En verano no sonaba. A menos que me golpeara la cabeza al cruzar la puerta del balcón del segundo piso. A mi mamá le dije, tantas veces le dije, que buscara otro lugar para colgarlo. Mamá decía que sí, que pensaría, pero nunca lo descolgó.
Mamá andaba distraída. Confundida. Respondía menos cuando le llamaba, y a veces, ni siquiera, respondía a su nombre. Ese fue el colmo, de la nada tener que gritarle Gloria Gloria Gloria, como si en la casa celebraran cultos.
No sé en qué momento comenzó. Tal vez no hubo un instante. No. Fue más bien algo fluido, una humareda sin inicio y sin final. Para mí esto no tendrá final. Lo cargaré siempre.
Si tuviera que apostar, diría que fue a mediados del 2018, cuando la casa fue remodelada: los muebles tapizados, las paredes pintadas y reparadas las goteras. Toda la operación estuvo a cargo de don Quique, el dueño de RESTAURADORES QUIQUE: NO HAY PROBLEMAS, SOLO SOLUCIONES.
Al principio mamá era crítica con cada detalle, típico de ella. Después de terminar una tarea, los muchachos de don Quique regresaban a la anterior, porque mamá notaba, por ejemplo, que el techo de la sala del comedor —donde caían las goteras provenientes del baño en el segundo piso— se humedecía de nuevo. Y cuando colocaban otra capa, mamá se fijaba en el sillón, cuyo brazo se deshilachaba unos centímetros. A la tapicería otra vez.
Los muchachos de don Quique hablaron con él. Ya no aguantaban a mamá y sospechaban que ella dilataba los trabajos porque no tenía cómo pagarles. Entonces don Quique habló con mamá y esa conversación también se dilató. Se dilató a tardes enteras, y las tardes se dilataron a tardes con tazas de café, y las tardes con tazas de café se dilataron a noches con vino y aceitunas, y esas noches a madrugadas y mañanas, y esas mañanas, a mañanas con desayuno.
Me di cuenta sin esfuerzo, mamá nunca supo disimular. Cada vez que la visitaba, los sábados por la tarde, allí estaba don Quique, sin los muchachos, reparando algo, cualquier cosa: las tuberías, el rechinar de las puertas, el ventilador que no da aire sino polvo, la refri que no hiela y, para que no se metan los ladrones, instalación de espiral de púas en el balcón.
En un principio no me molestó, era agradable ver esa sonrisa en mamá, creo que nunca se la ví antes. Con papá vi de todo en su cara, pero nunca una sonrisa. No ésa, al menos. Me gusta pensar que mamá la conservó desde niña y la cuidó como a las plantas de su balcón. Y la reservaba esperando el momento adecuado. Cuántas veces se habrá visto tentada a mostrarla, a librarla. En mi nacimiento. Mi graduación. Mis ascensos laborales. No. Ni yo era digno.
Tampoco lo era don Quique.
Algo no me cuadraba en él. Me causaba desconfianza. Así que lo espié y me di cuenta que otras reparaciones también se dilataban. Lo vi entrar, muy tarde, en la pulpería de doña Mercedes, y otra noche, en el comedor ya cerrado de doña Josefa. Me pregunté si también ellas le intimaron con sus sonrisas.
Después de cavilar decidí contárselo. Odié la idea de tomarle fotos desde el carro como detective de televisión, pero era la única forma. Si a mamá solo le daba mi palabra se pondría a la defensiva y volverían los reclamos de costumbre: yo nunca la quise ver felíz, yo la he culpado por la muerte de papá, yo la tengo cansada. Yo y más yo.
Tomé las fotos durante la semana y el sábado llegué a casa de mamá con las pruebas.
El carillón de viento tintineaba con insistencia. Mamá me había recibido con la sonrisa que no era para mí. La mostraba, la presumía y la acentuaba ante cada oportunidad. La hacía danzar mientras hablaba, y volar cuando callaba.
Subimos y decidimos hablar en el balcón que está contiguo a su cuarto. Abrí la puerta y crucé, y el carillón prorrumpió al golpear mi frente. Le pedí a máma, por enésima vez, que lo descolgara de allí mientras su sonrisa revoloteaba en carcajadas. A ella, siendo de baja estatura, los pequeños cilindros del instrumento le acariciaban el cabello cuando salía al balcón. Después de volver a ignorar mi pedido, me invitó a sentarme en la mesita blanca y, sin protocolo, le mostré las fotos. El carillón volvía a tintinear, esta vez con más fuerza, y lo miré. Lo miré en lugar de ver la muerte de esa sonrisa.
Mamá puso las fotos en la mesa y me atreví a verle su cara. Sorprendentemente también decidió contemplar como los pequeños cilindros intensificaban su danza.
—Su música le hace bien a mis plantas.
Llegó la tormenta y el carillón gritaba.
Nos resguardamos y mamá dejó las fotos a la intemperie.
—Más vale que te vayás antes de que todo se inunde.
Me fui.
Esa semana me costó dormir y temí que mamá no me recibiera el siguiente sábado. Pero el sábado llegó y me escribió: «Hoy cocinaré lasaña, te espero».
Llegué y la sonrisa había resucitado. Me hizo pasar y en la sala noté a don Quique en el sofá, viendo fútbol.
Nos sentamos a comer. Apenas toqué la lasaña y necesité más vino. La sonrisa de mamá fluía desde la cabecera del comedor hacia el otro extremo: don Quique.
Después del almuerzo le pregunté a don Quique si había reparado algo más en la casa y él se rio. Y mamá rio con él, derramando aquella inagotable sonrisa.
Regresé a las vigilancias y cerca estuve de tomar nuevas fotos. Era tiempo desperdiciado. Mamá, al fin y al cabo, había aceptado aquel asunto.
Los sábados siguientes mamá cocinaba de nuevo aquella lasaña y realmente era deliciosa. Con el tiempo volví a disfrutarla aunque don Quique estuviera todo el rato contando malos chistes, estúpidas anécdotas y preguntándome si quería ir al estadio a ver al Motagua.
—Su mamá me contó que las camisas del Motagua en el closet son suyas.
El comentario me hizo reconocer la camisa que él andaba puesta. Era de mi papá.
Esa noche, reconsideré la situación y decidí que aquello no podía seguir. Don Quique era un confianzudo y a saber con qué tenía engañada a mamá. Verifiqué, gracias a otra noche de vigilancia, que seguía visitando a doña Mercedes y a doña Josefa.
Arreglé una reunión con él y le dije la verdad: no me agradaba y no me gustaban sus andadas. Mi mamá merece respeto.
Don Quique, apenado, me dijo que tenía razón. Mamá merecía respeto, merecía fidelidad. Me prometió que dejaría sus andadas. No le creí. Le dije que no era eso lo que quería de él. Se lo expliqué clarito, que ni a la esquina se acercara. Sino, su negocio podría sufrir un desafortunado incendio.
Al sábado siguiente me recibió mamá y solo mamá. Sin don Quique, sin sonrisa. El carillón apenas se le oía, el verano se avecinaba. Mamá ni me dirigió la mirada.
—Si tenés hambre pedí comida —dijo al tiempo que subía las gradas para después dar un portazo.
Llegó el verano.
Seguí visitándola, aunque mamá se mostrara menos. Me abría la puerta, subía las gradas y se encerraba en el cuarto. Ni al balcón salía, y desde la calle se podía notar sus plantas cada vez con menos verdor. No sé por qué seguía yendo. Quizá por compromiso. Quizá para que, una vez muerta, no hablaran mierda diciendo que la dejé sola.
Esperé que la borrasca se le pasara rápido. Más bien empeoraba.
Un sábado ni siquiera me abrió. Me dejó la llave en la ventana y entré en la oscura y polvosa sala. Al cabo de una hora, bajó a medio saludarme y subió. Al siguiente sábado ni eso. La casa, además, era un desastre. Ya no la limpiaba y ni se preocupaba de los deterioros. Y por si fuera poco el equipo de don Quique había hecho un mal trabajo: las paredes cascareaban y las goteras reaparecieron en la sala del comedor.
Decidí remodelar bien la casa y así lograr que sonriera, no con aquella sonrisa, eso es imposible. Que sonriera un poco, y de a poco animarla.
Di con un confiable servicio en TALLERES DON PINEDA: DISPONIBILIDAD 24/7. Aprovechando que mi mamá ni me atendía, llevé a don Pineda un sábado por la tarde. Le mostré las goteras y estaba por explicarle lo mal que las taparon cuando mamá bajó las gradas estrepitosamente, gritando Enrique Enrique en cada escalón. Me tomó trabajo reconocerla con el espantado pelo y la negrura de sus ojeras. Se acercó y escudriñó a don Pineda. De repente, un dejo de esa sonrisa escapó de ella y cayó junto a las gotas.
—Te estoy remodelando la casa, mamá.
Me miró y creí notar la sonrisa. No esa, sino la antigua, la de mi graduación, la de mis logros: la de papá.
Me dio la espalda y comenzó a subir las gradas.
Se detuvo. Se detuvo sin girar. Se detuvo cuando perdí la paciencia y le grité algo que prefiero, o no puedo repetir.
Mamá reanudó su ascenso y dio otro portazo.
En ese momento no me quedó de otra que aceptar los hechos. En ese momento admití que mamá solo me volvería a hablar si vuelve don Quique. Tal vez hasta me perdonaría —ahora nunca lo sabré— lo que le dije mientras ella subía las gradas.
Estaba por salir de la casa cuando lo oí.
Salí apresuradamente, y afuera todo se ensordeció. Todo en la tierra. Todo en el cielo. Todo menos el carillón. El carillón de viento, como en aquella tormenta, gritaba.
En verano, sonaba.