Texto: Otto Argueta Ramírez
Fotografía: Tomada de la página de Flickr del Gobierno de Guatemala
El 14 de enero de 2020, Alejandro Giammattei, médico de 63 años de edad, se convirtió en el presidente número 51 de Guatemala y en el séptimo presidente electo después de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996. Llegó a la presidencia en medio de la crisis que dejó Jimmy Morales, considerado como uno de los peores presidentes del continente, pero que logró uno de sus principales objetivos, evitar la renovación del acuerdo para la continuidad de la Comisión Internacional Contra la Impunidad, (CICIG) y desmantelar muchos de los avances logrados en materia de investigación criminal y reformas políticas para luchar contra la corrupción.
No considero apropiado hacer el juego de las predicciones que tanto gusta a los analistas, sobre todo cuando se trata de una de las instituciones más visibles, pero que está lejos ser la única que determina la vida política de nuestros países, aunque ese sea su mandato: la presidencia de la república. En el mundo ideal de la teoría política, la presidencia del organismo Ejecutivo tiene el control de la política de gobierno de acuerdo al bien común plasmado en la Constitución Política de la República y demás normas nacionales e internacionales. Su gestión responde a políticas de Estado y es independiente de cualquier influencia guiada por intereses privados o sectoriales. Se apega a los principios democráticos de transparencia, respeto a la independencia de los órganos del Estado, Derechos Humanos y promueve un modelo económico que supere el lastre de pobreza y desigualdad que caracteriza a muchos de los países de la región.
Todo eso no ocurre en países como Guatemala y con seguridad en muchos de América Latina. Los presidentes son figuras públicas que representan intereses de financistas que rehúsan la transparencia, dependen de sectores poderosos como empresarios, militares e iglesias y se encargan de ser la cara pública de una maquinaria de poder y clientelismo que controla al Estado. La corrupción es solo el medio a través del cual se logra el objetivo de preservar un sistema político patrimonial, es decir, que compite por el acceso y control de lo público para el beneficio privado. Eso abarca desde élites económicas hasta grupos criminales. Cada cuatro años -a veces más en otros países- cambia el nombre del presidente, es decir, el nombre público de una institución política que garantiza la continuidad de un modelo de sociedad.
Por esas razones, las predicciones son ejercicios bastante inútiles, si no se toma en cuenta que la dinámica política de nuestros países requiere ver más allá del presidente y entender un sistema político que resiste fuertemente cualquier intento de reforma. Y las elecciones no son reformas, son actos formales, procedimientos de ese sistema, por eso, cuando todo cambia para que todo siga igual, la predicción pierde sentido.
Giammattei llegó a la presidencia con niveles bastante bajos de legitimidad. Consiguió 614 mil votos de los más de 5 millones votos válidos de las elecciones. Ese 14% hizo posible que pasara a la segunda vuelta frente a Sandra Torres, a quien venció con 1,907,767 votos de un padrón de casi ocho millones de votantes.
No fue su carrera política lo que hizo posible ganar las elecciones. La candidatura de Sandra Torres fue duramente confrontada por una campaña anti-Sandra, varios candidatos fueron inhabilitados junto con sus partidos por vínculos corruptos y el país se encontraba al borde de finalizar el nefasto período de Jimmy Morales.
Desde las elecciones de 2007, Giammattei buscó la presidencia del país. También trató de ser alcalde la Ciudad de Guatemala en dos ocasiones. Su carrera como candidato de elección popular fue siempre marginal, uno de esos candidatos que se consideran en los análisis políticos como el relleno de los partidos políticos, esos que acumulan unos votos en la primera vuelta electoral para negociar alianzas con los que pasan a segunda vuelta a cambio de puestos menores en la administración pública. Candidatos y partidos que sobreviven del clientelismo político.
En nuestros países se vota por descarte, por el «menos peor» y son esos los candidatos que en los últimos meses del proceso electoral obtienen repentinamente el apoyo de grupos poderosos porque carecen de fuerza propia, de proyecto político. Son ideales para preservar el procedimiento democrático y la continuidad de los grupos de poder. Eso ocurrió con Jimmy Morales, pero desde siempre en Guatemala y más visiblemente desde Otto Pérez Molina, que renunció a la presidencia en medio de las investigaciones de corrupción de la CICIG y el Ministerio Público, los presidentes han hecho ajustes a la maquinaria institucional del Estado sin cambiar su función patrimonial, sino al contrario, la aseguran más. Jimmy Morales llevó al extremo esa función de representar intereses corruptos y mafiosos al bloquear la trayectoria de reformas iniciada desde el 2010 con la llegada de la Comisión Internacional Contra la Impunidad, CICIG.
La lucha contra la corrupción generó problemas en Guatemala para los grupos más poderosos del país. Desenmascarar los mecanismos de políticos corruptos -incluido el presidente, vicepresidenta y varios ministros- está bien, aunque molesta, igual, otros llegarán a retomar la función. Pero, desenmascarar la participación, complicidad y beneficios que la corrupción genera para prominentes empresarios del país ya es peligroso. Otto Pérez Molina era ex militar y como sabemos, se puede dejar de estar activo en la institución, pero nunca se deja de ser militar, miembro leal de la corporación. A pesar de eso, los militares sabían que a su hermano en armas había que dejarlo caer, que no era posible defender nada sin comprometer seriamente a la gloriosa institución militar. Pero cuando dos ministros de defensa y otros funcionarios ex militares fueron encarcelados, las cosas cambiaron. Igual pasó con las iglesias, especialmente las evangélicas. Cuando se inició la investigación contra Cash Luna, venerado pastor evangélico, por su vínculo con la corrupción, las alertas ya estaban encendidas para los tres poderes del país: empresarios, militares e iglesias.
Como cuando se rompe una cañería y se empieza a inundar un edificio, Jimmy Morales se encargó de remendar los daños causados por la lucha contra la corrupción ¿podemos argumentar que Giammattei llega ahora a reparar la tubería para que siga fluyendo el vital líquido de la corrupción?
Gimmattei ganó notoriedad en 2006, cuando se hizo la Operación Pavo Real, una acción armada realizada en la Granja de Rehabilitación Penal Pavón en la que participaron más de tres mil policías y militares y en la que un escuadrón de hombres armados (no policías ni militares, sino un cuerpo ilegal paralelo) y con rostros cubiertos y una «lista negra», ejecutaron extrajudicialmente a siete reos. La operación fue organizada y coordinada por el entonces Ministro de Gobernación Carlos Vielman y el jefe de la Policía Nacional, Erwin Sperisen. Vielman fue juzgado en España y dejado en libertad, pero Sperisen, quien usando su doble nacionalidad, se instaló en Suiza buscando impunidad luego de dejar el cargo, fue encontrado culpable por su complicidad en la ejecución extrajudicial de los reos. Fue sentenciado originalmente a cadena perpetua, la cual fue reducida a 15 años de prisión en Suiza.
Giammatei era el Director del Sistema Penitenciario del país y apareció en la escena de la operación horas después para relatar a los medios de comunicación la versión oficial del hecho: un fuerte enfrentamiento armado con los reos que dio lugar a la muerte de siete de ellos. La investigación que llevó al exjefe de la Policía a prisión en Suiza y la que llevó a cabo la CICIG, demostraron que no hubo tales enfrentamientos y que la operación no tuvo el objetivo de retomar el control del centro penal sino la estricta ejecución extrajudicial de los reos. Esa investigación condujo a que Giammattei pasara 10 meses en prisión y luego quedara en libertad por falta de pruebas.
La falta de pruebas no es sinónimo de inocencia, menos cuando algo así ocurre en la institución que la persona dirige. Demuestra, en todo caso, que su función en el hecho fue poner la cara ante la opinión pública y defender la versión oficial de los hechos, lo cual no lo incriminaba penalmente. Sin embargo -y para fines de este análisis- lo ocurrido en Pavón durante su gestión demuestra su función en el sistema político. Como les sucede a muchos funcionarios, puede ser que era conveniente que él ni supiera de la operación, sino hasta el momento indicado con el guion elaborado. Ya en medio de la poza, lo mejor es seguir nadando para no hundirse… diez meses de nado forzado.
La mecánica del patrimonialismo -o de la corrupción en términos más llanos- es que, desde el presidente hasta muchos funcionarios en puestos de dirección de instituciones menores, saben que predomina un pacto, una regla informal: los funcionarios dejan hacer a cambio de algo, por lo regular beneficios producto de la corrupción, pero en otros casos a cambio de no ser entregados al escrutinio público por su incompetencia o por acciones indebidas en el pasado. Algunos incluso llegan a afirmar que para poder hacer algo hay que dejar hacer mucho. En todo caso, cuando la corrupción es el patrón que domina la gestión pública, toda persona en un puesto de dirección técnica o política sabe que hay cosas que no se pueden tocar si quiere permanecer en el puesto, en el mejor de los casos, o ser encarcelado y hasta asesinado, en el peor de ellos.
A diferencia de Jimmy Morales, que parece haber pasado cuatro años en estado de ebriedad -en serio-, Giammattei es iracundo, habla y grita fuerte, es claramente autoritario y no escatima adjetivos para referirse a la necesidad urgente que tiene Guatemala de retomar las riendas (¿cuáles?) con la firmeza de un hombre recio y duro, que conoce la muerte de cerca (así lo dijo en su discurso de toma de posesión), que es portador de los valores más sagrados de la sociedad (Dios, por supuesto, no la Constitución Política, sobre la cual no hizo el juramento presidencial sino sobre una Biblia de edición gruesa y llamativa, algo que fue aclamado por las principales iglesias evangélicas del país).
Más allá de su personalidad, Giammattei ha dejado claro en sus primeros días de gobierno a quién referirse con solemnidad. En su discurso de toma de posesión, anunció que presentará una iniciativa de ley al Congreso de la República para declarar a las pandillas terroristas (eufórico aplauso en el auditorio) y que disolverá la Secretaría de Asuntos Administrativos y Seguridad, SAAS, encargada de la seguridad del presidente para encargar dicha tarea a los militares, además de anunciar planes de reactivación económica y toda la retórica de rigor sobre el combate a la pobreza y demás males aparentemente menores ya que las pandillas fueron el primer punto de su discurso. También anunció la creación de una comisión para el combate contra la corrupción, integrada, entre otros, por la actual fiscal general, María Consuelo Porras, quien por su inactividad ha sido clave en el proceso de desmantelar los avances en la lucha contra la corrupción.
Lo de las pandillas recuerda a Otto Pérez Molina quien en su campaña electoral en 2011 ofreció «mano dura» y al final no pasó nada. Recurrir a las pandillas como el mal mayor de los países ha sido una estrategia usada también en Honduras y El Salvador -y con Trump en Estados Unidos. Está de más recordar que en los tres países ese discurso ha sido útil para alimentar el pánico social y posicionar a los mandatarios como una especie de súper héroes. En ninguno de los países, sin embargo, eso ha dado los resultados anunciados. El Salvador es el mejor ejemplo ya que en ese país el término terrorismo ha sido usado contra las pandillas en las leyes, en la política de seguridad y hasta en la declaración de guerra que hizo el anterior presidente Sánchez Cerén. Al final, las pandillas continúan y crecen al margen de ese tipo de política. Es en otro tipo de política, la informal, en donde se encuentran de mejor manera funcionarios y pandillas. Además, como otros problemas de estos países, las pandillas son la expresión de la desigualdad, la violencia como recurso para todo y, sobre todo, son resultado de un sistema político que, al contrario, depende de su existencia ¿qué harían estos presidentes sin ellas para tener a quien culpar de todos los males de los países?
La retórica del terrorismo para tratar un tema que mas bien tiene raíces sociales se hace aún más preocupante en términos democráticos cuando se acompaña de una serie de expresiones y acciones que demuestran el reposicionamiento formal de los militares en el Estado.
La cada vez más explícita dependencia de los gobiernos de posguerra en la institución armada va en detrimento de las expectativas que el proceso de democratización despertó en las sociedades centroamericanas. En El Salvador en 1992 y en Guatemala en 1996 se firmaron acuerdos de paz que incluyeron la reforma militar como un pilar fundamental de la democracia y la paz. En Honduras no hubo proceso de paz ni reforma militar sustancial, hubo cambios, pero no en las proporciones necesarias para garantizar el ajuste del sistema político a la ola de democratización en la que estaba embarcada la región.
Esas reformas incluyeron la reducción del presupuesto militar y de la cantidad de efectivos, además del desmantelamiento o limitación de una serie de estructuras institucionales de control (estados mayores, inteligencia militar) así como la reducción de prerrogativas que gozaban los miembros de las instituciones armadas (bancos, institutos de previsión militar, comisariatos, etc.).
Hubo avances significativos en ese proceso y las fuerzas militares en El Salvador y Guatemala apuntaban, al menos formalmente, a una transformación necesaria en términos democráticos. Sin embargo, paralelamente les fueron asignadas tareas que se alejaban no solo de los comprometido en los acuerdos de paz sino también de la función que una institución militar debe cumplir en una sociedad democrática, especialmente en países que no tienen amenazas bélicas externas que requieran el despliegue de fuerza militar. Los militares compensaron las reducciones producidas por la reforma militar con una creciente participación en la seguridad pública, en la protección de industrias extractivas y, más recientemente, en la reducción de la migración. Han logrado así justificar su existencia -y ahora su crecimiento- abarcando ámbitos que deberían ser competencia de otras instituciones, civiles y democráticas.
Lo anterior en el plano formal. Informalmente, la continuidad de lo militar en el sistema político ha ocurrido a través de los ex militares que participan de diversas formas en la política. En el caso de Guatemala, Otto Pérez Molina es la máxima representación de esa situación. No le fue bien. Con Jimmy Morales, numerosos exmilitares formaron parte del partido político que lo llevó a la presidencia, fueron diputados y asesores de diferentes instituciones. Y con Giammattei, los exmilitares vuelven a ocupar puestos importantes dentro de la administración pública o están emparentados con personas que ocupan dichos cargos.
El Ministro de Gobernación de la nueva administración es Edgar Godoy, militar compañero de promoción de Otto Pérez Molina y allegado al General Ortega Menaldo, un nombre que produce eco en los corredores tenebrosos de la historia de Guatemala. Godoy tuvo cargos que dentro de la dinámica militar y política del país fueron clave: subdirector de inteligencia militar durante el primero gobierno democrático en la transición, el de Vinicio Cerezo Arévalo (1986-1991); fue sub jefe del Estado Mayor Presidencial durante el gobierno de Serrano Elías (el presidente del «auto golpe» en 1993). Ambos cargos fueron fundamentales en la lógica de la democracia tutelada: el gobierno de Cerezo Arévalo fue parte de una transición controlada por un ejército que se encontraba aún en guerra y el quiebre institucional de Serrano Elías estuvo fuertemente influenciado por las dinámicas internas del ejército en aquel entonces.
Godoy ha sido crítico de los procesos de democratización y reforma del Estado, especialmente en lo relacionado con la reforma militar. En sus columnas de opinión criticó fuertemente a la CICIG y antes de ocupar el cargo, fue contratista de la Municipalidad de la Ciudad de Guatemala dirigida por Álvaro Arzú, un férreo antagonista de la misma comisión.
Al frente del gabinete de seguridad e inteligencia está el general retirado Roy Dedet Casprowitz, un militar que ha estado presente en varios gobiernos desde la transición a la democracia como parte de una red, la de Ortega Menaldo, que representa la sección de más extrema derecha de los militares en el país y que se insertan en el partido político que más convenga para asegurar su permanencia en la administración del Estado.
La lista de exmilitares es larga en el gabinete de Giammattei y todos tienen algunos rasgos en común: fueron parte de la inteligencia militar, estuvieron en el Estado Mayor Presidencial, han sido vinculados a casos de corrupción y algunos fueron parte de intentos de golpes de Estado al primer gobierno de la fase democrática de este tiempo, otros han sido asesores de varios políticos antidemocráticos y hasta consultores para defender a Efraín Ríos Montt durante el juicio por genocidio. Joyas de la corona autoritaria y antidemocrática del país.
De esas redes hay muchas y fueron la razón por la que originalmente se luchó por la CICIG que, en su versión original, debía investigar los cuerpos ilegales de seguridad y aparatos clandestinos de seguridad (CICIACS). Sin embargo, en el 2006, cuando se creó la CICIG, esas redes estaban más preocupadas por las violaciones a los derechos humanos que por la corrupción, de la cual siempre se sintieron -y de hecho lo son- impunes. Su labor siempre fue doble: controlar el Estado y garantizar la corrupción. De lo primero había que rendir cuentas en materia de derechos humanos. Lo segundo siempre ocurrió en el subsuelo y especialmente durante la nueva democracia, que tenía a los civiles para ser la cara pública de las instituciones.
El 2015 fue el quiebre, cuando se demostró que esa impunidad, la de la corrupción, tal vez no podía ser absoluta. Los militares activos, los del Ministerio de la Defensa, acuerparon públicamente a Jimmy Morales en su lucha contra los que estaban en contra de la corrupción. Jimmy Morales estuvo rodeado -alcoholizado y bien pagado- por militares y exmilitares de tenebroso pasado y presente. Al salir de la presidencia se acabó la protección militar de Jimmy Morales pero le aseguraron el último beneficio de impunidad, el Parlacen. Giammattei está también rodeado, pero más explícitamente, del mismo tipo de militares y exmilitares. Su apuesta por ese apoyo es un avance en el retroceso de la tan accidentada democratización institucional del país.
En su discurso de toma de mando como Comandante General del Ejército, el pasado 16 de enero en las instalaciones de la Primera Brigada de Infantería «Mariscal Zabala» -lugar que fue utilizado como prisión de políticos y empresarios por casos de corrupción y en donde él estuvo diez meses privado de su libertad- Giammattei dijo que «Hoy mi compromiso con el Ejército es reforzarlo» y aludió a su plan de aumento del pie de fuerza, provisión de equipo y asesoría técnica por parte de las fuerzas militares de Colombia, país con una institución militar de más de 350,000 efectivos y una larga historia de conflictos y violencia política no resuelta. Las coincidencias con ese país van más allá de la función de sus ejércitos.
Al siguiente día, Giammattei anunció que dos municipios del departamento de Guatemala entraban en estado de emergencia y desplegó un fuerte contingente de militares y policías para combatir a las pandillas y el crimen organizado. San Juan Sacatepequez, uno de los municipios que junto con Mixco entraron en estado de emergencia, es ampliamente conocido por los conflictos derivados de la explotación de recursos naturales por parte de industrias extractivas, acciones de grupos de vigilantismo vinculados a militares y relacionados con esas industrias, altos niveles de pobreza e inseguridad. Y también pandillas. El mismo día anunció el rompimiento de las relaciones diplomáticas con Venezuela y el cierre de su embajada, algo que ya se había iniciado con Jimmy Morales.
Guatemala vivió un momento en el que se despertaron expectativas, cuando las investigaciones sobre corrupción lograron tocar los tres poderes reales del Estado: empresarios, militares y evangélicos y, por supuesto, a sus operadores, los políticos presidentes, ministros, directores y otros funcionarios.
Hacer predicciones sobre el nuevo presidente es un despropósito cuando toda la maquinaria patrimonial está en marcha, aceitada por el autoritarismo y el revestimiento de una democracia formal, incapaz de mejorarse con más democracia. Giammattei llega a la presidencia cuando la reparación de las fugas en las tuberías de ese sistema ya había iniciado y da los mensajes propios de un fontanero acreditado para permitir que los principales interesados hagan su trabajo. Honduras hace lo mismo al negar la continuidad de la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras, MACCIH, que aunque con menos capacidades que la CICIG, logró demostrar que la impunidad es posible combatirla. En Colombia, los acuerdos de paz no han logrado generar cambios que indiquen una dirección diferente a la ya conocida. Iván Duque, presidente de Colombia y Juan Orlando Hernández fueron gratamente saludados por el entrante presidente Giammattei en su discurso inaugural.
Hay países insignia en la sofisticación del modelo patrimonial del sistema político en Latinoamérica. Un país aprende del otro y de eso se pueden extraer señales claras del presente que vivimos: los avances democráticos tuvieron su límite al tocar el fondo de las instituciones políticas que sostienen el modelo de acumulación de muchos países de la región y la complementariedad de intereses de los poderes más tradicionales. Militares, empresarios, iglesias y políticos, recuerdan la fortaleza de su vínculo histórico, ese que formó estos estados y que resiste su transformación.
¿Trae Giammattei algo diferente al país? Tenemos cuatro años para saberlo.
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