La lista de asesinatos y las violaciones a los Derechos Humanos continúa agrandándose. En el norte del país, desde el 20 de enero van 4 asesinatos de personas que participaban activamente en las protestas. Honduras se encuentra militarizada y la gente sale, en menor medida que el pasado mes de diciembre de 2017, pero sale aunque tenga miedo, y es el miedo lo que se convierte en la norma. El miedo a los militares y a la imposición de un gobierno que ha asumido que si militariza el país controla la situación.
La Alianza de Oposición convocó a una semana de insurrección a partir del 20 de enero, aunque no queda claro el esquema de organización de este tan anunciado desacato al gobierno, se han realizado distintas tomas de carretera, de barrios y colonias, unas con mayor organicidad que otras. Mientras en el norte del país la tensión y la temperatura sube bajo el asedio de la muerte selectiva, en Tegucigalpa la resistencia –a lo que ya algunos analistas llaman como golpe de Estado– parece anémica. Poca gente sale, poca gente se suma a las débiles convocatorias de la Alianza y al llamado a la insurrección. Una insurrección que a pocos días de la juramentación presidencial no parece terminar de cuajar más allá de los discursos incendiarios de Manuel Zelaya y de algunos de los diputados de la Alianza.
Discursos y más discursos, que intentan encender el fuego de la ansiada insurrección de un pueblo que parece desorientado y con miedo.
La mañana del 23 de enero se volvió a convocar a la gente a que se aglutinara a la altura del Puente Estocolmo, donde el sábado anterior habrían sido reprimidos con gases lacrimógenos y toletes. Los pocos que llegaron tenían a sus espaldas el imponente Estadio Tiburcio Carías Andino donde en su interior se continúa con los preparativos para la toma de posesión de Hernández que está pactada para el día 27 de enero, y de frente las vallas policiales y militares que impidieron el acceso hacia el Congreso Nacional, donde en ese momento se juramentaba con el mayor de los cinismo la nueva legislatura nacional, o vieja, o la misma, da igual: el nacionalista Mauricio Oliva sigue presidiendo la segunda institución del Estado hondureño, un Estado que parece desdibujarse bajo la bota militar y el descaro la derecha hondureña.
A la una de la tarde se había convocado a la entrada principal de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, para la realización de un guancasco cultural. Lo que inicialmente se pretendía que fuera una actividad cultural entre el canto y la alegría estudiantil de los universitarios terminó por ser una larga caminata hacia el sector de Villanueva en la salida a Danlí. Por la tarde la cantidad de persona era todavía menor, mucho menor que lo de la mañana. Y aquello parecía insostenible, aquello fue insostenible: el asedio policial que no se detuvo hasta ahuyentar a los pocos artistas y estudiantes de la UNAH que intentaron realizar un acto cultural en solidaridad con uno de los sectores más golpeados por la represión militar en la ciudad de Tegucigalpa. El sector de Villanueva ha sido un verdadero campo de guerra, pero en esta ocasión nadie se sumó a la actividad, nadie salió a recibir el canto y la alegría universitaria y de los artistas. En estas condiciones, lo más cercano a una actividad cultural fue la entonación del himno nacional por Karla Lara.
La toma de la carretera hacia oriente duró nada, apenas unos minutos, la paciencia de los policías no era tanta y decidieron que era hora de desalojar, no hubo gas esta vez, porque los artistas y los estudiantes corrieron antes de que se dispararan las lacrimógenas, así, la actividad quedaba desarmada y el grupo –desorientado– caminó de regreso por donde vino, custodiado por militares y policías, pero desorientados, desanimados, con miedo quizá.