Mis abuelos de la casa grande

                                                        La belleza es el sueño de una tarde, el sur, donde descansan los hombres que liban las colmenas de lo invisible.

 Carlos Ordóñez 

Nací en el sur de Honduras y apenas con unas cuantas horas de vida mis abuelos me recibieron en su casa en Orocuina (un pueblito rodeado de ríos y montañas). Han pasado muchos años y muchas almas desde entonces. Ahora vivo en Tegucigalpa, pero de Orocuina guardo los recuerdos más hermosos de mi infancia. Aquellos enormes árboles, el jardín que cuidaba mi abuela, las historias y leyendas que se contaban todas las tardes, eran parte del maravilloso universo que disfruté en ese hogar que se convirtió en mi refugio y uno de mis más preciados tesoros. En aquel lugar aprendí a escuchar a los pájaros, a ver las flores, a cuidar de las plantas y de los animales, a ser sensible, a no tener miedo. Este sigue siendo el hogar de mi abuela Adela, y a pesar de la distancia cada vez que puedo viajo para verla. Llevo más de dos meses sin visitarla, a causa de la pandemia.

A raíz de la muerte de mi abuelo, mi abuelita manifestó recaídas y nuevos padecimientos en su salud. A pesar del apoyo y compañía de sus hijos y nietos, y de ser una mujer fuerte, la ausencia de su compañero de vida la golpeó muchísimo. Ha tenido que someterse a algunos tratamientos, cirugías menores y a una nueva dieta alimenticia. En sus días de crisis traté de bloquear cualquier pensamiento que me llevara a la posibilidad de que ella me faltara pronto y ahora en medio de la amenaza viral también lo hago.  

Mi abuelo y abuela se enfrentaron juntos a muchas circunstancias complejas a lo largo de sus vidas. Por ejemplo, fueron testigos de muchas de las atrocidades que ocasionó el huracán Fifí en el año 1974. Mi abuelito siempre contaba muchas historias sobre esos días y todos los problemas económicos que ocasionó este fenómeno en su hogar y el de muchas familias en el país. Una de las actividades a las que él se dedicaba era a la ganadería, y el paso del Fifí  dejó secuelas muy graves que obstaculizaban el traslado de los animales y la producción de la leche y los cultivos. 

El tiempo pasó y de alguna manera lograron recuperar sus pérdidas y salir adelante. Pero años más tarde un nuevo desastre azotó al país entero: el huracán Mitch. En esta ocasión yo tenía 14 años y desde Tegucigalpa viví la angustia de saber que mis abuelitos estaban en Orocuina y corrían peligro. Una pequeña quebrada que pasaba a 200 metros atrás de sus casas se desbordó y su fuerza logró derribar el muro de aquel hermoso patio. Mi abuelo se resistía a dejar su casa y sus cosas, mientras tanto mi abuela estaba siendo trasladada a otro lugar más seguro. Aquel fue un día lleno de incertidumbre y angustia: perdimos la comunicación con mi abuelo. Mientras mi mamá trataba de convencerlo para que saliera de casa, la llamada telefónica se cortó y no supimos más de él el resto del día y de la noche.

Mi papás, mis hermanos y yo nos quedamos durmiendo juntos. Decidimos pasar la noche en la misma habitación porque estábamos atentos a cualquier llamado, a cualquier comunicación que nos diera noticias de mis abuelos. Al siguiente día, mi papá logró comunicarse con alguien del pueblo que vivía en una zona más segura, entonces pudimos constatar que mis abuelitos estaban a salvo y bajo el cuidado de una parte de nuestra familia. 

Para ellos fue duro saber que su casa estaba en ruinas. Después de muchos días,  lograron regresar a su casa, construir un muro más fuerte y seguro, y comenzar a reconstruir su hogar. Muchas cosas no volvieron a ser iguales, el huracán se llevó recuerdos materiales que significaban mucho para la memoria de mi  familia. Hasta el día de hoy mi abuela siente nervios y no puede dormir cada vez que llueve. 

Nunca he pensado tanto en mi abuela como en estos días de confinamiento. Esto me ha llevado a dudar sobre la manera en que nos han enseñado a valorar la vida humana. Es que no considero la edad como una categoría para definir el comportamiento y la importancia de una persona. Tampoco estoy de acuerdo con que la edad sea un indicador del derecho de alguien para seguir viviendo. La vejez no es un diagnóstico. Así como pienso en mi abuela también pienso en el resto de las personas de su edad. Cuando inició esta pandemia, muchos y muchas se mostraron indiferentes al escuchar que los adultos mayores eran los más vulnerables ante el virus. Al parecer, tener setenta u ochenta años significa ser menos importante y que a estas edades vivir o morir no es un tema relevante. «Ya está viejito, ya se puede morir», «está robándole oxígeno al planeta más bien», son comentarios que he tenido la desafortunada oportunidad de escuchar.

En Honduras, por ejemplo, el Estado no crea políticas públicas convenientes para la población de adultos mayores. Sin embargo, podría ser más rentable protegerla y apoyarla, ya que el 99.5 % de los hondureños con más de sesenta años pertenece a la población económicamente activa. Un gran porcentaje de todos los hogares del país es sostenido por un adulto mayor: una abuela o un abuelo que sale a trabajar todos los días para ganarse el alimento diario. En el interior del país, muchos trabajan en espacios tan fundamentales para nuestra vida cotidiana como la agricultura, la pesca y la construcción. En Honduras, miles de personas mayores no se pueden dar el lujo de «ser una carga». No tienen quién se encargue de sus necesidades básicas ni de su bienestar. Tienen que ganarse la vida trabajando de manera ardua y pasan sus años de senectud pensando y luchando por el sostén de sus familias.

El pasado 14 de abril cumplí 36 años. Desde que tengo memoria, todos los años en esta fecha, recibo una llamada que sale de la casa de mis abuelitos maternos. En esta ocasión ya no estaba la palabra de mi abuelo Juan Pablo, porque como lo dije antes, hace un par de años falleció. A pesar de eso, mi abuela Adela continúa con esa hermosa tradición, tan esperada por mí. Conversamos, entre muchas cosas, sobre el confinamiento. Le conté sobre mi trabajo, le dije que la extraño y que iré a verla en cuanto se pueda. Por su parte, me dijo que se siente agradecida porque la vida le ha permitido vivir desde desastres naturales hasta una pandemia, porque ha sido creadora de vida, porque ha conocido el amor, el dolor, y todas las bondades y adversidades del universo. 

Dicen que nuestras abuelas maternas nos cargan en sus vientres al mismo tiempo que lo hacen con nuestras madres. Leí por ahí que cuando fuimos gestadas, ya portábamos todos los óvulos que íbamos a tener durante toda la vida, en forma de ovocitos inmaduros. Me gusta mucho esta teoría porque me hace sentir más cercana a mi abuelita Adela y porque me confirma el amor y todas esas historias que hemos tejido juntas.

Mis abuelitos me dieron el lenguaje de la gratitud y el amor, que para mí es todo. Añoro el momento en que pueda abrazar a mi abuela de nuevo. Mientras tanto aguardo en casa e imagino que pronto llegarán los días en que los abrazos y los besos ya no sean posibles armas letales. Nos sentaremos juntas a escuchar a mi abuelito a través del viento y del canto de los pájaros, a contemplar la belleza de su jardín, a seguir recordando y a disfrutar de su inmensa palabra.

Correctora de estilo
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Sobre
Pianista y filóloga hondureña. Máster en estudios avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Barcelona. Licenciada en Arte por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, misma institución en la que se desempeña como docente. Es autora de numerosos ensayos sobre poesía y literatura. Correctora de estilo y editora de la sección Cronistas de la cotidianidad en Contracorriente.
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6 comentarios en “Mis abuelos de la casa grande”

  1. Nadia Meylin Osorto Lainez

    Muchísimas felicidades, me encanto tanto leer a la vez derrame lágrimas, porque el amor es tan fuerte hacia la familia, que Dios le siga dando sabiduría sabiduría, es un orgullo para sus padres y demás familia al igual que para nuestro bello pueblo un fuerte abrazo bendiciones

  2. Muy linda está historia q narra prima yo q me cresi.en ese pueblo orocuina es una realidad recuerdo mucho a tío Juan Pablo pero le faltó AII q el vendió lotería menor un ejemplo para nuestras generaciones. Muy linda esa historia

  3. Grisselda Flores

    PRIMO FELICIDADES ES UN ORGULLO PARA LA FAMILIA , SIGA ADELANTE Q DIOS LO HARÁ BRILLAR EN ESTA VIDA .
    EN EL NOMBRE DE JESUS

  4. Gerardo Hernández

    Cautivante relato. Me transporta a parajes de caprichosos lampos, de tierra hirviente y entusiasta, de personajes vigorosos y eternos.

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