Texto: Daniella Demiel
Portada: Pixabay
La textura de las pasas en la lengua. El olor a hierro enmohecido. La frondosa ceiba que sobrevive a las deforestaciones. Los hoyos que dejan las termitas en los muebles de madera. Todo se deteriora, todo se deteriora, todo se deteriora. La memoria también.
Ahora que lo pienso, jamás me hubiera topado con aquella mujer de no haber sido porque salí embarazada y mi hermanastro convenció a mi mamá de que era una cualquiera, haciendo que finalmente me echara de la casa. No tuve más remedio que buscar un piso barato aquí en la capital. Pero no la capital lujosa que se presume en las noticias, no. Yo me vine a vivir aquí en el «bajo mundo», como le dicen.
Aquí, en el bajo mundo, encontré de todo. Absolutamente todo. Lo que no encontré fue un piso por menos de cien dólares. Me tocó acomodarme en un cuarto de limpieza que en realidad era un sótano. Tenía dos puertas. Una daba a la calle y la otra al interior del condominio. No había una tan sola salida de aire. No entraba el sol. Pero el agua sí que irrumpía por el techo, venía del cuarto que estaba arriba. El cuarto de Lady Fú.
Nunca le había puesto atención a mi vecina Magdalena Melchor. Mejor conocida en el condominio como Lady Fú. Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños, es cierto. Lady Fú tenía un gato peludo, igual a su barriga. Usaba anillos en cada uno de sus dedos, llevaba las uñas con esmalte negro, un negro aceroso que cubría más o menos los hongos de sus manos y pies. Lady Fú usaba perfumes de catálogo, ropa que le marcaba su cuerpo voluptuoso, y una placa de dientes que ella había personalizado con piedras preciosas y oro. Nunca supe cómo conseguía tanto zarandajo. Las malas lenguas cuentan que robaba en los cementerios, que vendía maleficios y que ella nunca se enfermaba. Pues esas eran las lenguas de los demás, no la mía.
Cuando llegué acá apenas me acababa de enterar de mi embarazo. Siempre fui delgadita y no se me notaba para nada. Yo me creía muy astuta, estaba jovencita. Me creía inalcanzable. Si yo era bonita, pues. Fui reina de las fiestas patronales y la virgen María en los vía crucis de todas las semanas santas. Digo, hasta que salí embarazada. Cuando mi mamá regó la noticia ya no podía representar a ninguna virgen, por más que quisiera. Es tan bella la juventud y la disfruté como comer fruta en primavera. Hasta que dejé que el papá de aquella me preñara y perdí mi astucia, mi belleza, y yo creo que hasta mi salud.
El día que conocí a Ruby venía de revisar si me había caído alguna remesa del papá de mi criatura. Nada. Ni un centavo. Para ese entonces, aún no sabía el detalle de las puertas, así que entré por el portón principal. El lugar se abarrotaba de ropa colgada por todos lados, plantitas y santos. Muchos santos decorados. Entre ellos, un Jesús con pestañas postizas y moños de colores, casi como una dragqueen. Luego me enteré de que no había, dentro del condominio, ni un solo hombre alquilando. La gran mayoría de inquilinos eran transexuales, trabajadoras sexuales, mujeres abandonadas (como yo) y, por supuesto, Lady Fú. De hecho, me enteré por Ruby, la más joven de las chicas trans, que era regla del condominio. No dejaban que ningún hombre alquilara ahí. Lo sacaban del susto. Era una regla que la mismísima Lady Fú había impuesto.
Pobrecita la Ruby, recuerdo que su ingenuidad resaltaba entre las otras. Esa tarde me mostró el lugar con una cálida bienvenida. Éramos ambas solo unas niñas. Sin embargo, solo yo era la nueva.Y como aquel lugar era bien pequeño, todas se conocían. Existía una especie de hermandad católica entre aquellos cuartitos apiñados.
Nos reímos mucho. Yo le conté de mi vida. Ella me contó de la suya. Caminamos juntas hasta mi cuarto-sótano porque empezaba a anochecer. La oscuridad no me impidió ver de reojo una sombra siniestra. Ruby también la vio. Percibí su sorpresa tanto como la mía. Se acercó más a mí y me dijo entre dientes: «Esa que está allá es Magdalena Melchor, nosotras le decimos Lady Fú».
Aquella mujer, lo acepto, conmovió algo en mí. Al verla sabías que algo la envolvía a ella, algo oscuro, siniestro, acogedor y materno a la vez. «Ella es de respeto, querida. De hecho, me sorprende que salga ahorita que todavía hay luz. Ni me preguntes cómo sé, pero solo sale a regar las plantas de noche. Dizque le hace daño el sol. Yo creo que pensó que ninguna puta estaba aquí adentro y por eso ha salido» me dijo Ruby, tomándome de la mano, clavándome sus uñas acrílicas. «Vení, hay que saludarla», y caminamos hacia ella.
Magdalena Melchor llevaba un gran sombrero que solo dejaba ver sus labios delineados de color morado berenjena. No vi su rostro completo, pero sabía que era una mujer fea. Fea y desagradable. Estaba sentada, con un vestido de satín que la hacía ver grande, y que la cubría casi por completo. Con la mano izquierda, sostenía un bastón. Ruby se agachó, le besó esa misma mano y me presentó con ella.
Lady Fú no pronunció palabra. La observaba desde arriba. Apenas sonreía, notándose levemente la gesticulación detrás del cuero grueso que la envolvía. En mi vientre, donde estaba mi criatura, sentí un tacto incómodo. Era su mano pesada contra mi piel. Sus uñas se clavaron en mi vestido, apretadito como a mí me gustaba usarlos. Logré ver su sonrisa, y la placa decorada que adornaba su dentadura. «Una niña es lo que cargas ahí», me dijo.
No alcancé siquiera a decirle mi nombre, pero era el nombre de ella lo único que tenía en la cabeza. Regresé en silencio y sin compañía. Con un vacío en el estómago y un peso en el vientre. No es que ninguna mujer hubiera tratado de adivinar el sexo de mi bebé antes. Era más bien su presencia la que me agitaba. Traté de conciliar el sueño. En ese sótano maldito era terrible pasar las madrugadas. Lady Fú había logrado su cometido, se había metido en mi cabeza. El misterio que la envolvía despertó una obsesión en mí. Era una vieja vulgar. Me incomodaba mucho y todavía no sabía por qué.
Me acostumbré rápidamente a vivir allí. Me acomodé ligero. Mientras tanto mi vientre crecía, así como mi cercanía con las muchachas. Cuando la barriga ya me dificultaba ponerme en pie y tenía que poner las manos en la espalda baja para agacharme, no tenía otra opción que encerrarme en mi aburrido piso. Además, las chicas regresaban al mediodía, y no tenía a ninguna vecina a la cual visitar. Una noche me quedé acostada en mi colchón usado. Encendí una radio que Ruby me había regalado; no tenía antena, entonces improvisé con un gancho de ropa. Le di volumen a mi estación favorita cuando sonó «Bésame mucho».
Ahí estaba yo, boca arriba, con mi lamparita de mesa, esperando el sueño bendito, sobándome mi ombligo hinchado, susurrando bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.
En el fondo de la canción logré distinguir gemidos. Bajé el volumen a la emisora. Me detuve un momento, esperando que se repitiera el sonido.«Son gatos» pensé, «son gatos en celo». Pero en realidad eran gemidos, venían de arriba. Me lo repetí tratando de convencerme, pero no, tampoco soy tonta. Eran claros gemidos de hombre los que escuché.
«Ve esta vieja puta tramposa», dije en voz alta.
Me excitó un poco oír al hombre gozar. Quizás porque el sonido se mezclaba con el bolero y las hormonas me hacían cosquillas. Hasta que los gemidos se convirtieron en alaridos de auxilio. Al principio pensé que era un juego erótico. Y hasta me reí un poco de Lady Fú.
«Soltame, vieja asquerosa» gritaba la voz del hombre. Se oía confundido, como borracho. «Vieja fea asquerosa, qué me vas a hacer». Ella se reía vilmente, se burlaba del miedo en la voz del hombre, y quizás también del mío.
Los gritos cesaron con el sonido de un cuchillo cortando la piel. Salí descalza inmediatamente. Yo quería ver qué era lo que estaban compartiendo en la intimidad el hombre misterioso y Lady Fú. Subí las escaleras que conectaban con su cuarto, mientras sentía que se me venía mi criatura por la garganta. Recogí un poco la persiana. Estaba semiabierta, como esperando que alguien la abriera totalmente. Y por fin, lo que tanto me había imaginado. La imagen de aquella mujer desnuda.
Mi ego quería conocerla. Quería verla así, sin vestidos ni sombreros que la taparan, para confirmar lo que era. Una mujer que no podía ser deseada.Una mujer calva con llagas en las piernas. Los senos le colgaban. Deteriorados, flácidos, usados. Llevaba un camisón de seda, pero se veía como un trapo barato. Ella se pintaba la boca seduciendo al hombre.
La imagen era clara. La observé de cuclillas en el piso, escondida. Los dedos de mis manos se agarraban con firmeza al borde de la ventana. Lady Fú dejó sus dientes sobre la mesa de noche, y se acercó a él. Pretendía besarlo, pensé. La anciana apenas podía mover su propio peso, pero eso no la detenía de ser sensual. Ni yo, ni aquel hombre nos atrevíamos a verla directamente. Lady Fú soltaba un gemido burlón cada vez que le pasaba la cuchilla por la piel. Lo estaba matando lentamente. Su risa me congelaba. Qué digo su risa, si no tenía dientes… No había nada más en su boca que una larva blanca deseando un beso pasional.
Su boca, para mí, era la madriguera de lo más inhumano. Imaginé el olor que podía tener. Y la lengua de Lady Fú convirtiéndose en pequeños gusanos. Y los gusanos saliéndose de sus poros, recorriendo el relieve flácido de su piel. Y luego entrando en ella por sus fosas nasales, devorándola. Y Lady Fú convirtiéndose en el reflejo de todo lo que mi cuerpo asqueaba.Y la terrible desdicha de aquel hombre de soportarlo. Sentí un flujo ácido repasar mi esófago.Traté de limpiarme el mentón. Observé el piso, habían larvas pequeñas moviéndose. Había vomitado.
Sé que Lady Fú me escuchó. Lo sé porque alcancé a ver su silueta en la ventana del balcón. Una silueta enorme que se acercaba para abrir las persianas y reírse de mí. No pude resistir el miedo a ser descubierta por aquel monstruo y caí desmayada.
Amanecí en el cuarto de Ruby. Me encontró tirada, cerca de los basureros comunes. Ella misma me lo dijo esa misma mañana. La escuché freír unos huevos. No respondí mucho, porque ella no me preguntó nada. «Será que ya sabe», pensé. Las imágenes de la noche anterior no se borraban de mi cabeza. Me sirvió un huevo. Estaba algo crudo. La textura me hacía pensar en la piel de Lady Fú. Cada vez que lo saboreaba sentía que masticaba un poco de su cuerpo.
Ruby se asomó a la ventana en silencio, caminando sonámbula. «Lady Fú», dijo en voz alta. Me acerqué rápidamente. Ahí estaba, un ser gelatinoso en el balcón. Era la primera vez que la veía claramente a la luz del sol. Era como ver una momia descomponerse en pleno día.
Llevaba una peluca, aunque parecía cabello natural. En ese momento no supe con claridad si ese era el verdadero rostro de Magdalena Melchor. La celulitis le envolvía todo su cuerpo como un horrendo vestido. Ella sabía que la estábamos viendo. Bajamos sigilosamente. Ruby me llevaba agarrada de la mano. Nos escondimos detrás de los basureros comunes, donde había vomitado. Todo lo demás era silencio.
Lady Fú se quedó en el balcón como a la espera de algo. Y luego, de forma teatral, sacó un bulto. Un bulto forrado de bolsas plásticas. Yo sabía lo que era. El hombre de la noche anterior. Lo había matado.
«¿Qué es lo que está haciendo esa vieja loca?», me dijo Ruby, susurrando.
Lady Fú se rio. La piel de su rostro era fiel a la gravedad del piso y su carcajada hizo que me meara encima. Ruby ni siquiera se percató, la miraba a ella, yo me escondía debajo de su hombro. Lo recuerdo perfectamente. Y cada vez que lo recuerdo se me contrae el estómago. Volteé a ver a Ruby. La noté asustadísima.
Con mucho esfuerzo, Lady Fú tiró del bulto del hombre, empujándolo con los pies. Lo dejó caer del balcón. Luego, se sacó algo de la boca con mucha fuerza, y escupió. Era su dentadura postiza. Me sonrió fijamente. De par en par, con ese hueco inmenso que figuraba en su boca.
No vi caer el bulto, pero escuché el sonido cuando alcanzó el suelo. Ni siquiera estaba segura de que dentro de esas bolsas estaba el cuerpo del hombre. Lo único que sabía era que mi mirada estaba en su mirada. Yo cagándome de miedo y ella, con esa vil y regañona sonrisa, como cuando una madre le gana a su hija.
Nadie tuvo valor de salir, ni gritar. Aún no estoy segura si había alguien más en el condominio. Ruby se cubrió el rostro y salió corriendo. Me tomó unos minutos caer en cuenta de lo que pasaba. Me jaló con ella, y subimos en carrera. Ya en su piso, ella rompió en llanto. Yo seguía viendo la ventana.
Ruby no se atrevió a salir esa noche, ni la noche siguiente. Dormí en su habitación casi una semana. Tampoco nadie nos llegó a buscar. Nadie preguntó por nosotras o por Lady Fú. Teníamos miedo, sobre todo de la policía, de estar involucradas en algo sobre la muerte del hombre. Ambas habíamos estado en primer plano observando. Fuimos sus espectadoras. Y al parecer, las únicas. Cuando al fin nos encontramos con agallas de buscar respuestas, de matar la curiosidad y buscar explicaciones, fuimos a visitar a una vecina amiga cercana de Ruby.
«Ruby querida, tenía días de no verlas, creí que se habían ido del condominio». La vecina nos dejó pasar amablemente a su sala de estar.
«No querida, nada de eso, la verdad es que desde lo de Lady Fú…», respondió Ruby, mirándome inmediatamente.
«Total, pobre señora, ya está descansando», interrumpió tiernamente su amiga, mientras ambas nos miramos con extrañeza. «La encontraron muerta en su cama, adivina cómo… pintándose los labios querida, ya estaba muy vieja, pero siempre fue coqueta…».
Ruby le siguió la corriente. Yo no fui capaz de decir ni una palabra.
La amiga de Ruby siguió: «Era bonita, dicen. Ya sabes, querida, la reina de las fiestas patronales, la virgen María en los vía crucis de todas las semanas santas. Y terminó abandonada como nosotras. Bueno, como usted no, querida —me dijo—, aunque será madre soltera, que viene siendo lo mismo…»
Salí inmediatamente al escucharla. Sentí que el condominio entero se burlaba de mí. Estaba molesta, pero sus palabras tenían un poco de razón. Yo era una mujer abandonada, y las otras también. Sobre todo, después de la partida de la enigmática Lady Fú, que las maternaba tanto.
Aún no sé exactamente si Lady Fú mató al hombre. Ni Ruby tampoco. De todas formas, solo yo había presenciado su encuentro. No había más testigos. Después de todo, a Ruby parecía no importarle. No me habló nunca más de eso, y creo que hasta se autoconvenció de que no vio nada ese día. Nadie habló de ningún hombre, de ningún bulto. Me enojé con Ruby al inicio, cuando trataba de sacarle el tema en las conversaciones. Le dejé de dirigir la palabra, me alejé de todas. Yo no soportaba vivir ahí, así que antes de que naciera mi hija me mudé como pude.
Creo que me obsesioné con Lady Fú. Y ella conmigo. Ella quería mostrarme algo, darme una lección o burlarse de mí. Quizás quería burlarse de que era bonita, que tenía sueños, que pretendía comerme el mundo. Quería advertirme que incluso en la vejez, las mujeres sentimos deseo, y que ese deseo, en lugar de convertirse en un humano, como el que yo cargaba, más bien era algo terrorífico. Quería burlarse de que era joven, y que ella alguna vez lo fue… Ahora, ahora lo entiendo. Yo tenía miedo de envejecer y ser horrible, y apestar y tener hongos en las uñas. Tenía miedo de que se me cayeran las tetas y no poder remediarlo. Tenía miedo de querer a un hombre y ser rechazada como cuando uno escupe una pasa agria o un pelo en la sopa. Tenía miedo de convertirme en ella, un bulto viejo al que nadie recuerda. Un bulto tan feo y solo, del cual las personas no pueden hacer más que inventar historias de miedo. Lo peor de todo, es que ya estoy envejeciendo.
2 comentarios en “La dentadura postiza de Lady Fú”
He amado la forma tan bonita de escribir! me ha encantado.
“Lo peor de todo, es que ya estoy envejeciendo” La lectura me atrapó,fue muy inmersiva !