El último vagón

Por Kalton Bruhl

—Debo ir a comprar las cosas para la cena —le dijo Sandra Nelson a su padre—. No tardaré demasiado. 

El señor Nelson sonrió curvando los labios hacia abajo. Tomó aire como si se dispusiera a decir algo, pero cerró los ojos y se limitó a suspirar con desánimo. Temía  quedarse solo porque pensaba que eran esos momentos los que esperaba su memoria para traicionarlo por completo. Sintió cómo sus ojos empezaban a humedecerse y se repitió en silencio que no debía llorar. Recordó una de las pocas veces que lo hizo sentado sobre las rodillas de su padre. Este acababa de decirle que debía marcharse. Eran días difíciles y los trabajos escaseaban. Viajaría a una ciudad más grande, donde existieran más oportunidades para un maquinista de trenes de carga. Los últimos meses apenas había realizado unos cuantos viajes. No podía continuar así. Él le pidió que no se marchara y se aferró a su cuello mientras le prometía que no volvería a pedirle dulces ni juguetes y le decía, entre sollozos, que podían romper juntos su hucha de barro. Su  padre le había revuelto cariñosamente el cabello. 

—Te prometo que será poco tiempo —le había dicho mientras se incorporaba y lo besaba en la frente antes de dejarlo sobre el suelo. 

Jamás lo volvió a ver. 

Le parecía increíble que pudiera recordar momentos que habían transcurrido décadas atrás y no fuera capaz de  recordar qué había desayunado esa mañana.

Miró a su hija. La primera vez que la sostuvo entre sus brazos, se juró a sí mismo que nunca la abandonaría. Ahora, de algún modo, estaba faltando a su juramento. Él también se estaba alejando, él también estaba a punto de emprender su último viaje. 

—¿Me estás escuchando? 

La voz de Sandra lo sacó de su ensimismamiento. —Perdona, ¿qué me decías? 

—Que regresaré pronto —dijo ella antes de cerrar la  puerta. 

El señor Nelson se levantó con dificultad de su sillón. Cada día le resultaba más difícil hacerlo. 

Se palpó el bolsillo de la camisa y frunció el ceño extrañado. Durante años había llevado su estilográfica en el mismo lugar. Se sintió algo incómodo al no encontrarla, pero simplemente se encogió de hombros. Llegó a la sala de estar y tomó el bolígrafo y el pequeño bloc de notas de la  mesita del teléfono. 

Adelantó los labios y comenzó a golpearse la sien con el bolígrafo. Había tantas cosas que quería compartir con su hija. Sabía que necesitaba escribirlo porque para  cuando ella regresara ya habría olvidado todo el asunto. Siempre creyó que sus propias palabras sonaban demasiado simples. Intentó, en vano, encontrar la frase adecuada entre  las gastadas notas de las canciones de su juventud o entre los amarillentos versos esparcidos en los rincones de su  memoria. Finalmente, cuando estaba a punto de darse por vencido, encontró las palabras que buscaba. Dobló la nota y la oprimió en su mano. Regresó a su sillón y cerró los ojos. Sintió cómo los músculos de su cara comenzaban a relajarse con un agradable hormigueo. Antes de quedarse dormido miró la nota en su mano. No recordaba tenerla antes de sentarse. Reprimió el impulso de convertirla en una bolita de papel e hizo el ademán de colocarla en su bolsillo, pero lo  pensó mejor y siguió sujetándola entre el índice y el pulgar. 

Cuando despertó, Sandra estaba frente a él, sosteniendo una hoja de papel en la mano y haciendo inútiles esfuerzos por controlar el llanto. 

—¿Qué te sucede? —le preguntó alarmado. 

Ella no pudo responderle y se limitó a extenderle la nota.

Él la tomó con precaución. Debía ser algo espantoso. Sandra siempre había sido fuerte. No imaginaba qué podría  haberla hecho llorar. 

Comenzó a leer en voz alta: 

«No sé cómo empezar. Es tanto lo que quiero contarte y tan poco lo que recuerdo. Le pido a Dios que me permita, por lo menos esta vez, decirte lo que siento. Creo que la vida es como un enorme tren de carga. Se me viene a la mente la imagen de mi padre, con su gorra y su mono cubierto de grasa, conduciendo uno de ellos. Pero no es eso lo que quiero contarte. Creo que te decía que la vida es como un tren. En cada estación se van añadiendo más y más vagones y nosotros vamos llenándolos con recuerdos. A  veces un solo momento basta para llenar varios vagones. He vivido muchos años, tal vez demasiados. Tu madre ya se ha marchado, espero irme antes de que termine por olvidarla. No quiero ver sus fotografías sin saber quién es. No quiero despertar una mañana sin sentirme desolado al ver el espacio vacío a mi lado, sobre la cama. Quiero irme antes de que pueda escuchar su nombre sin que el dolor me oprima el pecho. Era hermosa, sé que lo era, pero ahora su imagen va y viene cuando cierro los ojos y deseo gritar porque no logro retenerla el tiempo suficiente. Cuando naciste tú, se añadieron docenas de vagones más. Era tan fácil llenarlos. Bastaba con tu primera sonrisa o con tu primera palabra. El orgullo es un pecado terrible, pero por lo menos me impide olvidar que fue «papá». Estoy seguro de que tu madre lo negaría. No puedo siquiera imaginar cuántas palabras se necesitarían para describir lo que sentí luego de tu primer beso en mi mejilla. Recuerdo una noche en que tenías una fiebre muy alta. No hablabas y no llorabas. Solo te quedabas viéndome, como pidiéndome en silencio que te curara, como  diciéndome que estabas segura de que no te iba a defraudar, porque yo era tu padre y podía hacerlo todo. No pude más que voltear el rostro para que no me vieras llorar, para que no descubrieras que tu padre era un hombre débil, que se  derrumbaba en un instante ante la idea de perderte. Ahora  vuelvo a sentir lo mismo. Mi tren ha perdido la mayoría de sus vagones. Quedan tan pocos. Me atemoriza la idea de que en la próxima estación desenganchen los que llevan los últimos recuerdos que guardo de tu madre y no quiero ni pensar qué sucedería si los que quitaran fueran los tuyos. Sé que ya no eres joven y me imagino lo difícil que te debe resultar cuidarme. Lo más sencillo hubiese sido dejarme en una casa de retiro y enviarme una tarjeta para mi cumpleaños y otra para la Navidad, ni siquiera hubieras tenido que preocuparte por algún reproche o por alguna llamada inoportuna, ya que, seguramente, lejos de ti, te habría olvidado. Te agradezco que estés conmigo. Te agradezco que no me hayas dejado solo ahora que mi tren ha cambiado de rumbo y viaja, ya sin retorno, hacia el olvido. Como siempre, he dejado lo más importante para el final. No sé si ya te lo he dicho, pero quiero que sepas que te amo mucho. Debería existir una ley que obligara a los padres a decírselo cada día a sus hijos. No recuerdo si a mí me lo dijeron. Sería una verdadera pena que lo hubiera olvidado». 

Cuando terminó de leer, el señor Nelson se mordió el labio, pensativo. 

—Me parece que esto ya lo había leído —dijo finalmente—. ¿Sabes quién lo escribió? 

—El hombre más maravilloso del mundo —le respondió Sandra. 

—Bueno, bueno, no es para tanto —añadió él, cerrando los ojos y masajeándose las sienes con las puntas de  los dedos—. ¡Ya lo tengo! —exclamó luego, con una sonrisa  triunfante—. Lo leí en unas Selecciones del Reader’s Digest. No recuerdo en qué ejemplar, pero estoy casi seguro de que fue en esa revista. 

Sandra empezó a reír. Su padre la miró desconcertado, pero terminó riendo junto a ella. Cuando terminaron las risas, ambos se quedaron unos momentos en silencio, mirándose a los ojos. 

—Bien —dijo Sandra, aclarándose la garganta y sorbiendo por la nariz—. Venía a despertarte porque la cena está lista. 

Extendió los brazos para ayudarle a su padre a  incorporarse. Le pareció extraño, pero podría haber jurado que su padre estaba más liviano. Quizás era por la tranquilidad de haber expresado sus sentimientos, librándose del peso de tantas palabras aprisionadas en su interior. Sandra cerró los ojos y pensó, agradecida, que su padre había logrado conducir su tren hasta la estación correcta y había entregado el contenido de sus últimos vagones a la persona adecuada. 

Vio a su padre, llena de orgullo. Realmente era un hombre maravilloso. 

Kalton Bruhl Author
Sobre
Honduras, 1976. Escritor, miembro de la Academia Hondureña de la Lengua. Premio Nacional de Literatura «Ramón Rosa» 2015, primer premio en el certamen Arcadio Ferrer Peiró de Narrativa en Castellano del Ayuntamiento de Canals (España, 2010), III Y IV Premio de Relato Sexto Continente (España, 2010 y 2011), Premio único del III Certamen Literario Centroamericano Permanente de Novela Corta (Honduras, 2011), entre otros. Su obra ha sido publicada en diversas antologías en España, México, Estados Unidos y Argentina.
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