Mamá, soy trans

Desde que era niño comencé a cuestionar muchas cosas en torno a mi vida. Me preguntaba por qué tenía que ser como soy y por qué tenía que sufrir por eso. Yo era de uno de esos niños al que desde lejos «se le miraba el gran arcoíris» y a mis maestros esto no les gustaba, por eso en la escuela sufrí de bullying. Cuando era la hora de los juegos tradicionales yo tenía que esconderme, porque en el mundo «normal» hay roles que ya están definidos para quienes son niñas y para quienes son niños, y eso creaba una gran contradicción en mí. Se me hacía muy difícil poder conducirme en este mundo que parecía no estar programado para la gente como yo.

Cuando miraba la televisión junto a mi familia y surgía algún tema relacionado con la homosexualidad, mi mamá comenzaba a hablar muchas cosas que hacían que yo no pudiera exteriorizar lo que pensaba, decirles lo que sentía y comunicarles, de manera abierta, quien era en realidad. Cuando llegó mi adolescencia, empecé a sentir atracción física, sexual y emocional por niños que eran de mi mismo sexo. Por supuesto, que no era algo que podía expresar con la libertad que quería. 

Si fuera posible, yo no querría regresar jamás a los años en los que estuve en el colegio, porque estuvieron llenos de muchas dificultades. Junto a otras compañeras y compañeros sufrimos por ser gays y lesbianas. En realidad, yo siempre defendí lo que creía que era justo, pero a los docentes y autoridades del instituto no les gustaba la manera en que yo hablaba, ni cómo me vestía, me comportaba, me peinaba, en fin. Ejercieron una violencia permanente. 

Salí del closet a los 15 años. Tuve que enfrentarme a mi madre y decirle que yo era una persona que tenía una orientación sexual diferente a la tradicional. Mi mamá nunca me rechazó, pero ella estaba llena de confusiones. Era duro llegar a casa y que no me saludara, que no me preguntara si tenía hambre para cocinarme (como usualmente lo hacía). Y es que mi mamá no entendía nada, no sabía cómo reaccionar frente a esto. Trabajé en sensibilizarla y hacerle saber que ella siempre iba a seguir siendo mi madre, de que muchas cosas habían cambiado, que a partir de ese momento ya no era su hijo, sino que su hija. Todo eso ha sido un proceso que hemos tenido que trabajar mano a mano. 

Los 18 años para mí significaron un portal hacia la libertad. Empezó mi transición: yo tenía una mochila que permanecía con un candadito, en ella cargaba con mi ropa femenina porque ya empezaba a identificarme con quien era, me gustaba todo lo que —me habían enseñado— caracterizaba a una mujer.  Cuando me iba de fiesta me arreglaba muy bonita, pero lo hacía fuera de casa porque mi madre no sabía que «Kendra» ya existía, entonces lo hacía en casa de mis vecinas o amigas.

Yo nunca quise lastimar a mi papá y a mi mamá. En una ocasión mi mamá se desmayó en mis brazos. Uno de mis hermanos le dijo que me habían visto vestida de mujer, esto la impactó demasiado. Con muchísimo dolor tuve que enfrentarme a ella y decirle que en realidad no era yo quien le estaba causando tanto dolor, sino que eran las personas malintencionadas que pronunciaban esos comentarios transfóbicos, que tenían como objetivo hacerme quedar mal ante ella y denigrarme como persona. Yo no hacia nada malo, simplemente merecía verme como sentía que era.

Llegó el momento en el que pensé que tenía que elegir mi nuevo nombre, el que yo quería y cómo quería que me llamaran. El primer nombre que elegí fue Clarisa, pero luego decidí ponerme Kendra en honor al personaje de una serie que me gustaba mucho y con la que me sentía identificada. Me gusta que la gente me llame por este nombre, porque es la identidad que he elegido y es la que me hace sentir bien, respetada y como el ser humano que soy. 

Un día tuve una pelea muy fuerte con uno de mis hermanos. No hubo golpes, pero sí muchas palabras de ofensa y humillación. Decidí marcharme de casa. Yo tenía 20 años. Recibí la llamada de mi madre y fue ese día cuando me dolieron, más que nunca, sus palabras. Me dijo que nunca regresara, que me olvidara de ella y que no anduviera rondándola. Ambas lloramos —aún lloro al recordarlo— y esa fue la primera vez en que me sentí completamente sola. En medio del profundo dolor que sentía, decidí asumirlo. Fui siempre muy apegada a ella. 

Pero no todo en este camino ha sido sufrimiento y oscuridad. Entré en una etapa muy bonita: decidí ser la persona que quería. Pasó el tiempo, fui a casa a buscar a mi madre y a hablar con ella. Regresé a mi hogar. 

Un día le dije a mi mamá que lo sentía, pero que esta vez yo iba a ser tal como era, dentro de mi casa: decidí ponerme guapa y ella logró entenderme. En el caso de mi padre, él solo me miró ir en el camino, nunca me dijo nada, nunca me golpeó ni discriminó. A pesar de eso, en él y en los hombres de mi familia el trabajo todavía no se termina. Para ellos aun siendo Kendra (la mujer que soy), no soy así. Sé que es producto del machismo que todavía tienen. Los hombres tradicionales, en este sistema patriarcal, no dirán abiertamente que tiene una hermana o una hija trans.

A mis 21 años empecé el proceso de hormonización. Quería un cuerpo con formas femeninas. Este es un momento muy importante en mi vida porque significaba sentirme cómoda con mi cuerpo. Empecé a investigar qué hormona podría ser efectiva para mí. Fue duro porque sentía cosas horribles en mi cuerpo: se me ponían los labios y uñas moradas, por ejemplo. En lo personal y con base en mi experiencia, no recomiendo este tipo de tratamientos. No es por egoísmo, sé que cada cuerpo reacciona de distintas formas, pero en mi caso fue un proceso doloroso, porque en realidad esa carga hormonal no era parte de mi organismo. A pesar de todo, desde ese momento empiezo a ponerme más bonita. 

Ya no sueño con tener grandes tetas ni un gran trasero, el tema del maquillaje ya no es para mí. Me gusta ir al gimnasio para mantenerme en forma y saludable porque me gusta cuidarme. Todo esto lo he ido aprendiendo en el movimiento feminista. Junto a otras amigas, hace algunos años, creamos el primer grupo de mujeres trans y mujeres lesbianas feministas. Yo empecé a deconstruir cosas que había construido. La identidad de género me decía que lo tenía que hacer: el pelo largo, el maquillaje, en fin. Pero poco a poco fui deconstruyendo esos patrones. No voy a negar que soy una mujer muy apasionada, sexy, me gusta vestirme bien y que se sienta mi presencia cuando llego a un lugar. 

Hay personas que me han dicho que soy el diablo en vivo, que yo le hago mal a las personas por ser transexual. Pero lo primordial para mí es que mi madre me vea como su hija. Ella se siente muy orgullosa de quien soy, me quiere, me respeta, incluso ha conocido a mis parejas. 

Actualmente vivo con mi familia: mi mamá, mi papá y mis hermanos (yo soy la menor de los cuatro). Trabajo en Médicos sin fronteras, tengo 31 años y decidí llamarme Kendra Stefani Jordany. También, desde diferentes espacios, trabajo por resaltar y visibilizar las luchas de las mujeres trans. Esto nos compete a todos y todas. Jamás he pedido que me acepten, yo pido respeto porque las personas diversas no andamos diciendo que aceptamos a los heterosexuales, porque no va de eso. Soy una mujer feliz, plena, llena de sueños. Soy quien siempre quise ser, quien decidí ser.  

Sobre
Defensora de DDHH y activista por los derechos de la población LGTBIQ
Correctora de estilo
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Pianista y filóloga hondureña. Máster en estudios avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Barcelona. Licenciada en Arte por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, misma institución en la que se desempeña como docente. Es autora de numerosos ensayos sobre poesía y literatura. Correctora de estilo y editora de la sección Cronistas de la cotidianidad en Contracorriente.
Fotógrafo
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Escritor y fotoperiodista. Actualmente director de fotografía en Contracorriente.
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