La dignidad de los escombros

Texto: Jorge Medina
Ilustración: Pixabay

El hombre recobró la energía de sus músculos y se levantó de la cama. Su mujer había encendido el fuego y un reciente olor a café llenaba el cuadrilátero de adobe. Él se calzó los zapatos sin introducir los talones y, usándolos como si fuesen pantuflas, salió a un patio enlodado.

Retazos de neblina impedían el paso de los primeros rayos de sol y ocultaban a trechos las otras casitas de adobe, lata y madera que cercaban la pila y el grifo solitarios. Se acercó allí y, despojándose de los zapatos aplastados y de la cobija que lo cubría, se quedó en calzoncillos.

Se bañó con urgencia, echándose cubetazos de agua helada sobre la milagrosa espuma que logró producir sobre su erizado pellejo una laminilla de jabón que moría sobre el lavadero. El sujeto expulsaba bocanadas de aire caliente, como si fuera un fuelle.

Después del baño se envolvió de nuevo en la cobija, metió sus pies mojados dentro de los zapatos y reapareció en la estancia, tiritando de frío.

Un plato con frijoles y huevos fritos, custodiado por tortillas y café caliente, lo esperaba sobre la mesa del lugar. Comió con avidez, menos por hambre que por prisa, y su oído trató de escuchar las noticias de la radio que desde un cuarto contiguo sonaba con las primeras noticias, buscando averiguar la exactitud del momento.

La mujer adivinó su intención y le dijo:

–Acaban de decir que son las cuatro y media. Come tranquilo.

Al beberse el último sorbo de café, siempre envuelto en la sábana, volvió a la pila. Se lavó los dientes y retornó para vestirse el uniforme, un pantalón de gruesa tela azul oscuro, camisa blanca de mangas cortas, tosca corbata negra y un logotipo en el hombro con una L, una S y una M doradas.

Mostrando un calcetín de punta agujereada que cubría su pie derecho, se acomodó mejor que los zapatos aún enfangados y los limpió con un pedazo de periódico.

Abría la puerta para marcharse, cuando escuchó la voz infantil que brotaba desde un bulto de trapos en la cama:

–¿Ya te vas, papi?

Él regresó y se sentó a un lado del lecho. Se inclinó sobre una carita ansiosa que alzaba los brazos.

–Sí –le susurró.–Pero te voy a traer alguna cosita –añadió más alto, mientras besaba las pálidas mejillas de la criatura. Luego, desprendiéndose suavemente de los bracitos, se levantó y se fue con un simple nos vemos.

–Vaya, Pluto, nos vemos –le respondió la mujer, que ahora lavaba los platos dentro de una tina de plástico.

Al bajarse del autobús, el hombre vio que uno de sus compañeros de trabajo, también uniformado, lo esperaba. Juntos se encaminaron a la sucursal del banco que custodiaban unos pocos metros más adelante.

–Buenas –saludaron al individuo que les franqueó el paso y agitaba un reloj de mesa ante uno de sus oídos.

–Buenas –les respondió éste, con idéntica displicencia.

En una habitación encontraron a otro guardia que bebía café de un termo chorreado con andaduras del líquido. Hubo un intercambio de armas y los dos hombres que estaban en el lugar se marcharon.

–Nos vemos en la tarde –dijeron.

Los recién llegados comprobaron la carga de las pistolas y de las escopetas, contaron las municiones sobrantes e hicieron la rutina de la inspección. Después se dirigieron uno hacia una puerta trasera a esperar el ingreso de los empleados y el otro a vigilar la fachada del edificio.

Pluto, que había quedado en la parte interior, abrió la puerta translúcida, primero a tres cajeros que llegaron simultáneamente, luego a una aseadora urgida y preocupada y, más tarde, a dos contadores y a las secretarias.

Todos llegaban húmedos y taciturnos, como si aún anduvieran circulando dentro de sus sueños.

Encendieron el aparato de aire acondicionado y de nuevo Pluto sintió frío. Vio sus zapatos y los percibió opacos y mojados, tristemente expuestos a la certera reprimenda del gerente, quien pulsaba cualquier pretexto para exhibir su autoridad de un modo oprobioso.

–Otra puteada segura –pensó sin disgusto.

Inusitadamente, desde afuera, su compañero empujó la puerta con excitación y él estuvo a punto de protestar. Se contuvo cuando vio al gerente que venía detrás, precediendo a un hombre desconocido y mal encarado.

Pluto creyó que algo estaba sucediendo, pero se hizo a un lado con respeto y dejó pasar sin trabas a los visitantes. Agradecía el hecho de que el jefe no pareciera interesado en buscar defectos a su vestuario como en otras ocasiones, cuando sintió el empuje feroz de un objeto duro en sus costillas, junto a unas palabras altaneras:

–Esto es un asalto, hijos de puta. Al perro que se atreva a moverse, me lo quiebro.

Pluto tenía la escopeta en su diestra. Recibió un brutal empujón y estuvo a punto de caerse. Le ordenaron a gritos que la soltara.

El hombre que le apuntaba con un revólver no estaba ahora a más de cuatro metros de su cuerpo y desde afuera se acercaban otros dos sujetos, con sendas pistolas enfiladas hacia el grupo. Vio que el otro vigilante estaba desarmado y levantaba las manos, sin que nadie se lo pidiera.

Escuchó lamentos, oyó sollozos y descifró el lloriqueo del jefe, que decía:

–No me vayan a matar, por favor.

Nadie lo esperaba. Ni siquiera él mismo. Pero Pluto creyó que había llegado el momento de ganarse su sueldo. Se lanzó a un lado para eludir la línea del arma que apuntaba a su costado y metió, con un rapidísimo correr de su mano izquierda, el primer cartucho en la recámara de la escopeta.

Escuchó una explosión y agredió su cintura una mordida de fuego, el primer bombazo que hizo le llevó parte de la cabeza al sujeto que lo hería y al garrafón de agua que descansaba sobre una máquina enfriadora.

El segundo estruendo mandó de culo contra la puerta, que se desmigajó en cristales, a uno de los tipos que se aproximaba amenazadoramente. Sin embargo, no pudo evitar que el otro disparara.

Aunque sintió la conmoción en el pecho, jaló el gatillo una tercera vez. Un televisor explotó y el último ladrón perdió su hombro izquierdo. Entre quejidos, cayó revolcándose en su sangre, sobre la ávida alfombra.

Con la mirada vidriosa y el uniforme empapado, Pluto dio unos pasos vacilantes en derredor buscando nuevos enemigos. Quedaba un paisaje de sangre y catástrofe. Vio a los empleados presas de sus nervios, pero ya no distinguió nada amenazante.

Se sintió débil y fatigado y se sentó muy cuidadosamente sobre el piso, deslizando la espalda contra una pared. Aún conservaba, olorosa a pólvora, el arma entre sus manos.

Alcanzó a ver al otro vigilante que aún mantenía los brazos suspendidos y al gerente, cerca de sus pies, que permanecía ovillado en el suelo y temblaba convulsivamente, bogaba en un mar de llanto, sin que pareciera estar interesado en reprender a nadie.

Entonces Pluto cerró los ojos.

Comenzaba a pensar en su familia cuando le llegó la oscuridad.





Este cuento forma parte del libro de cuentos La dignidad de los escombros, publicado en 2002.

Sobre
Jorge Medina García (24 de abril de 1948, Olanchito, Yoro, Honduras) es un escritor, profesor de literatura y locutor radial hondureño. Ha publicado los libros Pudimos haber llegado más lejos (1989), Desafinada serenata (2000) y La Dignidad de los escombros (2002). En 2019 recibió el Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa.
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