Texto (original en inglés): Kendra McSweeney
Traducción al español: Óscar Estrada
Fotografía: Fernando Destephen
A fines de marzo de este año me enteré por WhatsApp de que seis viejos amigos estaban bajo la custodia de las autoridades migratorias mexicanas. Todos son indígenas de la Mosquitia hondureña. Un mes antes, con solamente sus mochilas, se unieron a un grupo más grande de migrantes que salía de San Pedro Sula. Cuatro días después cruzaron de Guatemala a México, donde les tomó una semana atravesar el estado sureño de Chiapas. «La migra» los recogió en algún lugar al norte de la Ciudad de México el 28 de marzo. Desde allí fueron deportados de regreso a Honduras, uniéndose a los otros 24,000 hondureños que regresaron de México en los primeros cuatro meses de 2022. Ahora esperan volver a partir lo antes y como sea posible para iniciar su próximo intento de llegar a los Estados Unidos.
Aquí, en los EE. UU., estamos acostumbrados a escuchar sobre la difícil situación de los migrantes centroamericanos. Pero el hecho de que los indígenas hondureños se sumen a ese éxodo podría ser una sorpresa. Especialmente ahora: las últimas noticias de Honduras sugieren una nueva era de esperanza, no de desesperación. Después de todo, el país parece estar listo para —finalmente— reducir la impunidad, la extorsión, la violencia, la corrupción, el extractivismo liderado por élites y la devastación ambiental que han florecido durante los 12 años anteriores de la «narcodictadura» respaldada por Estados Unidos.
La nueva presidenta, Xiomara Castro, y su partido Libre están fuertemente respaldados por los pueblos indígenas (en su asunción, Copinh, en representación de los pueblos indígenas, entregó a la nueva presidenta la Vara Alta Lenca, símbolo de autoridad y poder, en representación del respaldo de los pueblos indígenas). También los trabajadores apoyan al nuevo Gobierno. Y es que Xiomara Castro llegó al poder con un plan de gobierno centrado en la defensa de los derechos humanos y la seguridad ciudadana, combate a la corrupción y el narcotráfico, así como mitigar los efectos devastadores del cambio climático en este país azotado por los huracanes.
Desde su toma de posesión en enero de 2022, el Gobierno parece haberse movido rápidamente a todos los frentes. Su predecesor (Juan Orlando Hernández) y su exjefe de policía (Juan Carlos Bonilla) fueron extraditados a Estados Unidos por cargos de tráfico de drogas. Por invitación de la presidenta, la ONU se está moviendo para establecer una comisión anticorrupción (Cicih); los defensores ambientales de Guapinol, en Colón, fueron liberados de detenciones arbitrarias y su nuevo ministro de Manejo Forestal anunció una acción inmediata para hacer cumplir la protección de las cuencas hidrográficas y los bosques del país. La atención prioritaria del Instituto de Conservación Forestal (ICF) de Honduras se centra en las áreas protegidas y los territorios indígenas de la Mosquitia, donde se han concentrado las tasas más grandes de deforestación de Honduras, en gran medida impulsadas por las acciones del narcotráfico.
Para los hondureños que han luchado durante mucho tiempo para defender sus derechos a territorios ancestrales, proteger los bosques y mitigar el cambio climático, la perspectiva de cumplimento de estas promesas es prometedora y el enfoque en la Mosquitia es particularmente bienvenido. Esta es un área cuya diversidad biológica y culturales extraordinaria y codependiente, y ha ofrecido lecciones cruciales sobre la gobernanza y la vida adaptables al clima.
Pero, a pesar de este nuevo Gobierno, actualmente las formas de vida y las tierras de los pueblos indígenas en la región de la Mosquitia parecen pender de un hilo. Durante la última década, los traficantes y sus compinches de élite, enriquecidos con las ganancias de enrutar la cocaína hacia el norte a través de este centro de transbordo clave, han convertido enormes extensiones de selva tropical en ranchos ganaderos y los antiguos bienes comunes indígenas pasaron a ser plantaciones de palma africana.
Los narcotraficantes se apropian, compran y convierten tierras rurales para controlar el territorio de contrabando, lavar dinero y crear un lucrativo –aunque ilegal– mercado de tierras. Pueden hacer esto porque ejercen lo que el antropólogo Marcos Mendoza llama «narcopoder»: este es el poder de sobornar a los funcionarios con tanta eficacia como para estar por encima de la ley, y de controlar a las poblaciones con violencia extrema —o la amenaza de ella— que socava las coaliciones y normas de gobernanza que antes protegían los territorios indígenas y los espacios de conservación. En respuesta a la iniciativa ampliamente acogida de la presidenta Castro de –por lo menos en discurso– devolver los territorios a las comunidades indígenas y proteger y restaurar las tierras forestales restantes de la Mosquitia, los narcoterratenientes se han levantado en armas, redoblando su control del territorio. Han comenzado a capacitar a jóvenes indígenas desarraigados en el «oficio» del sicariato. Han enviado amenazas de muerte a cualquier residente indígena que pudiera denunciarlos ante las autoridades y han hecho correr la voz de que no tolerarán a nadie que intente volver a ocupar sus tierras.
En más de una década de soportar la vida con narcos, hay residentes que han informado que nunca —como ahora— se han sentido más amenazados. Los hombres de familia indígenas comunes, herederos de conocimientos ecológicos colectivos vitales sobre la agricultura sostenible y el uso de los bosques, se están dando por vencidos. Algunos han ido a buscar trabajo recogiendo café cerca de la frontera con El Salvador. Otros, como mis amigos capturados en México, se han dirigido al norte. Ellos simplemente no ven un futuro en su territorio ancestral.
Por eso la política sobre las drogas es también una política climática.
El régimen mundial de lucha contra las drogas hace dos cosas básicas: primero, se asegura que todos aquellos que fabriquen, muevan o simplemente usen drogas sean vistos como delincuentes; en segundo lugar, mantiene altos los precios y las ganancias, lo que sirve para enriquecer enormemente a los intermediarios que mueven las drogas, ya sean conocidos como «narcos», «carteles», «organizaciones criminales transnacionales», «mafia» o cualquier otro nombre. Estos criminales ricos siempre protegerán esa rentabilidad ejerciendo su narcopoder. Eso significa corromper a tanto políticos como jueces, alcaldes, policías y autoridades portuarias y fronterizas como puedan; significa controlar tantas rutas comerciales como puedan; y significa invertir sus ganancias en tantos sectores diversos como puedan, incluidos la tierra y la agroindustria altamente rentables. Y también significa defender esas inversiones de cualquier «amenaza», como cualquier iniciativa de gobernanza dirigida por el Estado para restaurar y proteger las tierras forestales y territorios ancestrales.
Mientras la cocaína y otras drogas sigan produciéndose en una parte del mundo y comprándose en otra, con un marco de ganancia exorbitante, siempre habrá intermediarios en países de tránsito como Honduras que se enriquecerán rápidamente simplemente con transportarla. Y mientras las drogas sigan circulando por Honduras, la presidenta Castro, que encabeza el segundo país más pobre del hemisferio, que lucha contra una deuda externa abrumadora, probablemente seguirá teniendo una capacidad limitada para enfrentar el narcopoder. La presidenta Castro puede aspirar a priorizar la mitigación climática y debe ser celebrada por hacerlo, pero la capacidad de su administración para actuar realmente, sobre ese compromiso, seguirá estando profundamente limitada mientras existan actores criminales tan poderosos, creados y envalentonados por el sistema internacional de prohibición de drogas.
Esto no está pasando solo en Centroamérica, o solo en América Latina. Esta misma dinámica se repite en todo el mundo, dondequiera que las drogas se cultiven y se muevan a través de las fronteras, y en países que ya luchan con problemas de gobernabilidad, desde los paisajes de opio del suroeste de Myanmar, los centros de cocaína de Guinea-Bissau, hasta el contrabando de múltiples productos desde el este de Panamá. Todos son sitios donde los modos de narcopoder actualmente dominan la gobernanza de los paisajes. Y, sin embargo, también son los paisajes con el mayor potencial para el secuestro de carbono planetario y, por lo tanto, donde más se necesita una gestión del territorio eficaz y transparente.
De hecho, el último informe del IPCC pide una «acción acelerada» para «salvaguardar y fortalecer la naturaleza» y «restaurar los ecosistemas degradados». El informe destaca que la implementación de las opciones de adaptación y mitigación «depende de la capacidad y la eficacia de la gobernanza y los procesos de elaboración». En otras palabras, una acción climática eficaz requiere contextos de gobernanza en los que funcione el estado de derecho, en los que los estados tengan legitimidad y autoridad, y en los que los actores criminales –cuya principal fuente de ingresos sean las drogas– no determinen en última instancia el destino del territorio, sus recursos y su biodiversidad.
Mientras la política global de narcóticos esté dominada por la prohibición de las drogas y esta genere grandes ganancias a quienes la producen y distribuyen, habrá poderosos actores criminales en todas las escalas, desde las aldeas rurales hasta las más altas esferas del poder, que socavarán la gestión sólida y sostenible de la tierra y los recursos que son tan esenciales para nuestro futuro planetario.