encaminó hacia la puerta para despedirlo. Antes de que él saliera, le dio un último consejo―: Para estar seguros, te recomendaría traer a tu esposa a ver a un ginecólogo. Yo te puedo recomendar uno muy bueno.
Cuando Adrián se lo propuso a Mariela, ella agarró de la pila de revistas más cercana decenas de ejemplares y se los lanzó rabiosa. Terminó con las revistas, y siguió lanzándole adornos. Él se le acercó, y ella aprovechó y logró abofetearlo.
Dos semanas sin hablarse.
Adrián salía al trabajo, volvía, se iba a la cama. Y ella seguía en la sala frente al televisor.
En piyamas andaba siempre. Sin decirle una sola palabra. Sin siquiera voltear a verlo.
Él lo soportó todo. Hasta que un día, al volver de trabajar, había notado algo raro.
Fue cuando pasó por la sala y vio de reojo a Mariela. Estaba sentada en el sofá, frente al televisor.
Y estaba con el televisor apagado.
Se miraba el regazo, los brazos entrelazados en señal de cargar con algo. De… ¿acunar?
Pero no cargaba nada ni acunaba a nadie.
Y tenía un pecho fuera del corpiño.
Adrián tragó despacio antes de preguntarle qué sucedía, aunque ya conocía la respuesta.
Ella desvió la mirada de esos brazos vacíos. Y le contestó, sonriendo con escalofriante naturalidad:
―Aquí, con el bebé. No ves que estoy dándole la teta, infeliz.
Todavía duchándose, luego de recordar cómo comenzó aquella locura, Adrián pensaba y pensaba. ¿Bajo qué estúpida ilusión se esperanzaba especulando con que todo aquello no era más que una broma, y de pésimo gusto? Las revistas, los juguetes, las sábanas, y ahora la lactancia ficticia.
Cómo pudimos llegar a esto, se preguntaba, con el agua cayéndole sobre la nuca.
Entonces, oyó sus pasos.
―¿Te seguís bañando vos? ―decía Mariela, del otro lado de la puerta―. Apurate, que se hace tarde y necesito bañar al bebé.
Adrián se llevó las manos a las sienes ante el siniestro y alegre tono con que su mujer le habló. Entonces confirmó lo que venía imaginando: no había vuelta atrás, su mujer ya no vivía en este mundo. Y lloró como un chico, tirado en la bañera, hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente se sorprendió ―se alegró― de no ver a su mujer en la casa.
Cuando Adrián volvió del trabajo ―era de noche―, la casa seguía vacía.
Yendo a la cocina para prepararse algo, sintió un olor muy fuerte ―¿pintura fresca?― que le secó la garganta.
Guiándose por el olor, llegó hasta el cuarto de visitas.
El cuarto, que hasta entonces había sido uno muy normal ―cama, mesita, lámpara y escritorio―, se le apareció todo pintado de azul. Con estrellas amarillas colgando de hilos desde el techo. Con una pila de peluches en una esquina. Con cortinas nuevas de avioncitos estampados.
Y en medio de todo, bajo el ventilador y el mosquitero, Adrián vio una cuna de madera barnizada.
Se acercó a la cuna.
Estampados en las sábanas, miles de ositos polares lo miraban a los ojos.
Oyó abrirse la puerta del frente y se escabulló del cuarto.
Su mujer venía entrando en el departamento. Llevaba un vestido flamante. Empujaba un cochecito rojo.
Un cochecito aterradoramente vacío.
―Hola, Adri, vengo de hacer compras con el bebé. ¿Qué decís, amor, nos vamos los tres a dar una vuelta?
Paralizado, él asintió mudo.
Antes de salir, le pidió a Mariela que esperase. No podría soportar más el estrés y el miedo, así que se tragó un par de pastillas de las recetadas.
Con eso tal vez soportaría el «paseo», y trataría de pensar qué hacer con Mariela.
Yendo por la calle, ella sonreía, y a cada cuadra se detenía a «arreglarle algo al bebé». Incluso le tomó un par de fotos al coche ―vacío― «con el papi».
No ves que estoy dándole la teta, infeliz.
Quiero bañar al bebé.
¡Sonreí, Adri, no ves que es la primera foto con tu hijo!
Estaba a punto de detenerse, de cortar con aquella locura, cuando vio aparecerse en la otra esquina a su mejor amigo.
¿Desde cuándo no veía a Maxi?
Recordó que Maxi no conocía a Mariela, así que avanzó rápido a su encuentro dejando atrás a su mujer. No quería que Maxi, de quien se había alejado por esa loca de mierda, viera la escena. Sería mucha la vergüenza, el castigo.
―Maxi, hermano ―le dijo alzando los brazos.
Después de abrazarlo, se dio vuelta. Su mujer se acercaba, con una sonrisa. Adrián pensó lo peor: le tocaría presentarla, y le tocaría explicar lo del coche.
Maxi, te presento a mi mujer. Y este es mi hijo. Sí, ya sé que no existe. Pero qué va, Maxi: yo no le veo nada de malo. La pluralidad, Maxi. No seas anacrónico: los hijos imaginarios son el futuro.
Cuando la sintió detenerse a su lado, se dio cuenta de que Maxi había advertido ya algo insólito:
―¿Qué pasa, Adrián?
Él se supo vencido, y entonces decidió decir lo que nunca le dijo a nadie:
―Amigo: esta mujer que está a mi lado es Mariela, mi novia.
Maxi rio. Adrián se relajó un poco al ver que su amigo no notaba la condición de Mariela.
¿En qué momento me preguntará por el maldito coche?, se torturaba Adrián.
Entonces notó que Maxi lo miraba extrañado, sin saludar a aquella.
Vio cómo su mejor amigo ―a quien no veía desde que comenzó su relación con esa demente― arrugaba el ceño antes de preguntarle, confundido y con toda seriedad:
―¿Qué mujer, Adri?