Por Martín Cálix
Junto al póster de los Beatles tenía un viejo retrato de León Trotsky que le recordaba su época de la universidad, aquellos años en donde militó en una organización de izquierda semiclandestina, o eso creían ellos: que eran clandestinos. Hablaban de los problemas de la universidad, de los baños que siempre estaban sucios, hechos una pocilga, de la necesidad de seguir construyendo el partido obrero y la Cuarta Internacional, digamos que hablaban de todo y mucho, hablaban más de lo que fumaban, y fumaban.
—¿Quién es él? —Preguntó ella. —¿Es tu abuelo? —Preguntó después casi en una sola bocanada de aire. A él se le dibujó una sonrisa cómplice, llena de ternura, le acarició la espalda desnuda y le dijo que no, que no era su abuelo.
—¿Entonces?
—Es Trotsky.
Ella asintió en silencio con la cabeza. Quizá no sabía quién era, quizá no le importaba, quizá jamás escuchó hablar de él. Luego se dio la vuelta con una belleza posible solo en ella. Él la vio como en cámara lenta, estaría embobado, «sus pechos se ven hermosos…» reflexionó, y la media vuelta terminó, ella posó sus manos en su cintura.
—Te ves muy linda.
—Es la luz de tu casa.
—No. Lo digo en serio, te ves muy linda.
—También yo, es la luz de tu casa. —Acentuó ella con cierta picardía.
Trotsky los veía con cierta tristeza desde la pared y los Beatles lo ignoraban todo. Solo que era octubre, siempre era octubre. Y Trotsky seguía escribiendo, quizá, el mayor análisis de la lucha de clases jamás escrito mientras en la cama se desarrollaba la vida sin mayor preocupación por esos detalles. Esa otra pequeña cosa que el viejo en la pared no lograba concretar desde su revolución de octubre, esos agitados y cada vez más lejanos días.
—Pero se ve triste. —Le dijo ella, casi apagando su voz al pronunciar suave, muy dulce, la palabra «triste», como si no quisiera molestar al viejo, como queriendo no ofenderlo.
—Puede ser, era un tipo muy ocupado.
—¿Tanto como para terminar en tu pared?
—Tanto como para terminar en mi pared. —Respondió él, con la ternura que se puede poseer cuando por las tardes llueve y la tierra mojada huele por todos lados. «Tanto como para…», se dijo apenas sin terminar la frase en su cabeza. Le resultó interesante y a la vez incómoda la reflexión. Y miró nuevamente el retrato de Trotsky, lo vio como se ve a un pariente muerto, lo miró para reafirmarse, quizá, que lo de la pared no estaba del todo mal, que era como una especie de altar. «Se ve bien… muy bien», pensó.
Ella se sentó al borde de la cama, como quien se asoma a un acantilado. Su espalda se veía verdaderamente hermosa. Él puso su mano extendida sobre su espalda y la hizo ir de arriba hacia abajo. Con la yema de los dedos le tocó los huesos de la columna que saltaban a simple vista contando en silencio los puntos donde quería besarle: sus lunares y unas pecas que formaban una especie de galaxia desconocida. Afuera llovía, así estaba ok.
—Es bonita la vida. —Dijo de pronto ella.
—¿Por qué lo decís? —Su mano bajaba al lado izquierdo de su cadera.
—Porque llueve y huele así… —y respiró profundo, hondo, estirando sus brazos hacia arriba.
Miró de nuevo el retrato de Trotsky, en silencio, sus ojos lo miraban profundamente como buscando la respuesta de algo muy importante en él. Naturalmente que Trotsky no sabía de qué se trataba todo ese asunto, él solo sabía que era octubre y que debía de terminar de escribir, que, bueno, es cosa de los viejos bolcheviques. Ella buscaba otra cosa, totalmente distinta a un ensayo sobre el capitalismo o sobre la revolución traicionada. Ella buscaba el brillo en los ojos de Trotsky, el brillo de la vida.
—Ya estaba muerto cuando le tomaron esta foto.
—¿Qué?
—Sí, ¿no prestaste atención nunca a sus ojos?
—Estaría enfermo quizá.
—No, ya estaba muerto… ¿en qué año se la tomarían?
—Qué voy a saber, 1938 o 1939… en México seguramente, Frida, quizá.
—Eso puede ser entonces…
—¿Qué cosa?
—Le dolía el corazón.
—Hum… —dijo él— jamás lo hubiera pensado.
De repente se le veía más triste al viejo Trotsky. Posiblemente ni él se había puesto a pensar en que le faltaba brillo en sus ojos, quizá recordó que sí fue Frida quien le tomó esa foto y algo dentro suyo se estremeció como se estremece una casa en medio de un terremoto. Devastado, posiblemente, la tristeza más profunda volvió a él, a la par, sus cuatro compañeros de pared cantaban a coro una she loves you tan melancólica como el recuerdo de las pequeñas cosas que quedan atrapadas en el recuerdo de la infancia.
—Me gusta su pelo. —Dijo, y echó una carcajada perversa.
—Estás loca, su pelo sí que le debió de dar problemas.
—Uy, parece que a vos no te gusta cómo se ve el viejo…
—No es eso, pero debió de darle mucho trabajo mantenerlo tan bello, pensá en la cantidad de dinero que eso conlleva.
—Sos un tonto, ¿sabías?, quizá Frida se lo peinaba..
—No lo creo…
—Yo tampoco. —Y se rieron sin saber por qué exactamente se reían, quizá sí era la luz, quizá solo era ellos.
Una leve sonrisa se le dibujó al viejo, una sonrisa como si se hubiese acordado de algún momento feliz, como si la sombra de su propia muerte no importara. «¡Qué importa la muerte!», se decía Trotsky, y volvía al papel, a su quehacer, desde un México tan en blanco y negro como su 1917. Afuera llovía un octubre distinto, un octubre más joven, más suyo que aquel.
—Trotsky tenía otro amor. —Le dijo él, mientras sacaba un cigarrillo de un paquete por terminar y tomaba el encendedor del interior de uno de los bolsillos de su pantalón que había estado tirado en el suelo.
—¿Ah sí? ¿Quién?
—Natalia Ivanovna.
—¿Era guapa?
—Claro, muy guapa.
Se llevó el cigarro a la boca y lo encendió, se levantó de la cama y vio por la ventana que la tarde y la lluvia, juntas, eran inmensas. Afuera llueve como llueve cada octubre, incluso, en el octubre de 1917. Cierto frío entra a la habitación desde afuera y ella se cubre con la sábana, cierra los ojos y le dice que deje el cigarro, que vaya a dormir con ella.