Hacia finales de octubre y principios del mes de noviembre de 1998 Centroamérica se vio devastada por el huracán Mitch. Casi 20 mil muertos dejó. En Honduras se suele hablar de un antes y un después del Mitch, por su magnitud, por el efecto inmediato, y por el tamaño del fenómeno. Las consecuencias en lo que vino después: una lenta recuperación, aunque en el país se suele decir que jamás nos hemos recuperado del todo luego del efecto que el huracán Mitch provocó en la geografía, la arquitectura, la economía y la memoria del país. Este texto que publicamos, de alguna manera, intenta ser una postal de la memoria, si acaso se puede construir una postal de la memoria, ese museo que los hondureños cargamos en nuestros recuerdos.
Texto: Martín Cálix
Portada: Fabricio Estrada
Qué será de este lugar
–digamos–
de aquí a doscientos cincuenta años.
Cómo será cuando la lluvia en ruinas
se plague de nubes fósiles
cuando las raíces sean
solamente
un recuerdo vago de mis huesos.
Fabricio Estrada | en Sextos de lluvia, 1998
Hace veinte años mi padre tenía un brazo fracturado por un accidente en moto. Hace veinte años una alergia me había confinado al interior de casa. Hace veinte años Francia levantaba la copa del mundo. Hace veinte años la vida en análogo, que era como la conocíamos, comenzaba a despedirse. Dicen –quienes saben lo que dicen– que los hondureños conjuramos las tragedias más o menos en intervalos de 20 años.
Mi padre siempre me hablaba del huracán del 74, crecí escuchando la versión de quienes sobrevivieron al Fifí, imaginando –o al menos intentando imaginar– las calles convertidas en ríos. Contar y volver a contar la devastación acuática, aquel contar con miedo desde la distancia de lo que parece haber sucedido sugiere un conjuro. Dicen –quienes saben lo que dicen– que sólo existe aquello que puede ser nombrado.
Mi padre no lo sabía, pero entonces conjuraba al viento, conjuraba a la lluvia, conjuraba la palabra «huracán». Y un día, entonces, vino el huracán Mitch.
***
Yo no sabía que un huracán levantaba cosas y se llevaba a los niños. No sabía que el agua podía reclamar aquello que le hemos quitado. Entonces, supe que su voz estaba fragmentada en pequeños trozos de silencio.
Hace veinte años, mi generación conoció el estruendo del cielo al caerse en pedazos y celebramos con extraña alegría el ser los que podíamos abrir la puerta del nuevo siglo porque el río de la muerte no nos llevó a nosotros. Hace veinte años, la devastación acuática en la memoria nuestra.
La palabra «miedo» cobrando sentido cuando el agua lo cubre todo: portadas de periódicos, noticiarios, calles.
Cómo es el miedo –intento recordar– de la hidrofobia pasajera, el miedo de estar atrapado en una isla transitoria, el miedo de ese vacío, el miedo a ese silencio que vino después, a esa memoria quebrándose con el paso del tiempo, el miedo a no saber.
***
Ahora parece que pocos lo recuerdan bien, ahora sólo va quedando algo, una sensación de lo que sucedió, de que ocurrió más o menos así, que fuimos engullidos por el dragón y vomitados casi de inmediato. Esto somos. Y aquello –que late en la memoria– quizá.
Barrios enteros fueron borrados de la geografía que poco a poco tomó otro rostro: el rostro ausente de los que murieron. La electricidad interrumpida. Las reuniones familiares para contar a los miembros, para que los mayores se aseguraran de que estábamos todos, que nadie faltaba. Mi tío, el menor, mi primo, de la misma edad mía, las niñas. Nos contaban a la luz de una veladora que ya no servía sólo para rendir tributo al santo, sino para vernos apenas los rostros, los ojos llenos de susto. Nos habitaba una angustia, el extraño sentir del que sobrevive.
***
Visto desde la distancia, un huracán no es un huracán, un huracán es la idea de un huracán.
Nos engañamos, nos decimos que no volverá cuando, en realidad, queremos decir que siempre puede volver ese animal que no entendemos, que no nos entiende. Puede volver y reírse de nosotros, de nuestro miedo.
El agua no siempre tiene la bondad de la vida. Habita en ella aquello que no sabemos, que sólo intuimos. Porque intuir es algo que nos heredaron los que sobrevivieron a 1974. La historia –dicen quienes saben de historia– la escriben los que vencieron, pero nuestra historia ha sido construida desde el alfabeto de las cosas perdidas: los derrotados nombran el silencio con su voz acuática.
Sigo escuchando a mi padre decir «por aquí pasó el Fifí», y siento miedo. Se lo he dicho. Y entonces él calla. Calla un rato, e insiste: «cuando el Fifí yo tenía…» y entonces cierro los ojos, me esfuerzo en ver con los otros ojos: sus ojos que son los de mi alma. Veo aquello que intenta con tanto esmero decir para que yo entienda. Cuenta, como quien narra desde la memoria que permanece intacta, cuando todos sabemos que no hay mayor farsa que la memoria. Porque la memoria está construida de falsas impresiones, de ideas en vano, de aquello que creemos pero que no es. Un recuerdo vago, dicen, pero nadie sabe qué es un recuerdo vago.
***
La palabra vestigio, la palabra memoria, las palabras que hemos olvidado para describir nuestros ojos viendo la lluvia en un papel que estaba destinado a no quedar en blanco pero que el agua sumó a sus piedras molidas por el cauce del vendaval. La palabra vendaval, las palabras que iban a decirse aquellos que se ahogaron con la palabra lluvia en la boca del estómago. La palabra árbol, la palabra casa, la palabra sencilla que recuerda el fuego sobre el rostro en una noche fría de hace poco más de diez, quince mil años antes de aquel que dicen que vino y que luego se fue para volver por los que olvidó pero jamás entonces hemos vuelto a saber. La palabra que dicen evoca futuro, la palabra que entonces conjura la devastación, ésa es nuestra, y esa palabra es «Mitch».
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Huracán es la serpiente de fuego y de agua que baja del cielo.
Su canto es más o menos así: silba el lenguaje de las aves de la creación y las aves acuden al llamado acuático de la devastación.
Los hijos del corazón del cielo lamentan ser imperfectos. De nada sirve tanta plegaria, tanto rezo de los abuelos.
***
Todo dragón es más peligroso cuando duerme. Todo animal encierra en su corazón la razón de un presagio que intuye ciertos finales. Hubo un tiempo en el que todos cantábamos a la nada, pero luego vino la devastación acuática y los hombres que sobrevivieron fueron obligados a permanecer en trance –en pena– de allá volvieron sólo cuando el dragón con las encías ensangrentadas les extirpó la ternura de sus corazones.
Todo fuego fue apagado, la memoria rota en un pañuelo húmedo: 1998.