¿Dónde viaja? ¿Dónde vuelve? 

Siempre me han fascinado los aeropuertos. Su música, lo marcado que es su ambiente, ese tiempo distinto. Me asombra esa paradoja espacial de estar en un lugar que es la posibilidad de muchos otros. Como decía Charly García: «Un amor real es como dormir y estar despierto. Un amor real es como vivir en aeropuerto». Dormir y estar despierto. Estar y no estar. Pero un aeropuerto internacional en medio de la pandemia mundial del coronavirus, es otra cosa, es una caja de resonancia enorme donde todo sobra: las sillas, las terminales, las mangas. Es un palacio vacío, y es el ruido ausente. Es un silencio inducido, comatoso. No es cualquier silencio. Es el silencio de lo que falta. 

Lo intuí desde que se me avisó que podría regresar en un vuelo de repatriación desde Miami a Buenos Aires (donde resido mientras estudio). Leí el correo con la confirmación y supe que la experiencia sería rara e incómoda, pero única. Lo que nunca creí es que viajar se pudiera parecer tanto a estar en un hospital. Me refiero a la preparación, a la angustia, a lo aséptico. 

El primer cambio que noté fue el hecho de tener que estar cinco horas antes del vuelo. A las clásicas tres horas de anticipo, se suman dos más; una para un examen médico y otra para tener el tiempo de rellenar más de tres formularios de preguntas relacionadas al contacto con otros seres humanos, a la tos y a la fiebre. Creo que por al menos un tiempo, el temor a llevar sobrepeso en las maletas pasará a un segundo plano; siempre habrá un número que temer, pero ya no será ni en libras ni en kilos, sino en grados centígrados. A la pregunta ¿llevaré bien las maletas?, se añade la de ¿iré bien de temperatura? 

Cuando entré a la terminal, aquel lugar se me pareció a un inmenso salón de baile sin música. A ese barullo de las maletas, de los teléfonos, de los altoparlantes, se le extrañará tanto como a la afición de fútbol en un estadio. Un aeropuerto vacío solo es una caja de resonancia. En esa caja se extraña a los urgidos muchachos que se peleaban por ayudarle a uno con las maletas. Se extraña al sinfín de turistas, y a aquel desorden de voces, de idiomas y de acentos que mezcladas con los anuncios en los altoparlantes formaban la obertura de los aeropuertos. Hoy todo es silencio. Ecos. Un aeropuerto vacío es como lo que Benedetti decía de un estadio de fútbol vacío: «solo es un esqueleto de multitud». 

Antes de poder chequear las maletas, dos médicos con sus respectivos uniformes —para hacerlo todo más aséptico—, me tomaron la temperatura y me confirmaron que el calor que sentía eran los treinta grados centígrados de La Florida, y no algún microorganismo que se quería apoderar de mis células (así es, andamos todos muy técnicos con el lenguaje hoy en día). Después advertí tal vez lo que me ha parecido más terrible de todo este viaje: el cambio en el lenguaje. Una colombiana, con el clásico uniforme de aeromoza, me hizo la pregunta mientras me extendía la mano en señal de pedirme mis papeles —que, junto con el pasaporte y el boleto, también incluían un escueto examen médico—: «¿A dónde vuelve?», me apuré para decírselo, le entregué mi pasaporte y sólo entonces recordé que la pregunta habitual que suelen hacerle a uno cuando llega al mostrador había mutado: habíamos pasado del ¿a dónde viaja? al ¿a dónde vuelve? 

Y aunque todos sabíamos que era un vuelo de repatriación y nadie estaba por la labor de ir a conocer nuevos lugares, ese pequeño cambio era la afirmación implícita de algo más grande: todos estamos volviendo. Ir hacia nuevos lugares está prohibido por lógica y por decreto. Sin embargo, hay otras formas de volver, que no solo son físicas. Cuántos han vuelto, en estos días de cuarentena, a su rutina de ejercicios, a saber de una tía, de un primo, de un amigo con el que hace mucho no hablaban.

Por las redes se ven miles que retoman pasatiempos, reemprenden proyectos, reciclan momentos subiendo fotos de viajes pasados. ¿A dónde vuelve? Se torna una pregunta existencial en estos momentos, y dispara otra acaso más delicada ¿por qué vuelve? Qué olvidamos, en qué punto nos equivocamos, qué es eso que ya fue suficiente, qué es lo que hay retomar. Tal vez no sea una sola pregunta, tal vez cada quien tiene una respuesta diferente. De lo que no me queda duda es que el COVID-19 nos ha situado a cada uno, a cada país, al mundo entero, entre dos grandes signos de interrogación, y lo que depende de nosotros, más que nunca, es la respuesta. 

En la terminal J del Aeropuerto Internacional de Miami, todas las tiendas están cerradas. Al foodcourt lo rodea una cinta amarilla, como si ahí hubiera sucedido un crimen: el crimen de compartir una comida juntos. Solo dos son los negocios que ostentan poder estar abiertos en toda la terminal: la multinacional McDonald´s y una discreta cafetería cubana que se llama Gilbert´s, dos nombres propios que lo único que comparten es el milagro de funcionar en medio de una pandemia, pero cuyas realidades son muy diferentes. 

«Por suerte podemos abrir», me dijo la cubana que me atendió en Gilbert´s, y cuya voz, aunque esperanzadora, no ocultaba su cansancio. Solo ella y otra compañera estaban trabajando en un turno en el que antes solían ser cinco. Ese es uno de los síntomas sociales de esta emergencia: hoy, más que nunca, el hecho de tener un trabajo, por explotador o cansado que sea, se agradece como si fuera una limosna. 

También hay para quienes todo esto ha supuesto un descanso, como para los guardias de seguridad del aeropuerto, a quienes se les puede ver hasta con el celular en la mano, sonriendo a quién sabe qué, pero definitivamente nunca tan relajados y despreocupados por los pocos pasajeros que definitivamente ya no somos más que una amenaza biológica contra la que nada pueden hacer ni los detectores de metales ni las armas. 

Incluso con esta emergencia, en el Aeropuerto Internacional de Miami, todavía hay algunos pasajeros que se detienen a observar la penumbra detrás de las rejas en cada tienda. Ahí todavía están las carteras, las camisas, los zapatos y todo lo demás con lo que antes se entretenían esperando a que llegara su vuelo. Las joyas siguen brillando detrás de los mostradores. Y los letreros siguen iluminados, como albergando la esperanza (no tan) secreta de volver pronto. Un cartel lo detalla explícitamente: Opening soon. We can’t wait to welcome you back («Abriremos próximamente. No podemos esperar para darte la bienvenida de nuevo»). Detrás del letrero, paciente, veo un maniquí sentado. Y no puedo evitar pensar que hasta para ese maniquí las cosas cambiarán, que probablemente, muy pronto, también lo hagan modelar una nueva prenda: la mascarilla. Esto lo pienso después de ver a una pasajera argentina cuyas maletas, Louis Vuitton, contrastan con esa mascarilla quirúrgica azul que lleva puesta. 

Por un momento recuerdo cómo solían ser de diferentes las sensaciones que tenía cada vez que viajaba. Antes los aeropuertos podían ser esos lugares donde uno se enamoraba sin dolor cada cinco minutos, sabiendo que esa persona —cuya mirada tal vez nunca olvidemos— está próxima a tomar un vuelo que la llevará para siempre lejos de nosotros. Pero tal vez hoy nada dé más temor que hablar, que agarrar de la mano, que dar un beso. Hoy lo único que nos queda es el pánico a primera vista, como esa mujer que veo asomarse al baño y que se detiene justo cuando ve que hay alguien más adentro. 

El Aeropuerto Internacional de Miami hoy se asemeja más a la solitaria estación de trenes de un pueblo que a la especie de Mall de paso que solía ser. Parece más probable encontrar un perro dormido o un fantasma que un turista. Toda la gente se concentra en una sola Terminal, la J, donde la mitad de las sillas están vacías porque nadie quiere sentarse junto a nadie y mucha gente prefiere estar en el piso.

Después de dos horas de espera, presencio otro milagro: creo que por primera vez veo que a la hora del embarque la gente no se amontonó para subir primero, sino que esperaron a ser llamados como se suele pedir siempre, pero como nunca se había cumplido. Nadie quiere desobedecer a nadie; sumisos, obedientes. Veo venir a los pilotos del avión que vamos a tomar, y no puedo evitar ver que caminan separados y no a la par como siempre se les ve y como, en unos minutos, estarán en la cabina del 737. Uno de esos dos pilotos es el que, a la hora del despegue, después de que a todos nos hayan explicado que no nos quitemos las mascarillas, a pesar de que el sistema de aire del avión es vertical y los filtros del aire eliminan el noventa y nueve por ciento de las bacterias, con la cordialidad de siempre nos dice «:En este nuevo mundo hay nuevas formas de volar». Después lo repite en inglés y en portugués, porque es un vuelo que irá hacia tres países.

Yo quedo viendo a la par.  A mi izquierda va un chileno, lo sé por su acento, y a la derecha va un argentino, al que identifico porque veo en su mano el pasaporte. También, a bordo, hay brasileños, venezolanos y estoy yo, quien, asumo, soy el único hondureño. El vuelo hará una escala en Santiago antes de llegar a Buenos Aires y después seguirá con rumbo a Brasil. Pienso en esto mientras veo al chileno, al argentino, y siento, a diferencia de otras veces que he estado en un vuelo internacional, que a pesar de los pasaportes, los acentos y dónde va a desembarcar cada uno, por primera vez todos podemos asegurar con temor que nos dirigimos hacia el mismo destino. 

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3 comentarios en “¿Dónde viaja? ¿Dónde vuelve? ”

  1. Yosmira Bárcenas

    Escribes con el alma.

    Y me prestaste a tus alas para viajar con este escrito que nos recuerda la esencia que hemos perdido.

    Dios te de la paz y sabiduría que dio al Rey Salomón.

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