Cortina de humo

Texto: Alejandra Alvarado
Fotografía: Fernando Destephen


De niña recuerdo a Tegucigalpa un poco más verde y fresca; hoy, veinte años después, está maquillada con tonos grises y líneas amarillas con las que señalizan calles y puentes.

La observo desde el piso número 24 de una torre ubicada en una zona exclusiva de la ciudad, desde acá todo parece más moderno, limpio y «civilizado».

Enfrente veo colonias residenciales con casas de dos pisos y ventanas grandes; ahí sí hay árboles, pocos, pero los hay. No es difícil contar cuántas zonas verdes tengo a la vista, los intentos fallidos de reverdecer la ciudad y otros quizá no tan fallidos.

No puedo ver más allá, no logro ver las montañas que nos rodean y que gracias a ellas le han dado a este lugar el sobrenombre de «el hoyo». Pero no es que la vista no me alcance o que simplemente yo no quiera ver; desde hace días, meses, una densa capa de humo nos cubre, producto de la contaminación y los cientos de incendios que se registran año tras año en esta temporada.

Como la memoria no me falla tanto, o tal vez sí, no recordaba ver a Tegus durante tanto tiempo cubierta por humo.

A veces, por las mañanas, me levanto e intento fingir que es neblina, ese clima agradable del que gozamos los capitalinos, y de repente me golpea la realidad, me golpea el calor y ya no puedo seguir fingiendo. Nadie puede fingir.

Tegucigalpa es una ciudad pequeña pero la más poblada de Centroamérica, con más de un millón de habitantes que se acomodan en cualquier pedazo de tierra sobrante. Hay muchos cerritos llenos de casas improvisadas y otras no tanto; en esas no hay ventanas grandes.

Este aire contaminado no sabe de clases sociales ni políticas; entra a los pulmones de las señoras de Las Lomas y también a los pulmones de las señoras trabajadoras de los mercados. La tos puede sonar igual, pero el presupuesto para tratarla posiblemente no.

Esta no es una cortina de humo que debamos ignorar, esta no es para distraernos de las crisis sociopolíticas a las que ya estamos acostumbrados, este humo es la clara  evidencia de la injusticia.

El acceso a la vivienda es un derecho humano, invaluable, dicen. El derecho a una ciudad habitable también lo es, pero ¿para quiénes están pensados aquellos pedazos de tierra donde sí se puede respirar aire más fresco? ¿Quiénes son los que pueden comprarse una casa en zonas boscosas y seguras?

Siempre se ha dicho que la quema y tala de bosques se debe a la ambición de grupos de la élite, que buscan habitar en espacios de ensueños, que los incendios que se registran son provocados para poder hacer uso de esas zonas tan codiciadas.

Al dañar los bosques y contribuir a la contaminación, dañamos ecosistemas enteros; la vida silvestre ha sido víctima de la mano humana, o inhumana, mejor dicho; las fuentes de agua potable son cada vez menos y los racionamientos cada vez más cotidianos.

El jueves 2 de mayo, esta ciudad tan chiquita era la tercera ciudad más contaminada del mundo, a la par de ciudades como Delhi, en India, y Shanghai, en China, ciudades enormes con miles y miles de habitantes.

Es una alerta, es algo que no podemos pasar por alto.

Entro a redes sociales y todos hablan de lo mismo. Los medios de comunicación hacen notas breves para persuadir a las personas, también videos con música tensa de fondo; hasta parece apocalíptico. Mis amistades comparten una y otra vez las mismas imágenes donde no se ve nada, y en la descripción colocan un corazón roto y una carita triste.

¿Entonces nos entristece y duele «ver» nuestro hogar así, tan vulnerable y gris, tan lejos de volver a tener el cielo azul?

Que esperemos las lluvias, dicen, que solo ellas pueden aclarar los cielos, pero estas tardarán varios días y no son la respuesta a este problema.

Lo que trato de decir es que en un mes el cielo volverá a ser azul, las montañas se verán más verdes y las mañanas tal vez nos regalen un poco de neblina, pero en un año, de nuevo, no podremos ver las estrellas y seguiremos compartiendo las imágenes apocalípticas con emoticones tristes.

Mejor imaginemos un futuro gris, un futuro en el que nadie quiera vivir, un futuro donde no haya remedio. Si logramos visualizar esa vida tan triste, no nos queda más remedio que evitarla a toda costa.

Cambiar no es tarea fácil, radicalizarnos menos, pero por algo debemos empezar: cuidar nuestros bosques porque nuestras vidas dependen de ello, regresar espacios verdes a la ciudad y que se vuelva habitable para cada uno de nosotros.

Debemos cuestionar a las empresas nacionales y transnacionales que tanto daño hacen con sus químicos y formas agresivas de generar productos para la vida cotidiana, cuestionar al Estado y a las alcaldías que han centrado su poder en un modelo de desarrollo capitalista y arrasan con lo poco que nos queda. 

Tenemos que reeducarnos y comprometernos a heredar a las nuevas generaciones un espacio más humano y digno para vivir, formas más sostenibles y amigables de existir, una ciudad donde vivan y no sobrevivan.

En los últimos días el sol se toma su tiempo para irse a dormir. Se pinta de un color rojo intenso, fuego; nos regala atardeceres perfectos para una postal, pero también nos recuerda que ese paisaje tan pintoresco es una advertencia, una señal de que las cosas no van bien, una cortina de humo que no nos deja ver si hay algo más allá.

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Alejandra Alvarado es periodista transmedia, comunicadora social y activista feminista. Desde el feminismo ha enfocado su trabajo en la defensoría de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y diversidades. La impulsa la curiosidad.
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Fernando Destephen 1985 Tegucigalpa, Honduras. Fotoperiodista y contador de historias.
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