Texto: Roberto Hernández
Portada: Persy Cabrera
En nuestra sociedad actual, como en las pasadas, el poder económico se impone sobre todas las cosas, por encima de todas las leyes y valores. Esto no es algo desconocido para nadie. A mayor concentración de dinero, más poder se adquiere. Entre más se tiene, más se vale a ojos de los demás.
Y esto merece ser analizado detenidamente, revisarlo desde la perspectiva más reciente, pero remontándose al pasado.
Este país históricamente ha sido dominado por una oligarquía que ha tenido grandes masas de capital y un gran número de propiedades, y en contraparte, la mayoría de la población ha vivido en condiciones infrahumanas y en constante violación de sus derechos. Este pequeño grupo que ha dominado tanto la economía como la política, generación tras generación, se ha rehusado a repartir parte de sus bienes entre los sectores más desposeídos o a crear las condiciones para el buen vivir colectivo o, por lo menos, para que el país no esté tan jodido, como se dice popularmente.
No ha habido medidas de peso para acortar la brecha de desigualdad entre los más ricos y los más pobres en búsqueda de una sociedad donde el desarrollo humano sea primordial, y no la reproducción del capital. Según cifras de 2023 del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el 64.1 % de la población vive en pobreza —en 2021 la cifra superaba el 70%—; entonces, Honduras sigue siendo uno de los países más pobres del continente, y es el reflejo del fracaso de una nación llevada al borde tras décadas de saqueo, autoritarismo e irrespeto a la dignidad humana.
Mejorar las condiciones socioeconómicas de los hondureños es un reto muy grande que va más allá del asistencialismo y del chantaje político-partidario, que en el fondo no resuelven nada más que las ansias de riqueza de los políticos corruptos.
El Estado hondureño históricamente ha vulnerado derechos humanos al negar buena parte de los 30 derechos que contempla la Declaración Universal que emitió Naciones Unidas en el año 1948, y esto se agravó especialmente durante los últimos tres mandatos nacionalistas, que convirtieron al país en un matadero enloquecido. San Pedro Sula fue considerada la ciudad más violenta del mundo de 2011 a 2014, y el Estado fue convertido en un organismo para el tráfico de drogas a gran escala.
En casos como este no se pueden dar recetas o pautas a seguir. Para que Honduras salga del atolladero en el que está, es necesario, en primer lugar, que desaparezca la vieja política partidaria caracterizada por la concentración de poder y el robo de las arcas públicas que en todo tiempo se ha mantenido. Pero aquí está el detalle: los políticos, lejos de ser facilitadores de soluciones, son un problema en sí mismos. Y desde luego no van a estar dispuestos a modificar un sistema político corrupto del cual se nutren. Mucho menos en estos tiempos de tripartidismo, donde «el más vivo» se quiere imponer y controlar los poderes del Estado a conveniencia de sus partidos o de los caudillos que los controlan, su círculo cercano y los poderes fácticos detrás de los mismos.
Entonces, descartados los políticos como agentes de cambio, tiene que verse la otra variable de esta ecuación, que es la ciudadanía en general, actor imprescindible para la construcción de un Estado de derecho a través de su participación política responsable, que hoy por hoy es muy baja.
La ciudadanía tiene el deber de elegir candidatos a cargos públicos que estén a favor de la democratización de las instituciones, el combate a la criminalidad y la corrupción en todas sus formas, y de la solución gradual de los otros problemas estructurales de peso, como la violencia, la pobreza, la desigualdad y la exclusión. Pero en esta época de profundo individualismo y de apego al dinero como bien supremo y fin último de todas las actividades, las causas comunes han sido relegadas a un nivel inferior, casi subterráneo. Criticamos a los políticos por todos sus abusos y atropellos, pero no asumimos nuestra propia culpa al tolerar y perpetuar un sistema económico injusto que anula las posibilidades de bienestar conjunto. Nos hemos sometido a los designios de los poderosos y, de manera genuflexa, hemos ido oponiendo menos resistencia a aquellos que han despedazado al país año tras año.
¿Qué podemos hacer para revertir esto? ¿Cómo podemos rechazar con actos el continuismo de este calvario?
Es una fantasía creer que Honduras va a ser pionera en crear un nuevo sistema nunca antes visto, cuando ni siquiera hay alternativas viables en los países desarrollados. Pero se puede mejorar, se puede humanizar. El asunto es cómo hacerlo, porque si analizamos la dinámica social imperante nos damos cuenta de que todo se reduce a seguir la tendencia de la sociedad de consumo. Queremos tener la mayor cantidad de pisto para comprar la mayor cantidad de cosas. No somos conscientes de que con este proceder nos convertimos en las piezas de un gran tablero de ajedrez que pelean, sin reflexionar, por un sistema que nos inunda de mercancías, que cosifica a los trabajadores, que concentra la riqueza en un polo de la sociedad y la pobreza en el otro, y que mantiene la tiranía del dinero, convertido casi en un dios que concede los mayores privilegios a sus más afanados acólitos.
Se trabaja para consumir y se consume, según la lógica, para ser feliz, porque la vida solo es una y hay que vivirla de la mejor manera posible. Esta concepción consumista de la existencia, que pone en el centro de todo la obtención de dinero, nos convierte en seres aislados en medio de la muchedumbre también aislada, e impide la unión en pos de metas comunes como la búsqueda de una verdadera democracia, la prevalencia de la justicia, el respeto a las leyes y los derechos humanos.
Si seguimos así, fragmentados, cada uno por su lado, llevando agua solo a su propio molino, este país sin duda no va a tener solución, va a hundirse definitivamente, como indicaría cualquier pronóstico realista. ¿Vale la pena seguir creyendo en una patria mejor cuando a un buen porcentaje de la población poco o nada le importa el bienestar de los demás? ¿Hasta qué punto es factible un cambio de actitud, una conversión hacia la otredad, al respeto de los derechos de los demás como los propios?
«La dictadura de hoy es económica», dijo el escritor portugués José Saramago. Cuánta razón tenía. Y en este país, neocolonia de Estados Unidos, el gran capital, el crimen organizado y cualquier individuo con suficiente plata para hacer lo que quiera, van a seguir siendo los beneficiarios del estado actual de las cosas. Hay que oponernos. Es bien sabido que el ser humano es fuente de inspiración y decepción, de alegría y sufrimiento, de prodigios y horrores, y este caso concreto no es una excepción. Unos nos llenan de admiración a los más humanistas por su entrega y abnegación con las luchas populares y en la creencia en un país mejor; pero otros nos infunden lo contrario. No quiero tener un tono excesivamente moralista, porque no es mi intención, no me queda bien, pero quiero resaltar que nosotros somos la última esperanza. Seamos el cambio que queremos ver.