Existiendo desde la invisibilidad: la historia de un hombre trans en Honduras

A finales de 2018, después de resistirme a mi realidad por tantos años, comencé un camino en busca de la identidad que me representa, esa identidad que negué por mucho tiempo como mía.

Nací a principios de los noventa, en un hogar cristiano evangélico, en la ciudad de Siguatepeque. Mi crianza estuvo a cargo de un papá soltero y su madre (mi abuela), que es mi madre también. Mi infancia fue feliz de cierta forma. Era fiel a la iglesia y asistía a la mayoría de sus eventos junto a mi mamá. Sumado a eso, estudié en una institución evangélica donde siempre teníamos que orar antes de las clases, donde las niñas y niños cumplían con los roles tradicionales de género. Cuando estaba en quinto grado sentí atracción hacia una compañerita que estaba en sexto, lo sé porque solo quería pasar junto a ella, hacer cosas con ella, incluso me ponía celosa cuando alguien más se le acercaba. 

Desde que cumplí once años soy consciente de que nací en un «cuerpo equivocado», pero desde los seis yo ya mostraba señales de que sería alguien que se saldría de la norma. No me gustaba nada de lo socialmente asociado a las niñas y siempre que me regalaban barbies o algo femenino, lo desechaba. 

En mi cumpleaños número seis, mi mamá decidió hacerme una sesión de fotografías, para eso eligió ponerme un vestido azul con rojo y unas medias y zapatillas blancas. Lloré cantidades pidiéndole que no me lo pusiera. Lo hizo, las fotos aún existen. Mi papá llegó de su trabajo y me encontró en el sofá llorando —aún con el vestido puesto— y cuando me preguntó que pasaba, recuerdo que le dije: «papi, ¿me puede comprar un pantalón? Este vestido me hace sufrir, no soy yo». Papi me abrazó, me calmó y luego me llevó a una tienda en donde me compró un pantalón y una camisa blanca de dinosaurios. Estaba tan feliz que usé esa ropa durante toda una semana. Ese y otros recuerdos llenan mi cabeza cada vez que viajo al pasado, pese a no entender qué sucedía conmigo, mis papás siempre se mostraron comprensivos.

El comienzo de mi pubertad fue una tortura. Recuerdo con claridad el primer día que menstrué, era noviembre de 2004 y tenía catorce años. Llegué del colegio y me fui a duchar, vi mi ropa interior manchada y salí del baño en medio de una crisis de ansiedad, llorando y maldiciendo. Llamé a mi mamá a mi habitación y le mostré. Ella me abrazó al ver mi reacción y me dijo: «mi amor, ya hablamos de esto, ¿tiene dudas aún?» Yo solo le dije: «¿por qué me pasa esto a mí?, ¿por qué tengo que sentirme así? No soy esto mami, no quiero menstruar. Lléveme al médico y dígale que me saque todo esto, yo no soy así». Me jaloneé el cabello, me golpeé el vientre, grité, pataleé… lo recuerdo y me duele. Me duele tanto que mientras lo escribo se me llenan los ojos de lágrimas. Era el comienzo de una parte de mi vida que nunca deseé tener. 

El tiempo pasó y cuando me gradué del colegio, a mis diecisiete años, me fui a estudiar medicina a otro país. Llegué a La Habana un 1 de marzo de 2008, en medio de muchos sueños e ideales, en realidad no tenía idea de lo positiva que sería mi estadía esos años en la isla de Cuba. 

Recuerdo que el estar en otro país, en un espacio multicultural y muy diverso, sobre todo porque yo no conocía nada del «mundo», fue un choque emocional muy duro. Había sido siempre una persona sociable pero con cierta timidez, nunca había asistido a una fiesta o una discoteca, en mi hogar nunca había tenido permiso de salir y mi vida cotidiana era de la casa al colegio, de la casa a la iglesia y viceversa. 

Aún así, cuando estaba en segundo año de medicina decidí aventurarme a conocer quién era yo y por primera vez tuve una novia. Yo tenía 19 años y nuestra relación duró un año y medio. En este tiempo pude entender mucho sobre mi sexualidad y, sobre todo, aceptarme, pero debo decir que en el proceso me rompí en muchos otros aspectos. Aceptar que me gustaban las mujeres y que la gente me miraba como una persona lesbiana no fue fácil. Ya ni recuerdo cuántas veces lloré en soledad y le pedí perdón a Dios y a mi mamá por traicionarles, las veces que me sentí sucia, señalada, rota. 

Nunca olvido cuando mis amigas me intervinieron en una ocasión para preguntarme si me gustaban las mujeres y les negué todo, aún cuando me decían que me apoyarían. Tiempo después cuando supieron que tenía novia, no tuve más opción que confesarles la verdad y hasta el día de hoy siguen acá apoyándome y aceptándome como soy. Las amo inmensamente. 

A medida iba pasando el tiempo, yo sentía más seguridad de mi orientación sexual e incluso era una persona lesbiana muy visible en la universidad, pero la verdad era que llevaba una doble vida. En Cuba sabían mi verdad, pero cuando viajaba a Honduras de vacaciones regresaba a ser esa mujer heterosexual reprimida, que hablaba de hombres y a la que le preguntaban si ya había tenido novio. Así viví hasta que en 2011 le confesé a mi hermana mayor y mi mamá que sentía atracción por las mujeres. Para mi suerte, me apoyaron desde el principio.

Ese año regresé con más seguridad, ya estaba en cuarto año de mi carrera. A esas alturas todos mis compañeros y compañeras ya sabían sobre mi orientación sexual y me aceptaban tal cual era. Me gradué en 2014 y decidí irme a Ecuador en 2015, a partir de ahí mi vida comenzó a tomar un rumbo diferente. Nunca me sentí cómoda con la palabra lesbiana y es que sentía que no me identificaba, así que de alguna manera me había quedado a medias. No me sentía cómoda, pero algo dentro de mí no me dejaba seguir averiguando el porqué, ya que tenía miedo de volver a pasar por lo que viví antes de definir mi orientación sexual. 

Llegué al Ecuador en 2015 y me ubiqué primero en un pueblo pequeño que se llama El Chaco, ubicado en la provincia de Napo en la Amazonía. Durante mi estadía mantuve una relación afectiva con alguien, pero a los seis meses me mudé para la ciudad de Riobamba, en la provincia de Chimborazo en la Cordillera de los Andes, y ahí comencé a hacer amigos y a meterme un poco más de lleno al activismo político. Formé parte de los grupos de hondureños indignados en el Ecuador, justo para esa época fue cuando se hicieron las marchas de las antorchas a nivel nacional e internacional y también empecé a empaparme sobre el significado de las letras que identificaban a la comunidad LGBTI.

Una tarde estaba mirando una película basada en la vida real:  Boys don’t cry, que trata sobre un hombre trans que se llamaba Brandon Teena. Al terminar la película lo primero que hice fue meterme a Google y escribí «chicas que se sienten chicos», así  tal cual, y encontré mucha información. Yo me sentía impactada porque me identifiqué con el tema, y me dije: «quiere decir que esto es real, que así como me he sentido desde que tengo cinco años hay más personas que sienten lo mismo». Recuerdo que terminé llorando, pero al mismo tiempo entendí que en realidad no era una mujer lesbiana, sino un hombre trans. Me quedé ahí, no seguí buscando más y dejé pasar un tiempo, a pesar de que siempre escuchaba una voz interior que me hacía ruido.

En abril de 2016 ya estaba enterado de ciertas organizaciones LGBTI en el Ecuador y una de las principales que conocía era la asociación Silueta X, pero comencé a sentirme como al principio, cuando no aceptaba mi verdadera orientación sexual. Y ahí estaba yo de nuevo, peleando porque no quería aceptar esa realidad y porque sabía que no solo iba a ser un proceso difícil para mí, sino también para mi familia.

En abril de 2016 dije: no puedo seguir así, necesito empezar aunque sea de a poco. Y una tarde salí del apartamento y fui a cortarme el cabello, de hecho todavía tengo la primera fotografía que me tomé saliendo del salón (ni siquiera tuve el valor de cortármelo en una barbería). La sensación de libertad que sentí en ese momento fue algo inexplicable. A partir de entonces fui tomando forma lo que soy hoy: Dylan Duarte. Empecé a vestirme más masculino, empecé a utilizar solamente jeans, tenis, burros, zapatos formales, todo lo compraba para hombre y  me sentía muy cómodo. También fui a mi primera marcha gay y fue algo que  también me hizo sentir cómodo porque estaba rodeado de gente que era como yo y todos estábamos felices siendo quienes éramos, sin miedo a nada.

Regresé a Honduras en noviembre de 2016 y empecé a acercarme a asociaciones, entonces conocí el colectivo Ixchel que forma parte de la asociación Kukulcán. También empecé a empaparme de otros temas, a recibir talleres, a informarme sobre la realidad de la comunidad LGBTI en el país y a informarme sobre los derechos humanos. Ese recorrido me llevó a conocer al feminismo y a darme cuenta que lo que yo conocía era nada en comparación a todo lo que es. A medida que fui aprendiendo sobre la comunidad LGBTI, también lo hice con el feminismo. 

Debo decir que antes de todo yo era pro vida, era anti feminista y muchas cosas más que ahora me provocan risa. A través del feminismo conocí a muchas mujeres y personas trans que compartían sus experiencias. Todo esto me llevó a aceptarme, de manera rotunda, como un hombre trans. El feminismo me salvó la vida porque me ayudó a empoderarme, y a quererme como soy.

Comencé un proceso paulatino y fue hasta en enero de 2019 cuando grabé y publiqué en mis redes sociales un vídeo en el que explicaba quién era y lo que iba a pasar más adelante. Ese fue el momento en que de manera formal me presenté como Dylan. En mi familia hubo muchas reacciones, desde una aparente indiferencia hasta la negación de algunos de ellos, sin embargo todos han tratado de tomarlo desde el respeto y el amor. Ha pasado más de un año ya y ha sido un proceso bastante duro, de muchos cambios externos e internos, pero estoy muy contento por todo lo que he logrado y recorrido. Me siento muy feliz de haber llegado hasta acá y de reencontrarme con mi esencia, con mi verdadero Yo.

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Sobre
Dylan Duarte, médico general, egresado de la Escuela Latinoamericana de Medicina. Hombre trans, defensor y activista de los derechos LGBT+.
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Escritora, no labora en Contracorriente desde 2022.
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2 comentarios en “Existiendo desde la invisibilidad: la historia de un hombre trans en Honduras”

  1. Ame leerte y me identifico contigo. Al igual que tú he sofrido ese reproche de mi mismo y tuve que ocultar mi verdadera sexualidad por mas de 20 años y algo importante que tu dices es el empoderamiento lo que nos hace libres. Llevo 5 años como activista LGBTI y despúes de venirme a estudiar a Brasil he aprendido más sobre mi propia aceptación y ya lo converse von mi familia cristiana y ellos me aceptaron.

    Que bello, quiero seguir escutando estas historias.

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