Un lugar en Los Confines para la poesía

Si la poesía es ese vaso que lo comunica todo, el poeta es un medio, un parlante en estéreo. Los festivales de poesía entonces son las membranas que cubren todo lo que tienen que cubrir mientras duran, y no duran tanto. Son como los frutos de temporada antes de la era Monsanto. En sí, la variante más exótica de la propaganda del lenguaje, ésa, que se da el lujo de reunir a muchas personas alrededor de un único objetivo: la voz de la palabra, la poesía.

Gracias, que es un pueblo pequeño en el occidente hondureño, ubicado en el departamento de Lempira, custodiado por retenes militares y en pleno apogeo del turismo de vida natural, es también la sede del Festival Internacional de Poesía de Los Confines, convocado como una especie de audiencia contemporánea, en donde la poesía recrea el bosque del lenguaje. Si olvidamos por un instante que es Gracias la tierra que vio nacer a Juan Orlando Hernández, podemos entonces detenernos en otros detalles: los niños, por ejemplo, las calles empedradas y las infinitas posibilidades de este lugar.

El Festival Internacional de Poesía de Los Confines, un festival que aunque convocado desde la palabra ha sido, desde su primera edición, un festival interdisciplinario con exposiciones de arte, conciertos y conferencias, este año ha crecido, llegando a tener tres sedes: Gracias, Santa Rosa, y Copán Ruinas. Aunque en términos generales, la poesía en Honduras siempre ha parecido tener que recorrer un territorio árido, debido a que cada iniciativa parecía diluirse entre el voluntariado –que dura lo que tiene que durar– y la inexistencia de una gestión efectiva y constante, Los Confines parece presentarse como el festival en Honduras a tomar en cuenta. «Este festival se ha hecho con cero de presupuesto», explica Néstor Ulloa, poeta y miembro del  equipo que hace posible el festival de Los Confines. En ese sentido, muy poco se sabe de aquello que la poesía necesita para ser considerada una industria cultural en términos de festivales y producción editorial.

En Los Confines se presentó la antología «Asamblea» de Juan Carlos Mestre, quizá el poeta extranjero vivo que más ha influenciado a una generación de poetas hondureños. Con esto se cierra un ciclo y se abre otro, desde aquella primera llegada a Honduras, hace 14 años, y «El futuro que no fuimos» de Leonel Alvarado, un poemario que roza la belleza profunda del lenguaje, los dos, editados por la Editorial Universitaria, casa editorial que a propósito del Premio Nacional de Poesía de Los Confines también editó «33 revoluciones para Rodríguez» de Fabricio Estrada, un viaje hacia el legado de Sixto Rodríguez, demostrando que las posibilidades del lenguaje son en infinitas. Alvarado y Estrada, son poetas vitales para comprender no sólo el cambio estético de la poética hondureña –si acaso podemos hablar de «una poética hondureña»– sino que en ellos esto sólo es posible desde el esfuerzo cotidiano de construir un oficio que con los años algunos parecen poner en duda. Editorial Malpaso presentó su colección con la presentación del libro «Minotaura» de la italiana Silvia Favaretto, un sello joven que perfila un catálogo de cuadernillos interesantes. Uno de los profundos aportes en este festival lo hizo Editorial Guaymuras, con la presentación de «Crónica de una cercanía» de Janet Gold, investigadora estadounidense que lleva años sosteniendo un diálogo cercano con la literatura hondureña.

Si la poesía sólo se entiende desde la reinvindicación de la ternura, «El árbol de los libros» demuestra que también es un altar ubicado en lo profundo de un bosque inaccesible para quienes desean destruir la belleza. «El árbol de los libros», es un libro colectivo hecho por los niños de las aldeas de Gracias, los puntos más alejados y rurales de Lempira, niños de la Honduras de allá que sueñan con la complicidad de quien conoce la voz de los ancestros, diseñado por el artista Cristian Gavarrete.

En el marco del festival se entrega el Premio Nacional de Poesía de Los Confines, el cual en su segunda edición obtuvo el poeta Rommel Martínez de Tegucigalpa.

 

 

–Aquí nadie lo quiere. –Dice Osman, un chico que conduce una mototaxi en Gracias, Lempira.

Osman habla de Juan Orlando Hernández, dice también que mucha gente tiene miedo de decir que no es nacionalista porque no quieren tener problemas, que los nacionalistas se enojan. Gracias, un pueblo con calles empedradas y con el título de ciudad, es el lugar donde el Presidente de la Honduras de allá, Juan Orlando Hernández, nació. Su control –que ejerce sobre el pueblo– es en sí, hasta cierto punto simbólico, no sólo real: es un lugar fuertemente militarizado donde la gente camina sin la preocupación de ser asaltada, de paisaje los edificios que datan de la época de cuando este lugar era parte de la colonia española, pero también los borrachos en las calles, tirados, sucios, mal olientes, son de una cantidad considerable, y a pesar de todo eso parece ser un lugar que le apuesta por el turismo natural y cultural.

«La poesía es siempre la conciencia de algo, de lo que no podemos tener conciencia de ninguna otra manera», explicaba el poeta español, Juan Carlos Mestre, mientras presentaba junto a sus compañeros de jurado al ganador del segundo Premio Nacional de Poesía de Los Confines.

Si la poesía es la conciencia de algo de lo que no se puede tener conciencia fuera de la poesía, resulta profundamente lógico que un festival de poesía se haga en el lugar que vio nacer al responsable de un país militarizado, que ha presupuestado más balas que útiles escolares, que ha inventariado más fusiles que libros.

Esto no se trata de hacer otra guerra, porque qué guerra podrían pelear los poetas contra los militares. En todas aquellas que podamos imaginar, el resultado sería el mismo: poetas masacrados. Esto no se trata de no denunciar, sino de construir con la palabra aquella esperanza que los hondureños parecemos tener rota, la esperanza de lo posible, de aquello que podemos soñar por el placer de soñar cosas hermosas que radican en puntos cardinales completamente alejados de toda herrumbre.

No hay futuro sino aquel que pronunciamos con la esperanza de que exista.

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