El cotidiano mito de la fiel monogamia

infidelidad en tiempo de COVID-19

Por Yeye Balam

Las redes sociales se han convertido en megáfonos masivos de opinión, y con ello, de reproducción de mitos, de memes en el sentido más fiel al que Richard Dawkins se refería. Uno de circulación reciente reza el típico «si sos infiel ojalá te descubran». A priori parece algo completamente sensato, la fidelidad resulta una expectativa generalizada de toda relación monógama, y las personas infieles parecen ser merecedoras de toda censura y juicio. Pero como bien lo señala Esther Perel, incluso personas buenas, felices y en relaciones estables incurren en infidelidades.

No obstante, a pesar de que la fidelidad es una «expectativa generalizada» no parece existir un acuerdo general acerca de qué constituye una infidelidad. Hay quienes sostienen que la infidelidad se da ya desde la imaginación, otras personas la enmarcan a partir de «citas o salidas» con gente del sexo opuesto mientras se tiene una pareja, en cambio hay quienes la consideran solo cuando se efectúa un coito, y hay quienes la resuelven con relación a los besos, etcétera.

Quizá no haya acuerdo y presenten ambigüedades (¿que se podría entender por «cita» o «salir»?), pero sí que estas descripciones se apegan a las concepciones más cotidianas. Se notará rápidamente que están enmarcadas en la heteronormatividad patriarcal. Por ejemplo, si una infidelidad se constituye al «salir» con una persona del «sexo opuesto» o hasta que sucede un coito ¿no resultaría imposible la infidelidad entre parejas homosexuales? Después de todo, el sexo entre homosexuales no implica coito. ¿Y qué hay del tema de los besos? pues también resulta igual de cotidiano el «sexo sin besos», pero sexo al fin y al cabo.

Quizás podría acotarse que la infidelidad se constituye en los encuentros físicos, es decir, en los besos y en el sexo. Parece razonable que las «citas» y «salidas» puedan ser indicativas, pero no determinantes, y ante la duda las preguntas suelen ir por la línea de los encuentros físicos, aunque en ocasiones también por lo afectivo (y aunque esta última suele ser más dura, también es la menos considerada).

Pero independientemente de lo que constituya sustancialmente una infidelidad, sí que existe el acuerdo general de que existen y de que causan enorme sufrimiento y dolor en millones de personas. No solo eso, sino que pueden llegar a ser fatales. Recientemente una periodista sampedrana fue atacada a balazos por un sujeto, el cual huyó de la escena del crimen y se suicidó. A partir de allí los medios y redes volcaron el foco en una hipótesis «pasional» con referencia a una supuesta relación entre el agresor y la víctima que, en última instancia atañen a una serie de infidelidades. Cuando un fenómeno social puede acarrear desenlaces tan terribles es menester urgente estudiar dicho fenómeno, tratar de entenderlo, y proponer posibles soluciones. No pretendo a tanto en un breve artículo, pero por alguna parte hay que comenzar. Y es que la infidelidad no es un fenómeno banal de un puñado de personas canallas, sino (repito de Esther Perel) algo que sucede incluso en parejas estables y felices, es decir, es algo que le puede ocurrir a cualquier persona, incluso a la más bondadosa e impoluta.

La infidelidad es una cuestión cotidiana en nuestro país (en el mundo en general, pero me interesa abordarlo en nuestro contexto local), no es nada raro que un buen hombre casado y de familia tradicional tenga sus «hijos por fuera», e igualmente común es que esos «hijos por fuera» estén siendo criados por estigmatizadas madres solteras. Probablemente esta sea la consecuencia más común del mito de la fiel monogamia y del machismo que lo azuza. Pero hay otras igual de críticas. Sé de un caso (más común de lo que se cree) en el que un matrimonio estable se vino abajo por una infidelidad del marido. La escena fue bastante típica: la señora andaba afuera, regresó temprano a casa y encontró a su marido en pleno acto sexual con su amante. Con su señor amante. Hasta entonces aquel esposo y padre había sido un hombre ejemplar: responsable, trabajador, cariñoso, atento, empático, etc., pero había guardado por entero el secreto de su homosexualidad. Y no es que aquel hombre no amara a su esposa e hijos, sino que también amaba a su amante, además de que su verdadero placer sexual lo experimentaba con otros hombres. Un episodio así a mediados de los noventa en una Honduras conservadora fue devastador. No solo acabó su matrimonio, sino que se le impuso una orden de restricción para ver a sus hijos. Aquel señor ejemplar, buena persona, cayó en la depresión y el alcoholismo. Sería impreciso, injusto, juzgarle como «mala persona» por semejante aventura, es evidente que las infidelidades implican mucho más que la superficie de los encuentros físicos.

En el libro de Esther Perel, The State of Affairs – Rethinking infidelity (El estado de los engaños – repensando las infidelidades) podemos encontrar muchísimas más historias sobre cómo se dan las infidelidades en el mundo. Y es que son tan comunes, tanto en estudios como en la cotidianidad, que se podría afirmar que la norma de la monogamia parece ser la infidelidad. Además, en tradiciones machistas va acompañada de una doble moral muy particular. Si el señor de la historia que he contado hubiese sido infiel con una mujer quizás no se le hubiese impuesto una orden de restricción. Quizás ni siquiera se hubiese divorciado, de hecho, lo más probable es que sus amigos se la hubiesen aplaudido y a la señora le hubieran sugerido que lo perdonara porque «los hombres así son» y las mujeres «deben resistir estoicas por el bien del matrimonio». Pero en el machismo un hombre homosexual «no es un verdadero hombre», no se le concede el privilegio de los machos, cuyas infidelidades son admisibles a pesar de la expectativa.

Las mujeres, por otra parte, están exentas de tal privilegio. Si una mujer es infiel lo es por «puta» o porque su «hombre» no es suficientemente «hombre». En cualquiera de los casos, a una mujer se le niega el derecho de ser sujeto, sino que se le objetifica: o bien como objeto de muchos, o bien como el objeto descuidado de alguno.

¿Cómo es que llegamos a concepciones tan tiránicas y opresivas sobre las relaciones? Brigitte Vasallo en su libro Pensamiento monógamo, terror poliamoroso nos ofrece una respuesta clarificadora: porque la monogamia no es una práctica, sino un sistema. Un sistema heteronormativo y patriarcal.

En la antigüedad el matrimonio se constituyó como una empresa económica, no afectiva. Nótese como en español a la persona extramarital se denomina «amante». En sentido estricto esta palabra es un adjetivo que se refiere a quien manifiesta amor. Esta denominación no es casual, es histórica. El amor no era objeto del matrimonio, el matrimonio era una empresa para redistribuir bienes económicos patrilinialmente, si ya luego surgía amor entre los cónyuges, pues era un bonus. El origen de la familia tradicional tiene por objeto el resguardo de la propiedad privada por vía patrilineal (así nos lo cuenta Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado), y siendo las mujeres las únicas que pueden parir, la única forma de «garantizar» que los hijos de un matrimonio fuesen cosanguíneos del hombre fue, yendo contra la naturaleza sexo-afectiva de la especie, instituyendo una exclusividad sexual y una exclusión civil que a la postre se hacía cumplir por la fuerza del despojo a las mujeres, mientras los hombres han tenido carta blanca para saltarse la regla de la exclusividad, siempre y cuando la infidelidad no fuese con otros hombres. Así, por tradición, la monogamia se impuso con la idea de una pareja para toda la vida (en función de los intereses económicos), y pasó en tiempos modernos a entenderse como «una pareja a la vez», aunque más bien ha resultado en una suerte de «una pareja oficial y el ganado bajo, bajo».

La sexualidad y las relaciones humanas son complejas, no es algo que realmente pueda reducirse a la estructura tradicional del matrimonio occidental. Hoy más que nunca el esquema heteronormativo se ve agotado, y si se ha mantenido ha sido por el puro arrastre de la tradición. De igual forma el mito de la fiel monogamia se va desvelando: un simple repaso a cómo se efectúan las relaciones cotidianas bastan para poner en tela de juicio su vigencia, la mera tradición va dejando de ser un justificante o principio suficiente para creer que esta construcción cultural sea natural.

El amor no es un afecto exclusivo: se ama al padre y a la madre, a los y las hermanas, primas, primos y tíos y tías, y también a las amistades, sin considerar su cantidad. Todas nuestras relaciones son efectivamente poliafectivas, y si bien varían en intensidad, no vemos extraño tal poliafectividad. ¿Acaso lo extraño no es que «exista» una y nada más que una relación que demande exclusividad sexual y afectiva? El mito se vuelve evidente.

Por supuesto esto no significa que todo occidente deba acabar mañana con el matrimonio y pregonar a diestra y siniestra el poliamor. Pero sí que nos plantea que debemos pasar a reflexionar más sobre cómo entendemos las relaciones románticas, qué implicaciones tienen, qué responsabilidades conllevan.

Un posible acercamiento sería entender cómo ha evolucionado el matrimonio con el paso de los siglos, cómo es que se convirtió en una institución jerarquizada y en una empresa económica que devino con el paso de los siglos en un proyecto social cuasi obligatorio. Entender el matrimonio como fenómeno histórico nos abre las puertas a entender por qué cuando las relaciones pasaron de ser compromisos patrimoniales a compromisos voluntarios lo hicieron como una mímesis del matrimonio, acarreando consigo todas las características del sistema monógamo: jerarquización, dependencia, roles de género, etc. Ah, y por supuesto, infidelidades.

Es ahora, más que nunca, que tenemos la necesidad histórica de replantearnos la estructura de las relaciones, de cómo tomar responsabilidad afectiva, de cómo podemos construir nuevas relaciones más horizontales en el marco del respeto, el reconocimiento mutuo, y en definitiva, de un verdadero amor libre de tiranías y opresiones. Es tiempo de que nos podamos amar sin miedo a infidelidades ni corazones rotos, pero ese miedo y ese sistema artificioso que ha dictado por siglos como deben ser nuestras relaciones solo puede ser deconstruido reconociendo y entendiendo que a la monogamia, en tanto sistema, la infidelidad siempre le acompaña.

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Informático de oficio, filósofo por vocación (estudiante de la carrera de filosofía en la UNAH). Le llevo cierta alergia a las jerarquías. Llevo por delante un par de máximas aristotélicas: lo más importante es la amistad, y no hay amistad más loable que procurar la verdad.
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