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Fotografía Archivo: Martín Cálix
El sábado 17 de agosto se debió celebrar el clásico del fútbol hondureño, Olimpia versus Motagua. En su lugar, cuatro personas fallecieron y decenas más resultaron heridas por una trifulca o por la nube de gas lacrimógeno que intoxicó a centenares de personas dentro del estadio nacional Tiburcio Carías Andino de la ciudad de Tegucigalpa. Una vez más, la violencia y el caos se apoderó del evento mediático y social más importante de Honduras, el fútbol.
En las múltiples declaraciones que invaden los medios de comunicación durante y después de estos lamentables hechos, no faltan las que argumentan que estas cosas ocurren en muchos países. Si bien eso es cierto, hay dos reacciones que es inevitable expresar. La primera es que el dolor de las familias de las víctimas no será jamás superado sabiendo que en otros inimaginables países “estas cosas también pasan”. Pasó aquí, pasó ese día y cobró la vida de un ser amado, y eso hace que lo ocurrido sea excepcional para su familia, así suceda en otros países.
La segunda es que cuando estos hechos son repetitivos, como ocurre en Honduras, dejan de ser justificables al compararse con otras latitudes. No son -y nunca lo fueron- asuntos de fútbol ni de barras. Son el resultado de la negligencia.
Para entender que la negligencia causa la violencia en los eventos de fútbol en Honduras, debemos superar las explicaciones simplistas e inmediatas que buscan encontrar en los detalles, las causas de los problemas: un joven armado, un bus apedreado, un partido cancelado, barras y aficionados eufóricos y agresivos. Eso, sí ocurre en otros países y no causa repetitivamente la muerte y el caos en los estadios. Tampoco es suficiente reducir lo sucedido -o tantas veces sucedido- a conspiraciones de terroristas o mareros infiltrados con fines políticos de desestabilización.
¿De qué está hecha la mezcla que detona la violencia en los estadios de Honduras? Hay cinco particularidades que son cíclicas y que hacen de Honduras una excepción que bota cualquier comparación. La primera particularidad es que el problema es siempre atribuido a los efectos y no a las causas de la violencia generalizada en el país. No hace falta repetir que Honduras es uno de los países más violentos del mundo. A pesar de una inexplicable baja en los indicadores de homicidio, el país no deja de ser violento. Los indicadores están un poco más bajos que otros años, pero aún así, siguen estando por encima de la media latinoamericana y mundial. Por otro lado, un indicador como el de homicidios, nada informa sobre la violencia en la vida diaria, en las relaciones sociales, en la conducta y predisposición de las personas, en el miedo y en el odio.
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Entonces ¿Porqué esa violencia no tendría que invadir un evento deportivo masivo, como el clásico futbolístico hondureño? Que además ocurre en un estadio vetusto que se convirtió en el ombligo de una ciudad que creció desordenadamente alrededor, no de sus paredes, sino prácticamente de la gramilla de su cancha.
La segunda particularidad es que pareciera que con olvidar lo ocurrido días o semanas atrás, las cosas serán diferentes en el partido del próximo fin de semana. La noticia sobre la muerte y el caos en el partido del sábado se olvida el lunes. Rápidamente los medios de comunicación, los cronistas y expertos en fútbol, se dedicarán a rehacer sus análisis y pronósticos sobre el resultado del encuentro postergado. Todo vuelve a esa normalidad de euforia y expectativa deportiva que alimentará la próxima venta de taquilla.
La tercera particularidad es que los clubes asegurarán a la afición, al país completo, que su equipo no los defraudará, que están más preparados que nunca, que “vamos con más ganas”. En un país en donde los hechos trágicos son el pronóstico más seguro ¿Están completamente libres de esa responsabilidad los clubes deportivos? Si no es legal la responsabilidad, será al menos moral. Esa pregunta se extiende a las empresas patrocinadoras. El argumento de responsabilidad empresarial de que se apoya al deporte nacional es el humo de una hoguera que arde con los beneficios económicos que ese patrocinio genera. Es cierto que en todos los países los clubes y empresas han hecho del fútbol un gran negocio, pero no en todos se desligan públicamente o ignoran con un silencio absoluto su responsabilidad frente al caos y violencia que acompaña sus réditos.
Cuarta particularidad. La respuesta del Estado hondureño es policía y mucho gas lacrimógeno, cuando el problema amerita un tratamiento preventivo, no de un día antes, sino del tipo de prevención que requiere una política social orientada a la transformación de conductas violentas, tanto de la población como de sus propias fuerzas de seguridad.
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Cualquier policía en el mundo puede hacer un buen trabajo cuando tiene las condiciones adecuadas. La Policía Nacional de Honduras no las tiene por muchas razones. Por un lado, el hecho de que los partidos de fútbol son eventos privados en instalaciones públicas lleva a que se trate a la institución como un servicio pagado del cual solo se esperan resultados sin permitir una planificación seria desde el punto de vista de la seguridad. Se exige que haya más policías en los estadios, que tengan especialización en el manejo de eventos deportivos, que tengan más armas e incluso, que sea el Ejército el que tome el control, que se haga mejor inteligencia y que se trate el tema como terrorismo, crimen organizado o conspiraciones políticas de desestabilización. Se niega el hecho comprobado de que más policías no significa más seguridad. Al contrario -y especialmente en eventos masivos-la presencia de más policías aumenta el riesgo de confrontaciones. La combinación de armas largas y masas enardecidas solo se traduce en altas posibilidades de muchas personas muertas y, consecuentemente, violaciones a los derechos humanos. Tal como se comprueba una y otra vez, lanzar gas lacrimógeno dentro de un estadio es una violación de protocolos que cualquier academia de policía enseña en el curso básico de sus cadetes. El caos y descontrol que eso genera pone en riesgo la vida de las personas y esfuma cualquier posibilidad de controlar la situación.
Muchos policías asignados a los estadios saben que van en condiciones desfavorables para hacer un buen trabajo. La presión que ejercen sobre ellos es política, su carrera está en juego. Otros, son cadetes recién ingresados que, atemorizados por su inexperiencia, solo pueden responder con violencia ante cualquier provocación, normal en el fútbol. Otros son unidades especializadas en control de disturbios cuya presencia es una invitación a la violencia en un país en donde, lejos de intimidar, representan la cara de una represión generalizada, el blanco de un descontento social que encuentra en la puerta del estadio el símbolo de un Estado que ha sido sistemáticamente confrontado en las calles. Los protocolos internacionales dictan que las unidades de choque, los grupos élite antidisturbios, no son para exhibir o para disuadir, son para actuar una vez que todos los mecanismos no violentos han sido agotados. No se muestran, porque su presencia es sinónimo de uso de la fuerza y eso, en un país en donde la violencia se premia, es una invitación que no se rechaza. Pensar que con una tanqueta de agua se controla una multitud enardecida en la puerta de un estadio solo puede ser resultado de la inexperiencia, del miedo o de la idea de que la represión irracional acumula méritos. El anuncio de que el Estado pegará más fuerte ante cualquier provocación es la banda sonora del autoritarismo y las violaciones a los derechos humanos.
Con un poco de holgura democrática y menos expectativa de represión, la Policía podría manejar mejor la situación ya que conocen el comportamiento de la población en esos eventos, de los aficionados, de las barras. Hay muchos policías que saben que los tiempos de entrada y salida de las barras deben ser diferentes y amplios, que no se puede revolver a esos grupos, que pueden entablar diálogo con los líderes y respetar los acuerdos, que los anillos de seguridad no se instalan unas horas antes. Sin embargo, muchos acontecimientos lamentables han ocurrido porque lo planificado es cambiado a última hora, porque se presiona la salida de las barras porque hay que apagar la luz de estadio, porque no le dan condiciones favorables a los policías por las horas a las que terminan los partidos, porque cambiaron al último comisario que sí sabía cómo lidiar con la situación, porque llegó alguien que quiere demostrar que con la fuerza se logra todo, porque no aparece la persona que tiene la llave los portones, porque el lunes hay manifestación y toca otra vez salir a controlar masas con los mismos policías cansados, porque no hay gasolina, carros patrulla, suficientes policías o voluntad para prevenir la violencia en los desplazamientos de los barristas entre las ciudades los días de partido.
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Una fuerza policial democrática conversa, escucha, atiende y previene; privilegia la seguridad de todos los ciudadanos por encima del rédito que genera el evento privado, sin importar si son aficionados, barristas, directivos de clubes o jugadores. No se puede esperar que la policía haga bien su trabajo si lo que se espera de ella es que los partidos de fútbol en Honduras sean eventos excepcionales de armonía social cuando el país ha estado inmerso en la violencia y la inestabilidad; que resguarden las mallas que dividen la cancha de los aficionados como si éstas fueran velos sagrados que sentencian a lapidación a quien se atreva tocarlos; que den la cara explicando lo sucedido cuando no han tenido las condiciones adecuadas para evitarlo.
Finalmente, la quinta consideración alude a las barras. Sí, hay barras en otros países, pero un entendimiento más profundo de éstas demuestra que ellas son la expresión de la sociedad en la que existen. Las barras en Honduras han sido recurrentemente la excusa para explicar problemas sociales de forma simplista. ¿Qué las hace diferentes de otras barras en otros países?
La pasión de los miembros de las barras de Honduras por sus equipos está acompañada de la precariedad social y violencia generalizada en la que vive la mayoría de sus miembros. Son jóvenes que provienen de barrios y comunidades en donde la educación no ofrece una mejor opción de vida; jóvenes para los que el mercado laboral está cerrado, porque eso le pasa a la mayoría de jóvenes en el país. Jóvenes que encuentran en la barra una identidad de grupo, una solidaridad y compañerismo que genera unas relaciones afectivas que de alguna manera llena los vacíos que producen entornos familiares violentos. También son jóvenes que desde la infancia han tenido que aprender a sobrevivir en barrios extremadamente violentos, controlados, reprimidos, en los que saben que la vida es corta, muy corta, y que no hay futuro, solo un presente que es mejor vivirlo con intensidad. Son jóvenes como cualquier otro joven de los barrios duros de Honduras -que son casi todos- con sueños que se diluyen en un día a día marcado por la precariedad. En ese contexto, la violencia, las drogas, el alcoholismo, la violencia de género, la pobreza y el desempleo se traducen en un ímpetu que no mide riesgos, que busca defender lo único que se posee, la identidad colectiva, el color del equipo y la memoria de muchos otros, iguales que ellos, que dejaron la vida en la vorágine de un sábado como el pasado 17 de Agosto.
En las barras también se reproduce la violencia generalizada en el país. Una violencia que ha marcado a las personas desde su infancia y que no diferencia de quien la ejerce individual o colectivamente, quien la ejerce contra la mujer y los niños y niñas. Hay algo que anda muy mal en una sociedad cuando centenares de jóvenes están dispuestos a dar o quitar la vida por un color, una consigna, un nombre o una calle. La violencia que reproducen las barras no es diferente a la violencia que existe en toda la sociedad, porque las barras son la sociedad y sentenciar simplistamente eso como terrorismo es condenar a una sociedad completa, o al menos, a un buen grupo de su juventud.
Pocas personas saben -y algunas aunque lo sepan lo niegan- que las barras hacen enormes esfuerzos por planificar la seguridad en los eventos deportivos, por establecer el diálogo, por llevar la mayor cantidad de jóvenes a los escasos proyectos de prevención que incluyen a este tipo de población. Las barras en Honduras son organismos vivos que se nutren de jóvenes en busca de sentido de pertenencia, de inclusión, en una sociedad que al contrario excluye y margina. El esfuerzo de las barras ha sido transformar el que la violencia sea parte de esa identidad, sin embargo, el muro de indiferencia y estigmatización al que se enfrentan solo refuerza la tendencia a defender con agresividad lo único que se tiene, el grupo mismo.
Hay altos niveles de violencia en las barras, no por el hecho de ser barras, sino porque son barras en Honduras. Comprender esto requiere acercarse a las barras desde una perspectiva social, humana y contextualizada. La salida más fácil ha sido aplicar etiquetas que despiertan el desprecio social sobre las barras y que justifican la represión como única salida al problema. No se resuelve el problema escalando la categoría con que se les define: de antisociales a delincuentes, a criminales organizados, a terroristas ¿Qué seguirá después?
Alguien dijo (ya se sabe que no fue A. Einstein) que la locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes. Aquí le hemos llamado negligencia. Cuando una comisión de disciplina sanciona a un equipo prohibiéndole que su afición entre al estadio durante los partidos, especialmente si hay un clásico, es negligente. Las consecuencias de ese tipo de sanciones están lejos de ser solamente jurídicas, son sociales. Ese tipo de comisiones debe ver más allá del futbol y prever las consecuencias que sus decisiones tienen sin importar sobre cuál equipo recae la sanción. No es suficiente desligarse de la responsabilidad y dejar el problema en manos, por ejemplo, de la policía. Si una sanción produce tantos problemas, sería lógico preguntar si son adecuados los criterios a partir de los cuales la comisión toma sus decisiones. La disciplina por supuesto que es necesaria y debe ser bien calculada para que sea formativa y constructiva. Si produce lo contrario, como sucedió en esta ocasión, la respuesta no debe ser tomar medidas más drásticas, sino más inteligentes, adecuadas al contexto y previsoras de las consecuencias que produce.
Es negligencia esperar que la policía contenga, vía represión, un descontento que solo tendrá un desenlace fatal. Lo es también explicarle a la población que todo es producto de “terroristas”, “pandilleros infiltrados” o “delincuentes individuales”, tal como fue comunicado por el Presidente. El problema tiene raíces profundas en una sociedad violenta que se niega a sí misma, esperando que en el próximo partido será todo diferente, aunque se haga exactamente lo mismo. No se hace nada diferente al anunciar que el problema será tratado como la conspiración de un terrorismo que intencionadamente busca fines políticos y con eso pretender reafirmar una legitimidad cuestionada. Tampoco ayuda incentivar la estigmatización al decir que se debe castigar a “barras criminales” como lo djjo un representante de la iglesia católica que, en lugar de buscar la paz, clama por un tratamiento al estilo de la inquisión del medioevo.
Desde hace tiempo no se está proponiendo algo diferente a lo que ya se ha hecho antes, es decir, se repite la respuesta de reducir el problema a una conducta violenta y desordenada de aficionados y barras que será tratado con medidas extremas de demostración de fuerza, de represión.
Esta situación amerita hacer algo diferente, entender que la violencia en un estadio es solo la punta de un iceberg social que involucra a clubes deportivos, comisiones, anunciantes, empresas de venta de boletos, policía, barras, la liga nacional y los medios de comunicación. De parte del Estado la responsabilidad es mucho más amplia: políticas de seguridad que no se centren únicamente en la demostración de fuerza sino en la comprensión social de los problemas que generan la inseguridad, la corrupción (incluida aquí aquella que puede estar vinculada al fútbol), el descontento y la violencia social generalizada.
El presidente anunció en un comunicado que “Los estadios deben ser espacios de sana convivencia entre gente civilizada, en familia, entre amigos.” Algo diferente, que evite que los hechos del 17 de agosto no se repitan, será lograr que más que los estadios, sea la sociedad, Honduras, lo que deba ser un espacio de sana convivencia entre gente civilizada, en familia, entre amigos. Lo contrario será hacer lo mismo, la negligencia.
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1 comentario en “No fue el fútbol, fue la negligencia”
Excelente artículo, muy acertado todo lo aquí escrito