Texto: Fernando Silva
Fotografía: Martín Cálix
Conviven con la violencia, abuso, pobreza, abandono gubernamental, dolor y soledad. Conviven y resisten, todo por no perder la esperanza de que un día dejarán de abrazar las fotografías enmarcadas y personalmente podrán volver a sentir la piel y escuchar la voz de sus desaparecidos.
Un informe de la Unión Nacional de Comités de Familiares de Migrantes Desaparecidos de Honduras registra desde la década de los 90, al menos 740 migrantes que han desaparecido después de emprender la ruta migratoria. El número sigue aumentando ya que según otros datos de la Dirección General de Protección al Hondureño Migrante, mensualmente, en promedio, son cinco migrantes que dejan de comunicarse con sus familias después de salir del país.
Entre todas esas historias, hay tres familias en tres barrios controlados por las pandillas en Tegucigalpa, la capital de Honduras, que también han puesto una pausa en la felicidad desde la última vez que hablaron con sus desaparecidos. Es diciembre cuando son entrevistados, pero ellos no piensan en las festividades de la temporada, ya no existe música ni árbol navideño, solo piensan en seguir buscando hasta el último día de sus vidas.
I
«No me gusta recordar el pasado», dice doña Catalina mientras habla en la pequeña sala de su casa en la colonia Obrera «porque hay que acostumbrarse a perder y ganar porque la vida así es».
Hace 8 años que doña Catalina no sabe nada de su hija, Julia Oneida Velásquez, quien en 2008 huyó en dirección a Estados Unidos a causa de las amenazas de muerte a las que se enfrentaba luego de que su compañero de hogar asesinó a un vecino. En venganza, la familia del joven amenazó con matar a Julia junto con sus dos hijas e hijo. Génesis, hija de Julia y fruto de otra relación previa, tiene 20 años y también cuenta que este mismo hombre golpeaba brutalmente a su madre y la amenazaba de muerte a ella cuando tenía solo ocho años.
Según datos del Ministerio Público, al año, son más de 9 mil mujeres las que denuncian violencia doméstica en sus hogares. «Yo así chiquita me decía: “¿sabes qué? yo no te mato ni a vos ni a tu papá porque no valen nada, no me pagan las balas”», recuerda Génesis a pesar del tiempo. Después de muchos años de violencia y ante las amenazas causadas por las acciones de este hombre, Julia encontró la ruta de supervivencia en la migración hacia el norte. Llegó hasta Monterrey en México y vivió allí durante casi cuatro años, se casó con un ciudadano mexicano, envió dinero tres o cuatros veces y mantuvo comunicación con su familia hasta el 17 de agosto de 2012.
Ese día Maribel, hermana de Julia, encontró a su hijo Jeffry Abel Velásquez de 23 años, decapitado y dentro de un saco. Desde ese episodio de terror, la familia dice que ella no es la misma, que tiene problemas mentales. Maribel merodea el patio exterior de la casa, pero cuando escucha que están comentando la historia del asesinato de su hijo ingresa a la sala y muestra una foto enmarcada de Jeffrey, quien luce casi como una copia de ella misma, y explica que la pandilla lo dejó irreconocible.
La colonia Obrera fue declarada inhabitable por la Alcaldía Municipal en 2010 a causa de las lluvias que levantaron techos de casas, inundaron por completo las habitaciones y partieron la calle en dos. Sin embargo, la vulnerabilidad estructural de este barrio de Tegucigalpa no es la única razón por la que podría calificarse como inhabitable. El control de las pandillas y el tráfico de drogas alcanza con violencia a una gran parte de las familias que se han establecido en estos lugares, viven allí porque el dinero no les alcanza para vivir en barrios medianamente seguros. Estos barrios repletos de violencia también están llenos de familias que tienen uno o varios migrantes.
El 17 de agosto Génesis llamó a Monterrey para avisar del terrible hallazgo, pero el hombre con el que su mamá se había casado en México le dijo que ella no estaba porque había tenido que ir a un turno de trabajo. «Le volví a llamar el siguiente día, le seguí llamando y nunca me volvieron a contestar. No volvimos a saber nada de ella desde hace 8 años», cuenta Génesis mientras abraza a su pequeña hija de seis años e intenta limpiarse las lágrimas que ya rodaron por sus mejillas.
Después de haber perdido comunicación con Julia, toda la familia tuvo que salir del barrio y dejar su casa porque estaban amenazándoles de muerte. Regresaron hace cuatro años cuando los pandilleros que les amenazaban también murieron. Convivir con la ausencia en este contexto también ha significado recordar a diario la violencia que impulsó a Julia a emprender la ruta.
En 2018, el entonces Fiscal General de Estados Unidos, Jeff Sessions, ordenó a los jueces de inmigración desestimar los pedidos de asilo por violencia doméstica y pandillas, causando el rechazo de diversas organizaciones de derechos humanos. El Centro de Estudios de Género y Refugiados y la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles presentaron una demanda ante la orden, logrando que un juez de Distrito de EE.UU. dictaminara que la administración no podía imponer dicha prohibición y que las personas que alegan ser víctimas de violencia doméstica deben tener una oportunidad para poder solicitar asilo. Sin embargo, a pesar de esa decisión, hasta que no se revoque la decisión de Sessions, miles de mujeres que son víctimas de violencia doméstica se enfrentan a mayores dificultades para poder obtener asilo.
Génesis mira a su mamá en cada testimonio de las mujeres que han emprendido la ruta migratoria, los testimonios de violencia que cuentan en el Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de Honduras «Amor y Fe», la aterrorizan. Hace ocho años que no sabe de ella, pensar en lo que puede estarle pasando solo la impulsa a seguir buscando a su mamá. En noviembre estaba lista para acompañar a las integrantes de la Caravana de Madres Centroamericanas que viajan hasta la frontera sur en México para buscar durante quince días a sus familiares desaparecidos en la ruta hacia Estados Unidos, pero su papá no la dejó ir.
Génesis actualmente cursa el penúltimo año de secundaria y aunque ha buscado incansablemente trabajo, no ha logrado encontrarlo. El único sustento económico de ella y sus hijos es su padre, quien le prohíbe participar de cualquier actividad que pueda ayudar a encontrar a Julia. La única forma de buscarla es con la complicidad de doña Catalina quien la cubre cuando hay actividades en el Comité. «Cuando vivíamos con ella se hacían cosas para las navidades, ahora nos hemos hecho poquitos», en ese momento se rompe en llanto y habla con mucha dificultad, «la ausencia de una madre nos afecta mucho en la adolescencia y luego en la maternidad porque yo tuve mis dos hijos y no estaba una madre conmigo», finaliza.
Mientras va a sus clases en el colegio o asiste a las actividades del Comité, es la abuela de Génesis quien también se encarga de cuidar a los pequeños que saltan y juegan por toda la casa junto a un gato de color blanco y gris al que le asignaron el nombre de Don Toño. Julia no sabe que ellos existen. «Me hace falta para todo, para darle un abrazo a las doce de la noche en noche buena, para un consejo. La amamos mucho y la esperamos, yo siempre la voy a esperar», dice Génesis entre lágrimas, y termina asegurando que, en esa casa, desde hace 8 años, ya no existe la navidad.
«En este país hay mucho dolor, mucha muerte», finaliza doña Catalina.
II
Don Miguel es un hombre robusto de 55 años, trabaja desde hace quince años en el Servicio Nacional de Acueductos y Alcantarillados (SANAA) ubicado en la colonia Divanna, un barrio controlado por las pandillas en Tegucigalpa, y vive en la colonia Buenas Nuevas, también controlada por pandillas. La comunidad acude a él cada vez que hay un problema con el servicio de administración de agua, situación que es constante desde hace mucho tiempo en Tegucigalpa. Su liderazgo y carácter parece firme, pero también es notable su profunda amabilidad.
«Para mí no hay alegría», dice don Miguel cuando nos recibe en su casa e intenta controlar el llanto que comenzó al recordar a su hijo Miguel de Jesús Caballero, quien emprendió la ruta migratoria hace ocho años y del que no sabe nada desde ese entonces. Don Miguel cuenta que desde que sus dos hijos, Miguel de Jesús y Antonio eran unos niños, se esforzó por suplir al menos sus necesidades básicas, pero con el pasar de los años esta tarea se fue complicando ante la temprana paternidad de ambos, con lo que ellos empezaron a buscar opciones para darle un futuro mejor a sus propias familias.
Miguel de Jesús trabajaba en todo lo que le generara algún ingreso para suplir a su familia. Apenas había cursado la secundaria, pero no se dejaba vencer ante las pocas oportunidades de empleo en el país. Trabajó descargando camiones, bolsas de cemento, halando bloques, arena y grava, pero de todo ese esfuerzo apenas obtenía algunos lempiras. Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas, la tasa de Población Económicamente Activa que trabaja más de ocho horas diarias sin recibir al menos el salario mínimo es de 48.6%, la cifra más alta en toda Latinoamérica.
En ese contexto, Miguel de Jesús le comentó a su padre que tenía las intenciones de irse a vivir a otro país, pero don Miguel tenía un mal presentimiento. «Yo le dije que no, que esa ruta es muy peligrosa, aquí no le hacía falta un bocado de comida y tenía lo básico, con lo poquito que se le podía comprar a la hija que tuvo. Pero él quería tenerla en mejores condiciones», don Miguel intentó convencerle, pero finalmente el 2 de agosto de 2011 partió rumbo a Estados Unidos. Diez días después de que su hijo saliera de Honduras, don Miguel no tenía ninguna información sobre él, temió lo peor y decidió salir en su búsqueda para llevarlo de vuelta a Honduras. Pidió permiso en su trabajo y viajó desde la colonia Buenas Nuevas en Tegucigalpa hasta la ciudad de Tecún Umán, fronteriza entre Guatemala y México.
En el camino visitó Casas de Migrantes, pegó afiches por todos lados, acudió a la morgue en Guatemala y verificó en decenas de cadáveres. En el municipio de Esquipulas algunas personas de la comunidad le aseguraron haberlo visto dormir debajo de una iglesia, don Miguel pasó día y noche esperándolo hasta que llegó un joven muy parecido a su hijo. Finalmente, no logró obtener ninguna pista de su paradero. Después de quince días tuvo que regresar a Honduras porque tenía que reincorporarse a su trabajo. Semanas después recibió noticias de su hijo a través de una supuesta llamada de Los Zetas, uno de los carteles criminales más peligrosos de México, quienes aseguraron que tenían secuestrado a Miguel de Jesús.
Don Miguel cuenta que le pidieron 200 mil lempiras, una cifra inalcanzable para él por lo que les explicó que pudo recolectar 100 mil lempiras que le prestaron en su trabajo, ellos aceptaron, pero la única condición del padre era poder hablar con su hijo antes de enviarles el dinero. El hombre de acento mexicano que se comunicó con él, prometió llamarlo el día siguiente para que hablaran. El 15 de septiembre de 2011 fue el día más largo de su vida esperando esa llamada, pero nunca volvieron a comunicarse con él. Don Miguel piensa que quizá eran personas que habían visto los afiches que pegó y quisieron aprovecharse de su desgracia.
Desde ese día, la vida le ha golpeado en reiteradas ocasiones, su hijo menor que quedaba en Honduras murió en un accidente automovilístico en 2013, su madre murió en 2017 y su esposa migró a España hace tres meses en búsqueda de oportunidades a las que no podría acceder en Honduras. A raíz de estas situaciones, don Miguel ha recibido tratamiento psiquiátrico y toma medicamentos para la depresión y ansiedad.
«Recuerdo su sonrisa, su amor, su cariño», se rompe en llanto mientras uno de los perros de su casa se le acerca para intentar consolarlo, «y la verdad es que no tengo nada que reprocharle», además recuerda que este 22 de diciembre Miguel de Jesús cumplió 27 años y lo que antes era una navidad llena de felicidad ahora no existe. El día de la entrevista don Miguel soñó con sus hijos como cuando eran unos niños, se despertó llorando y se arrodilló para pedirle algo que le pide a Dios todos los días desde hace ocho años: saber dónde está Miguel de Jesús, vivo o muerto.
III
«Mi mayor ilusión es que mi hijo esté vivo y que no le hayan hecho nada, uno tiene que aceptar las dos cosas: que esté vivo o muerto», dice Yohana García de 40 años quien busca a su hijo Jeffry Adonis desde hace quince meses. Jeffry es el hijo de en medio entre los seis que tuvo esta madre soltera que se dedica a moler maíz, vender tortillas y atender una pequeña pulpería en la colonia Villa Cristina de Tegucigalpa.
La presencia de las pandillas en este barrio es fuerte y alcanza una gran parte de los adolescentes, aun en contra de su voluntad. Ese fue el caso de Jeffry a quien le pidieron que se uniera para recoger el pago de extorsión en las pulperías de la zona, al negarse lo golpearon y amenazaron.
Según los datos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE) hasta agosto de 2019 han sido detenidos 19,696 menores no acompañados, dos mil niños y niñas más en comparación con la crisis de menores migrantes no acompañados de 2014. Un gran porcentaje de ellos están huyendo de la violencia en sus comunidades.
El día siguiente a la golpiza, Jeffry pasó encerrado en su cuarto llorando con la cara inflamada, cuando salió pidió llamar a su papá que vivía en la frontera entre México y Estados Unidos para que le ayudara a escapar de la muerte a la que se exponía en su barrio. El papá de Jeffry vivía en Nuevo Laredo, México y se encargaba de cruzar personas desde la frontera hasta la ciudad de San Antonio en Texas.
Yohana cuenta que «era tanta la desconfianza que yo lo fui a dejar a Guatemala, pero cuando íbamos en el bus yo sentía aquello feo y le pregunté si de verdad quería irse», ante esa preocupación Jeffry se molestó y le pidió que no llorara, que no le diera mala suerte. Jeffry llegó a Nuevo Laredo el 12 de mayo del 2018 y fue recibido por un tío paterno, lo llevaron a comer y le tomaron fotos para enviarle a Yohana. Desde un cuarto en el que lo colocó su papá, mantuvo comunicación constante con Yohana durante tres meses, en uno de los mensajes le prometió que al llegar a Estados Unidos iba a trabajar para mantenerla como una reina.
El 4 de agosto Jeffry escribió que se sentía con fiebre, dolor de cabeza y estómago; además, contó que en el lugar donde estaba llegaba gente extraña a drogarse, que no podía dormir. Tres días después Yohana recibió la llamada de otro familiar en la zona para contarle que su hijo había sido golpeado hasta dejarlo inconsciente, y que luego lo habían llevado en la parte de atrás de un carro. «Solo me dijo que fueron los del Golfo que son los que cuidan el río, seguramente tenían algún problema con el papá», cuenta Yohana y recuerda que el 10 de agosto también reportaron la desaparición del padre de Jeffry.
Desde que esto ocurrió acudieron a la Cancillería, Interpol, Secretaría de Derechos Humanos y todas las instancias que creyó podían ayudarle a encontrar a su hijo, pero nadie se solidarizó con ella. La única atención que recibió fue del Cónsul de Honduras en México que la llamaba cada cierto tiempo para preguntarle si ya había encontrado a su hijo, dice Yohana que lo que ella quería es que la ayudaran a buscarlo y no que le preguntaran sobre su propia búsqueda. «Ya ha pasado un año y las autoridades nunca se han preocupado por mi caso, aquí en este país cada quien mira por su pellejo», asegura.
Yohana no se siente igual desde la desaparición, dice que este proceso la está matando lentamente, sus hijas mayores ya no quieren visitarla porque dicen que llora todo el tiempo, pero ella dice que no entienden su dolor y nunca podrán entenderlo. Yohana se encarga de limpiar constantemente el cuarto donde dormía su hijo, aunque sea un ritual profundamente doloroso, allí aguardan su regreso las camisas, gorras y un uniforme de futbol color rojo y blanco que usaba los fines de semana para jugar en la cancha del barrio.
«Tengo muchos sueños con él y yo lo miro delgado, mojado, que anda desnudo. La otra vez lo soñé que venía renqueando, desnudo, delgado y me dijo: “sí mami, soy yo, pero lléveme para la casa que no aguanto el frío”», algo le dice a Yohana que el niño bromista y juguetón que le pedía dinero para un jugo todas las mañanas sigue esperando que lo encuentren. La única esperanza que recibió durante estos meses ha sido del Comité Amor y Fe quienes le ayudaron a viajar en noviembre en la Caravana de Madres Centroamericanas para buscar a su hijo, aunque no logró obtener pistas de su ubicación en parte porque las autoridades mexicanas no les dejaron entrar a Nuevo Laredo por el peligro que representa esa zona.
«Para mí la navidad ya no existe porque en esta fecha era cuando mi hijo se emocionaba», dice Yohana y recuerda la insistencia de su hijo para que le comprara ropa, las torrejas que le encantaban y las risas que compartía con sus hermanos y hermanas.
Para Jeffrey migrar no era una posibilidad hasta que la pandilla quiso utilizarlo, pero Yohana dice que este es un problema del país, que hay una crisis política en la que les interesa más el poder que el pueblo, y señala hacia las gradas que conectan desde su casa con la calle principal del barrio. «Solo allí han matado a 31 personas», aseguró.
1 comentario en “Sin ellos, no hay navidad”
Excelente investigación, dejar de ver la migración sólo.como una necesidad, ver el rostro humano de la tragedia.