El suicidio de los poetas

En la casa donde vivo –que no es mi casa y al mismo tiempo lo es– hay una vieja fotografía en blanco y negro. En ella, cinco poetas que posan para una posteridad en la memoria de la amistad. En ella, únicamente reconozco a una persona, de otra se por historias que he ido escuchando de los amigos, de las otras tres personas no se nada, sus rostros aunque alegres no me dicen nada en absoluto.

En febrero de 2017 hice uno de los viajes más largos que alguna vez pensé hacer, sólo amortiguado por la conversación imperiosa de mi compañero de viaje. El poeta Kattán y yo viajamos en condiciones infrahumanas en un autobús de la empresa Tica Bus cuyo mayor desarrollo tecnológico en servicio de transporte es la incipiente red wifi que ofrece a quienes como podemos nos acomodamos en los diminutos espacios entre asiento y asiento.

En la fotografía está Francisco Ruiz Udiel, de quien en este viaje hablaré en distintos momentos, porque al país que viajo es a Nicaragua. La tarea inmediata al llegar a suelo nicaragüense es hacerme con un ejemplar de Alguien me ve llorar en un sueño, libro que yo califico como hermoso. Llegamos a eso de las nueve de la noche a Managua, y la edecán responsable de hacernos viajar 40 km más nos espera con rótulos donde ha escrito nuestros nombres. Nos espera un transporte mucho más cómodo en el que viajaremos de Managua a Granada, por la autopista, de noche, pero antes debemos esperar a los salvadoreños Luis Alvarenga y Alfonso Fajardo. Fajardo es otra leyenda, de quien he sabido por amigos en común, y de quien me daré cuenta más tarde, que es más bajo de cómo me lo imaginaba cuando escuchaba hablar de él (uno suele hacerse mitos), o más bien, de lo enorme de su poesía. Mientras hacemos la espera, compramos un par de cocas en una pulpería donde nos atiende una doña enojada pero que por esas cosas mágicas de la poesía, se relaja al saber que vamos para Granada, nos atiende entonces con menos desdén que al principio, pero está claro que le desagrada conocer a dos escritores, en nosotros nada le produce sorpresa. El expreso salvadoreño llega, y en su arribo una mano nos saluda desde una de las ventanas, es Fajardo.

Kattán es ceremonioso en la presentación, algo que a todos nos provoca gracia, vaya, algo de ternura en eso de los títulos nobiliarios como poeta te presento a poeta, y esas cosas que van desapareciendo cuando llegamos a Granada y lo primero que hacemos es ir por unas Toñas a La Calzada, porque en la cuadra donde está el hotel en el que nos ha alojado el festival no hay electricidad. Excusa que convertimos en razón.

Al día siguiente, poco antes del almuerzo de bienvenida, se ha logrado instalar la feria del libro del festival y tentado por aquello de ir siempre en expedición, lo primero que hago es entrar para preguntar por el poeta Ruiz Udiel. «Sí, ya sólo nos queda un ejemplar», me dice el tendero. Por cien córdobas me hago con el libro publicado en 2005 por Anamá Ediciones, y en el almuerzo se lo muestro a Alfonso.

–Esa vez lo vi, se acababa de ganar este premio –me dice, poniendo el dedo índice sobre la portada, tenía una reunión en su apartamento con vecinos del edificio donde vivía y estaba muy alegre porque iba a poder pagar un año de renta.

Alguien me ve llorar en un sueño es un libro que Mayra me haría leer, poco después de conocernos y como esas lecturas vitales, se ha quedado en mi vida. Éste es un libro al que regreso siempre que necesito volver al lugar donde habita lo desconocido. Para encontrar en él cosas nuevas en cada relectura. Decir que es uno de mis libros de cabecera está de más, pero lo es.

En su «Cada cuatro años nace una poeta suicida», habla de la muerte y la relación que algunas poetas han tenido con ésta. Dedicado entre tres a la Pizarnik. Y de la que Payeras dirá que «es una estación en la perra vida de un semi-poeta. Mi relación con sus libros es de una co-dependencia irresponsable, esa taxidermia de la locura. Soy su amante más raro.» Esto me hace pensar en cada cuánto son cuatro años para un poeta, para una poeta suicida. El tiempo es esa cosa rara que los poetas y la poesía aún no pueden explicar. Cortázar, en su momento le escribiría una carta profundamente dolorosa a Pizarnik. Le hablaría en esa carta de muchas razones, pero sobre todo, de la fuerza de su poesía, de ese mar portentoso que ella misma había creado, y por lo que valía la pena seguir viva lo más que pudiera. Finalmente Pizarnik cedió y su vacío físico fue ocupado por lo atemporal de su poesía.

Roncito en mano –yo cerveza, para no perder la costumbre– y sentados frente al lago en Granada, conversaba en una de esas tardes libres de festival con el investigador y narrador nicaragüense Roberto Carlos Pérez sobre cómo Cervantes era el George Lucas de su época, de El Quijote y Darth Vader. Y de Francisco me diría que aún hoy, es un poeta poco comprendido. De lo duro que resulta leer sus libros. Me dirá que lo dejamos morir. Que no supimos leer entre líneas el dolor que sufría. Y me dirá más cosas, en las que no encontraremos coincidencia pero de las que siempre se sacan tareas interesantes.

–Me escribía y me llamaba para pedirme disculpas si alguna vez me había ofendido. –Me confiesa Javier Alvarado, poeta panameño. –Yo le decía que no.

Al partir, Francisco dejó una especie de ruido de radar, la estática con la que se construye un diálogo entre él y una generación que lo conoció, que sabe que hablar de Ruiz Udiel significa mover esos hilos de la centroamericanidad, los filamentos más finos del ser humano. Es por esta relación que libros como Houdini vuelve a casa de Fabricio Estrada son posibles, y deben entenderse como señales de una comunicación permanente.

Pocos días antes de mi viaje a Granada leía Angelitos empatanados de Andrés Caicedo, un novela completamente poética. La obra de Caicedo está marcada por la misma simbología que todos los que han decidido, voluntariamente –valientemente– emprender la senda que nunca se ha de volver pisar. Caicedo, pero también Ruiz Udiel, Pizarnik, Sexton, Plath, son como los vocalistas grunge que ya no tenemos pero que seguimos releyendo, son nuestro soundtrack de vida. Están esparcidos por una dilatación poética de la vida. Anómalos. Ascendidos a la luz de la palabra eterna. Es por eso que cada cuatro años nacemos muertos.

Alguien me ve llorar en un sueño es un viaje desconocido.

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