Por Venus Mejía
Dijimos que estábamos frente a la playa. Pero aquello no era la playa, aunque la suavidad de la tierra bajo nuestras plantas y su tibia humedad simulaba la arena, y el sol al final de la calle era una enorme naranja en una paila llena de cáscaras.
A pesar de ser citadina, no conocía el mar. Este niño, de apenas once años, me dio las primeras lecciones náuticas imprescindibles para sentir el mar sin ahogarme en el intento. Fue esta la lección necesaria para entender que en la vida no podemos crecer sin tener una playa que nos invite a sumergirnos en sus olas de inocencia
Salimos ese día a hacer «tiraditas», que en el pueblo quería decir «irse a ver con el novio o con la novia» respectivamente. Oficialmente, fuimos a hacer un mandado de la tía abuela Cayita. Aprovechamos la senilidad de la tía para tener una coartada creíble.
Él me esperaba al doblar la esquina. No era ese el lugar de la cita cuando éramos amigos. Ahora que andábamos de novios (duró poco tiempo la transición) le dimos mayor ceremonia al encuentro furtivo, quizá para aumentar la ansiedad o para que no me regañaran en casa de mi abuela.
Había ido a vivir provisionalmente a casa de mi abuela junto con mi hermano debido a una enfermedad de mi madre, provocada probablemente por la separación con mi papá, eso era lo que me decían en casa mientras hacía mi maleta completa con ropa, cuadernos de escuela, peluches, muñecas y hasta retratos familiares. Antes había ido al pueblo de mi abuela Chita esporádicamente, para semana santa o alguna navidad. Aquellos días fueron las cuaresmas más hermosas de mi vida, sobre todo por él, mi novio de pueblo.
Amigos o novios, siempre hacíamos la misma vaina. Correteábamos detrás de los pájaros que rascaban el dorso de la quebrada en busca de gusanos. Tirábamos piedras al agua, si estaba crecida, en un ángulo donde la misma pudiera brincar sobre la superficie. Yo nunca tenía éxito, él casi siempre.
Ese día me retó a comer hormigas. «¿Y si me duele la barriga después?» le dije. «Ni que se fuera a comer un sapo», me dijo, y se rio tan deliciosamente que yo ya no podía mantener ni un puchero. Saboreamos aquellas hormigas entre la complicidad de los pájaros que saltaban inquietos ante nuestra risa, que apagaba el murmullo envidioso de la quebrada.
Luego llegamos a la calle en donde antes había un camino empedrado que daba al cementerio. La alcaldía había decidido renovarla con asfalto para que las ferias y el vía crucis se hicieran por allí, cosas de su amistad fervorosa con el párroco del pueblo. Las piedras habían sido levantadas, los tractores habían removido la tierra y habían depositado aún más para emparejarla. Las lluvias de ese mes habían pausado el avance de la calle y habían aumentado el petricor que se mezclaba con el perfume de arcilla tostada de las tejas.
Dijimos que estábamos frente a la playa. Muy al fondo morían las máquinas y palas abandonadas como armas de una guerra perdida, allá donde el sol era una enorme naranja en una paila llena de conchas arrancadas con la mano. Lanzamos los zapatos al aire como si jugáramos a la pelota con alguna nube. Frotábamos la tierra húmeda con nuestras plantas para simular la arena y reíamos, reíamos con la fuerza de dos pulmones que ensayaban una fantasía coral de la libertad. Éramos una contrapuntística danza de tierra.
Caímos finalmente sobre la arena, agitados y tosiendo de tanto reír y tragar tierra. Cuando me repuse de la tos y gasté todo mi saldo de risa de esa tarde, él me miraba con menos vergüenza que las veces anteriores. Quizá porque el siguiente domingo me iría de regreso a la ciudad donde vivía, quizá porque sus miedos se habían nublado con la tierra.
Nos abrazamos como si volviera a ver a mi padre después del exilio, como si aquel era un arrullo cantado durante toda la vida. Escuchamos un «Te quiero» como el bisbiseo de una lluvia que se presagia al otro lado del cementerio.
Entonces llegó la tormenta. Alguien gritaba mi nombre y se deslizaba entre los chorros de lágrimas que se precipitaban por las tejas. El agua nos desató las manos y corrimos a buscar los zapatos. La inercia de ese daguerrotipo de pueblo había despertado como un hormiguero que busca un alero para escampar. La enorme naranja se había ahogado en un zumo de plomo que todo lo invadía; mientras la arena de aquella playa, que había albergado un muelle de risas, se volvía una ciénaga atrapada en un interminable escalofrío.
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